(28 de
marzo de 1936)
Este
libro está consagrado al esclarecimiento de los métodos de la política
revolucionaria del proletariado en nuestra época [1].
La exposición tiene un carácter polémico, como la propia política
revolucionaria. Ganando a las masas oprimidas, la polémica dirigida contra la
clase dominante se transforma, en un momento dado, en revolución.
Comprender
claramente la naturaleza social de la sociedad moderna, de su Estado, de su
Derecho, de su ideología, constituye el fundamento teórico de la política
revolucionaria. La burguesía opera por abstracción (“nación”, “patria”,
“democracia”) para camuflar la explotación que está en la base de su dominación.
Le Temps, uno de los más infames
diarios del universo, enseña cada día a las masas populares francesas el
patriotismo y el desinterés. Sin embargo, no es un secreto para nadie que el
desinterés de Le Temps se valora
según una tarifa internacional bien establecida.
El
primer acto de la política revolucionaria es el de desenmascarar las ficciones
burguesas que intoxican el sentimiento de las masas populares. Estas ficciones
se vuelven particularmente dañinas cuando se mezclan con las ideas de “socialismo”
y “revolución”. Hoy más que en ningún otro momento, son los fabricantes de esas
mezclas quienes dan La tónica a las organizaciones obreras francesas.
La
primera edición de esta obra ha ejercido cierta influencia sobre la formación
del Partido Comunista francés: el autor ha recibido muchos testimonios de ello,
de los que por lo demás, no seria difícil encontrar huellas en L ‘Humanité hasta 1924. Durante los doce
años siguientes, se ha procedido en la Internacional Comunista —después de
numerosos y febriles zigzags— a una revisión fundamental de los valores: basta
decir que hoy esta obra figura en el “index” de los libros prohibidos. Por sus
ideas y por sus métodos, los jefes actuales del Partido Comunista francés
(estamos obligados a conservar esta forma de nombrarlo, que está en completa
contradicción con la realidad) no se diferencian por ningún principio de
Kautsky, contra quien estaba dirigida nuestra obra: en todo caso, son
inmensamente más ignorantes y cínicos. El nuevo ataque de reformismo y de
patriotismo que sufrieron Cachin y Cía. hubiera podido, por sí solo, justificar
una nueva edición de este libro. Sin embargo, hay otras razones más serias:
tienen sus raíces en la profunda crisis revolucionaria que sacude al régimen de
La III República.
Después
de dieciocho años de ausencia, el autor de esta obra tuvo la posibilidad de
pasar dos años en Francia (1933-35); es verdad que en calidad de simple
observador de provincias que además era objeto de una estrecha vigilancia. En
este tiempo, ocurrió en el departamento del Isère, donde el autor tuvo ocasión
de permanecer, un pequeño incidente parecido a muchos otros, que sin embargo da
la clave de toda la política francesa. En un sanatorio perteneciente al Comité
des Forges, un joven obrero, que estaba en vísperas de una grave operación, se
había permitido leer un diario revolucionario (más exactamente: el diario que
ingenuamente él consideraba como revolucionario, era L ‘Humanité). La administración planteó al imprudente enfermo, y
seguidamente a otros cuatro enfermos que compartían sus simpatías, este
ultimátum: renunciar a seguir recibiendo publicaciones indeseables o ser
arrojados a la calle. Que los enfermos indicaran que se realizaba abiertamente
en el sanatorio propaganda clerical y reaccionaria, no tuvo evidentemente
ningún efecto. Como se trataba de simples obreros, que no arriesgaban bancas
parlamentarias ni carteras ministeriales, sino únicamente su salud y su vida,
el ultimátum no tuvo éxito; cinco
enfermos, uno de los cuales estaba en vísperas de ser operado, fueron puestos
en la puerta del sanatorio. Grenoble tenia entonces una municipalidad
socialista, que presidía el Doctor Martin, uno de esos burgueses conservadores
que generalmente dan la tónica en el Partido Socialista y de los cuales león
Blum es consumado representante. Los obreros expulsados intentaron hallar una
defensa en el intendente. Fue en vano: pese a su insistencia, sus cartas, sus
trámites, ni siquiera fueron recibidos. Se dirigieron al diario local de
izquierda, La Dépéche, en el que
radicales y socialistas formaban un bloque indisoluble. Cuando supo que se
trataba del sanatorio del Comité des Forges, el director del diario se negó
categóricamente a intervenir: todo lo que quieran, menos eso. En una ocasión,
por una imprudencia respecto de aquella poderosa organización, La Dépéche fue privada de publicidad.
sufriendo por este hecho una pérdida de 20.000 francos. A diferencia de los
proletarios, el director del diario de izquierda, como el intendente, tenían
algo que perder; también renunciaron a una lucha desigual, abandonando a su
suerte a los obreros con sus intestinos y riñones enfermos.
Una
o dos veces por semana, el intendente socialista, conmovido por vagos recuerdos
de juventud, hace un discurso para elogiar las ventajas del socialismo sobre el
capitalismo. Durante las elecciones, La
Dépéche apoya al intendente y a su partido. Todo es para bien. El Comité
des Forges mira con una tolerancia por completo liberal esta especie de
socialismo que no causa el menor perjuicio a los intereses materiales del
capital. ¡Con 20.000 francos de publicidad por año (¡así de baratos son estos
señores! ), los feudales de la industria pesada y de la banca tienen
prácticamente a sus disposición un gran diario del bloque de izquierdas! Y no
solo ese diario: el Comité des Forges tiene con toda seguridad, muchos medios,
directos o indirectos, para actuar sobre los señores intendentes, senadores y
diputados, incluidos los intendentes, senadores y diputados socialistas. Toda
La Francia oficial está bajo la dictadura del capital financiero. En el
diccionario Larousse, este sistema es designado con el nombre de “República
democrática”.
Los señores diputados de izquierda y los
periodistas, no solamente del Isère sino también de todos los departamentos de
Francia, creían que su coexistencia pacifica con la reacción capitalista no
terminaría nunca. Se equivocaban. Apolillada desde hacía mucho tiempo, la
democracia sintió de repente el cañón de un revolver en la sien. Del mismo modo
que el rearme de Hitler -acto material brutal— causó una verdadera revolución
en las relaciones entre los Estados demostrando la inutilidad y el carácter
ilusorio de lo que se ha convenido en llamar el “derecho internacional”, las
bandas armadas del coronel de la Rocque han introducido la perturbación en las
relaciones interiores de Francia obligando a todos los partidos sin excepción a
reorganizarse, delimitarse y reagruparse.
Federico Engels escribió un día que el Estado,
incluida la República democrática, consiste en bandas armadas para la defensa
de la propiedad; todo el resto no tiene otra función que la de embellecer o
enmascarar este hecho. Los elocuentes defensores del “Derecho”, del tipo de
Herriot y de Blum, siempre se han indignado por este cinismo. Pero Hitler,
igual que De La Rocque, cada cual en su ámbito, han demostrado otra vez que
Engels tenia razón.
A principios de 1934, Daladier era presidente del
Consejo por la voluntad del sufragio universal, directo y secreto: tenía la
soberanía nacional en su bolsillo, junto al pañuelo. Pero, desde que las bandas
de De La Rocque, Maurras y Cía. demostraron que tenían la audacia de balear y
de cortar las corvas a los caballos de la policía, Daladier y su soberanía
cedieron el lugar al inválido político designado por Los jefes de esas bandas.
Este hecho tiene infinitamente mayor importancia que todas las estadísticas
electorales y no se lo podría borrar de la historia reciente de Francia, pues
es una advertencia para el futuro.
Es cierto que no está en manos de cualquier grupo armado de revólveres
modificar en cualquier momento la orientación política de un país. Únicamente
las bandas que son órganos de una clase determinada pueden, en ciertas circunstancias, jugar un papel
decisivo. El coronel de La Rocque y sus partidarios quieren asegurar el “orden”
contra las sacudidas. Y como en Francia, “orden” significa dominación del
capital financiero sobre la pequeña y mediana burguesía y dominación del
conjunto de la burguesía sobre el proletariado y las capas cercanas a él, Las
tropas de De La Rocque son simplemente las bandas armadas del capital
financiero.
Esta
idea no es nueva. Incluso se la puede encontrar frecuentemente en Le Populaire y en L ‘Humanité, aun cuando no han sido los primeros en formularla. Sin
embargo, estas publicaciones no dicen sino la mitad de la verdad. La otra mitad
es que Herriot y Daladièr con sus partidarios, son también agentes del capital
financiero; de otro modo no hubieran podido ser durante décadas el partido
gobernante en Francia. Si no se quiere jugar al escondite, es necesario decir
que De La Rocque y Daladier trabajan para el mismo patrón. Esto no significa,
evidentemente, que haya completa identidad entre dos o entre sus métodos. Muy
por el contrario. Se hacen una guerra encarnizada, como dos agentes
especializados, cada uno de los cuales posee el secreto de la salvación.
Daladier promete mantener el orden por medio de la propia democracia tricolor.
De. La Rocque estima que el parlamentarismo está obsoleto y que debe ser barrido
en favor de una dictadura militar y policial declarada. Los métodos políticos
son antagónicos, pero los intereses sociales son los mismos.
La decadencia del sistema capitalista, su crisis
incurable, su descomposición, forman la base histórica del antagonismo que
existe entre De La Rocque y Daladier (tomamos estos dos nombres exclusivamente
para facilitar la exposición). A pesar de los progresos incesantes de la técnica y de los notables resultados de ciertas
ramas industriales, el capitalismo en su conjunto frena el desarrollo de Las
fuerzas productivas, lo que determina una extrema inestabilidad de las
relaciones sociales e internacionales. La democracia parlamentaria está
Íntimamente ligada a la época de La libre concurrencia y del libre comercio
internacional. La burguesía pudo tolerar el derecho de huelga, de reunión, de
libertad de prensa, por tanto tiempo como las fuerzas productivas estuvieron en
pleno ascenso, los caminos se ampliaron, aumentó el bienestar de las masas
populares (aun cuando restringido) y las naciones capitalistas pudieron vivir y
dejar vivir. Pero hoy, ya no. La época imperialista está caracterizada,
exceptuando a La Unión Soviética, por un estancamiento y una disminución del
ingreso nacional, por una crisis agraria crónica y una desocupación orgánica.
Estos fenómenos internos son tan inherentes a la fase actual del capitalismo
como la gota y la esclerosis lo son a una edad determinada del individuo.
Querer explicar el caos económico por Las consecuencias de la última guerra es
dar prueba de un espíritu desesperadamente superficial, a semejanza del señor
Caillaux, del conde Sforza y otros. La guerra no fue otra cosa que el intento
de los países capitalistas de hacer recaer el crack, que en ese momento Los
amenazaba, sobre la espalda del adversario. El intento fracasó. La guerra no
hizo sino agravar los signos de descomposición, cuya acentuación posterior
prepara una nueva guerra.
Con lo malas que son las estadísticas económicas
de Francia, que silencian intencionalmente los antagonismos de clase, no pueden
disimular los indicios manifiestos de la descomposición social. Paralelamente a
la disminución del ingreso nacional, a la caída verdaderamente catastrófica del
ingreso en el agro, a la ruina de los pequeño-burgueses de las ciudades, al
crecimiento de la desocupación, las empresas gigantes (con una cifra de
negocios anual de 100 o 200 millones y aún más) obtienen brillantes beneficios.
El capital financiero chupa la sangre del pueblo francés, en toda la acepción
de la expresión. Tal es la base social de la ideología y de la política de la “unión nacional”.
Son posibles, e incluso inevitables, distensiones
y fluctuaciones en el proceso de descomposición; pero mantendrán un carácter
estrictamente condicionado por la coyuntura. En lo que hace a la tendencia
general de nuestra época, ésta pone a Francia, tanto como a otros países, ante
esta alternativa: o el proletariado
debe derribar al orden burgués profundamente gangrenado, o el capital, por su
propia conservación, debe reemplazar a la democracia por el fascismo. ¿Por
cuánto tiempo? La suerte de Mussolini y de Hitler contestará a esta pregunta.
Los fascistas dispararon, el 6 de febrero de 1934,
por orden directa de la Bolsa, de los bancos y de los trusts. De esas mismas
posiciones de mando, Daladier recibió el mandato de entregar el poder a
Doumergue. Y si el ministro radical, presidente del Consejo, ha capitulado —con
la pusilanimidad que caracteriza a Los radicales— es porque ha reconocido en
las bandas de De La Rocque, a las tropas de su propio patrón. Dicho de otro
modo: Daladier, ministro soberano. cedió el poder a Doumergue por la misma
razón por la que el director de La
Dépéche y el intendente de Grenoble se negaron a denunciar la odiosa
crueldad de los agentes del Comité des Forges.
Sin embargo, el paso de la democracia al fascismo
implica el riesgo de sacudidas sociales. De donde surgen las vacilaciones y los
desacuerdos tácticos que se observan en las altas esferas de la burguesía.
Todos los magnates del capital están de acuerdo en continuar reforzando a las
bandas armadas que podrán constituir una saludable reserva en la hora del
peligro. Pero, ¿qué lugar dar a esas bandas de ahora en adelante? ¿Debe
permitírseles pasar al ataque inmediatamente o mantenerlas a la espera como un
medio de intimidación? Son otras tantas cuestiones que aún no están resueltas.
El capital financiero ya no cree que a los radicales les sea posible arrastrar
tras de s a las masas de la pequeña burguesía y mantener al proletariado,
mediante la presión de esas mismas masas, dentro de los límites de la
disciplina “democrática”. Pero no tiene mayor confianza en que las
organizaciones fascistas, a las que aún les falta una verdadera base de masas,
sean capaces de adueñarse del poder y de establecer un régimen fuerte.
Lo
que ha hecho comprender a los dirigentes entre bambalinas la necesidad de ser
prudentes, no es la retórica parlamentaria, sino la indignación de los obreros,
la tentativa de huelga general (por cierto, ahogada desde el comienzo por la
burocracia de Jouhaux), y posteriormente, los motines locales (Toulon, Brest).
Habiendo sido puestos un poco en su lugar los fascistas, los radicales
respiraron más libremente. Le Temps, que
en una serie de artículos ya había encontrado la oportunidad de ofrecer su mano
y su corazón a la “joven generación”, redescubrió las ventajas del régimen
liberal, que le parece adecuado al genio francés. Así se ha establecido un
régimen inestable, transitorio, bastardo, adecuado no al genio francés sino a
la declinación de la Tercera República. En este régimen, son los rasgos bonapartistas los que aparecen con mayor
nitidez: independencia del gobierno respecto a los partidos y programas,
liquidación del poder legislativo por medio de los plenos poderes, el gobierno
situándose por encima de las fracciones en lucha, es decir, de hechos por
encima de la nación, para jugar el papel de “árbitro”. Los ministerios
Doumergue, Flandin, Laval, los tres, con la infaltable participación de los
radicales humillados y comprometidos, han representado pequeñas variaciones
sobre un mismo y único tema.
Desde
que fue constituido el ministerio Sarraut, león Blum, cuya perspicacia tiene
dos dimensiones en lugar de tres, anunció: “Los últimos efectos del 6 de
febrero están destruidos en el plano parlamentario” (Le Populaire del 2 de febrero de 1936). ¡He aquí lo que se llama
pintar la sombra de un coche con la sombra de un pincel! ¡Cómo si se pudiera
suprimir “en el plano parlamentario” la presión de las bandas armadas del
capital financiero! ¡Cómo Si Sarraut pudiera no sentir esa presión y no temblar
ante ella! En realidad, el gobierno Sarraut-Flandin es una variedad de ese
mismo “bonapartismo” semiparlamentario, aunque ligeramente inclinado a la
“izquierda”. El propio Sarraut, refutando la acusación de haber tornado medidas
arbitrarias, respondió al Parlamento como no se lo podría hacer mejor: “Si mis
medidas son arbitrarias es porque quiero ser un árbitro”. Este aforismo no
hubiera quedado fuera de lugar en la boca de Napoleón III. Sarraut se siente no
el mandatario de un determinado partido o de un bloque de partido en el poder,
como lo quieren las reglas del parlamentarismo, sino un árbitro colocado por
sobre las clases y los partidos, como lo quieren las leyes del bonapartismo.
El agravamiento de la lucha de clases y, sobre
todo, la aparición en escena de las bandas armadas de la reacción no han
revolucionado menos a las organizaciones obreras. El Partido Socialista, que
jugaba pacíficamente el papel de quinta rueda en el carro de la III República,
se vio obligado a repudiar a medias sus tradiciones negociadoras e incluso a
romper con su ala derecha (neosocialistas). Al mismo tiempo, los comunistas
llevaron a cabo la evolución contraria, pero en una escala infinitamente más
vasta. Durante años, estos señores habían soñado con barricadas, conquista de
las calles, etc. (es cierto que este sueño tenía, sobre todo, un carácter
literario). Después del 6 de febrero, comprendiendo que la cosa iba en serio,
los artesanos de las barricadas se lanzaron hacia la derecha. El reflejo
espontáneo de estos charlatanes atemorizados coincidió de un modo asombroso con
la nueva orientación internacional de la diplomacia soviética.
Ante el peligro que representa la Alemania
hitleriana, la política del Kremlin se volvió hacia Francia. ¡Statu quo en las relaciones
internacionales! ¡Statu quo en el
régimen interior de Francia! ¿Esperanzas de revolución socialista? ¡Quimeras!
Los cuadros dirigentes del Kremlin no hablan del comunismo francés si no es con
desprecio. Es necesario, entonces, conservar lo que existe para no empeorar.
Como la democracia parlamentaria no se concibe en Francia sin los radicales,
procuremos que los socialistas los sostengan; ordenemos a los comunistas que no
molesten al bloque Blum-Herriot; si es posible, hagámoslos entrar a ellos
mismos en el bloque. ¡Ni disturbios, ni amenazas! Tal es la orientación del
Kremlin.
Cuando
Stalin repudia a la revolución mundial, los partidos burgueses franceses no
quieren creerle. ¡Grave error! En política, una confianza ciega no es,
evidentemente, una virtud superior. Pero no vale más una desconfianza ciega.
Hay que saber confrontar las palabras con los actos y discernir la tendencia
general de la evolución para muchos años. La política de Stalin, que está
determinada por los intereses de La burocracia soviética privilegiada, se ha
vuelto profundamente conservadora. La burguesía francesa tiene todos los
motivos para tener confianza en Stalin. El proletariado francés tiene otras
tantas razones para desconfiar.
En
el congreso de unidad en Toulouse, el “comunista” Racamond ha dado una formula
de la política del Frente Popular, digna de pasar a la posteridad: “¿Cómo
vencer la timidez del Partido Radical’? “ ¿Cómo vencer el temor al proletariado
que siente la burguesía’? Muy simple: los terribles revolucionarios deben
arrojar el cuchillo que llevaban entre los dientes, peinarse con gomina y
adoptar la sonrisa de la más encantadora de las odaliscas: el prototipo ha de
ser el Vaillant—Couturier último modelo. Bajo la presión de los “comunistas”
engominados, que empujan con todas sus fuerzas hacia la derecha a los
socialistas que se dirigían hacia la izquierda, Blum debió cambiar de
orientación una vez más. Lo hizo felizmente, en el sentido habitual. Así se
formó el Frente Popular: compañía de seguros de radicales en bancarrota, a
costa del capital de las organizaciones obreras.
El
radicalismo es inseparable de la masonería. Con esto está todo dicho. Durante
los debates que tuvieron lugar en la Cámara de Diputados sobre las Ligas, el señor
Xavier-Vallat recordó que Trotsky, en una época, había “prohibido” a los
comunistas adherir a las logias masónicas. El señor Jammy-Schmidt que,
aparentemente, es una autoridad en la materia, se apresuró a explicar esta
prohibición por la incompatibilidad del bolchevismo despótico con el “espíritu
de la libertad”. No vemos la necesidad de polemizar sobre el tema con el
diputado radical. Pero aún hoy estimamos que el representante obrero que va a
buscar su inspiración o su consuelo en la insulsa religión masónica de la
colaboración de clases, no merece la menor confianza. No es por casualidad que
el Cartel ha sido completado mediante una amplia participación de los
socialistas en las logias masónicas. Pero ha llegado para los comunistas
arrepentidos el tiempo de ceñir ellos mismos el delantal. Por lo demás, en
delantal, para los compañeros recientemente iniciados será mucho más cómodo
servir a los viejos patrones del Cartel.
El Frente Popular, se nos dice no sin indignación,
no es en absoluto un cartel, sino un movimiento de masas. Por cierto, no faltan
las definiciones pomposas, pero ellas no cambian las cosas para nada. El
objetivo del Cartel ha sido siempre el de frenar
el movimiento de masas orientándolo hacia la colaboración de clases. El
Frente Popular tiene exactamente el mismo objetivo. La diferencia entre dos —y
no es pequeña— es que el Cartel tradicional ha sido aplicado en las épocas de
estabilidad y de calma del régimen parlamentario. Pero hoy que las masas están
impacientes y listas a explotar, se ha hecho necesario un freno más sólido,
con la participación de los “comunistas”. Los actos comunes, las marchas con
gran espectáculo, los juramentos, la unión de la bandera de la Comuna con la
bandera de Versalles, la gritería, la demagogia, todo esto no tiene más que un
objetivo: contener y desmoralizar al movimiento de masas.
Para justificarse ante las derechas, Sarraut
declaró en la Cámara que sus concesiones inofensivas al Frente Popular no
constituyen nada más que la válvula de
seguridad del régimen. Esta franqueza podría parecer imprudente. Pero la
extrema izquierda la cubrió de aplausos. Sarraut no tenia por qué preocuparse.
De todos modos logró dar, quizás sin querer, una definición del Frente Popular:
una válvula de seguridad contra el movimiento de masas. ¡En general, el señor
Sarraut tiene buena mano para los aforismos!
La política exterior es La continuación de la
política interior. Habiendo abandonado completamente el punto de vista del
proletariado, Blum, Cachin y CIA. adoptan -bajo el disfraz de la “seguridad
colectiva” y del “derecho internacional”— el punto de vista del imperialismo
nacional. Preparan la misma política de abdicación y de chatura que han seguido
de 1914 a 1918, agregando únicamente: “por La defensa de La URSS”. ¡Sin embargo,
de 1918 a 1923, cuando la diplomacia soviética se vio frecuentemente obligada a
andar con rodeos y aceptar acuerdos, jamás se le ocurrió a una sola sección de
la Internacional Comunista que podía hacer un bloque con su burguesía! Por si
solo, ¿esto no es una prueba suficiente de la sinceridad de Stalin cuando
repudia La revolución mundial?
Por
los mismos motivos que tienen los jefes actuales de la Internacional Comunista
para prenderse a las ubres de la “democracia” en el periodo de su agonía,
descubren el rostro radiante de la Sociedad de las Naciones ahora que ésta ya
está con el estertor de la muerte. Así se ha creado una plataforma común de
política exterior entre los radicales y la Unión Soviética. El programa
interior del Frente Popular es una mezcla de lugares comunes que permiten una
interpretación tan libre como las Convenciones de Ginebra. El sentido general
del programa es éste: nada de cambios. Ahora bien, las masas quieren el cambio
y en esto reside el fondo de la crisis política.
Desarmando
políticamente al proletariado, los Blum, Paul Faure, Cachin, Thorez, se
interesan sobre todo en que éste no se arme físicamente. La propaganda de estos
señores no se diferencia de los sermones religiosos sobre La superioridad de
los principios morales. Engels, que enseñaba que la posesión del poder del
Estado es una cuestión de bandas armadas, Marx, que veía la insurrección como
un arte, aparecen a los ojos de los diputados, senadores e intendentes actuales
del Frente Popular como salvajes de la Edad Media. Le Populaire ha publicado por centésima vez un dibujo representando
un obrero desarmado con el siguiente epígrafe:
“Comprendan
que nuestros puños desnudos son más sólidos que sus cachiporras”. ¡Que
espléndido desprecio por la técnica militar! En comparación, el propio Negus [2]
tiene un punto de vista más avanzado. Para esta gente, no existen los golpes de
Estado en Italia, Alemania y Austria. ¿Dejarán de glorificar a los “puños
desnudos” cuando De La Rocque les ponga las esposas? ¡Por momentos, uno llega
casi a lamentar que no se pueda hacer sufrir esta experiencia separadamente a
los señores dirigentes, sin que tengan que sufrirla las masas!
Visto
desde el ángulo del régimen burgués, el Frente Popular es un episodio de la
rivalidad entre el radicalismo y el fascismo para ganar la atención y los
favores del gran capital. Confraternizando de modo teatral con los socialistas
y los comunistas, los radicales quieren mostrar al patrón que el régimen no
está tan enfermo como lo pretenden las derechas; que el peligro de revolución
es
(*)
137
I
exagerado;
que el propio Vaillant-Couturier ha cambiado su cuchillo por un collar; que
mediante los “revolucionarios” domesticados se puede disciplinar a las masas
obreras y, en consecuencia, salvar del fracaso al régimen parlamentario.
Sin
embargo, no todos los radicales creen en esta maniobra; los más serios e
influyentes, con Herriot a la cabeza, prefieren adoptar una actitud de espera.
Pero en definitiva, ellos mismos no pueden proponer otra cosa. La crisis del
parlamentarismo es antes que nada una crisis de confianza del elector respecto
del radicalismo.
En
tanto no se haya descubierto el medio de rejuvenecer a! capitalismo, no habrá
receta para salvar al partido radical. Este no puede elegir más que entre
diferentes géneros de muerte política. Un éxito relativo en las próximas
elecciones no impediría y ni siquiera retrasaría por mucho tiempo su derrumbe.
Los
jefes del Partido Socialista, Los políticos más despreocupados de Francia, no
se inquietan por la sociología del Frente Popular: nadie puede sacar nada de
interesante de los interminables monólogos de León Blum. En cuanto a los
comunistas, que están enormemente orgullosos de haber tornado la iniciativa de
la colaboración con La burguesía, presentan al Frente Popular como la alianza del proletariado con las clases
medias. 1Qué parodia de marxismo! No, el partido radical no es
el partido de La pequeña burguesía. No es siquiera un “bloque de la mediana y
pequeña burguesía”, según la absurda definición de Pravda. No solamente la mediana burguesía explota a La pequeña
burguesía, tanto en el piano económico como en el político, sino que ella misma
es un agente del capital financiero. Rotular con el nombre de “bloque”
relaciones políticas jerárquicas fundadas sobre la explotación, es burlarse de
la realidad. Un hombre a caballo no es un bloque entre un hombre y un caballo.
Si el partido de Herriot-Daladier tiene raíces en las masas pequeño burguesas
y, en cierta medida, hasta en los medios obreros, es Únicamente con el objetivo
de engañarlos en beneficio del régimen capitalista. Los radicales son el partido democrático del imperialismo francés: toda
otra definición es una mentira.
La
crisis del sistema capitalista desarma a los radicales, arrebatándoles los
medios tradicionales que les permitían adormecer a la pequeña burguesía. Las
“clases medias” comienzan a sentir, si no a comprender, que no se salvará la
situación mediante reformas miserables y que se ha vuelto necesaria una audaz
refundición del régimen actual. Pero radicalismo y audacia marchan juntos como
el agua y el fuego. El fascismo se alimenta sobre todo de la creciente
desconfianza de la pequeña burguesía hacia el radicalismo. Puede decirse sin
exagerar que la suerte política de Francia no tardará en decidirse en gran
medida, según la manera en que el radicalismo sea liquidado y según que sea el
fascismo o el partido del proletariado quien tome su sucesión, es decir que
herede su influencia sobre las masas pequeño burguesas.
Un
principio elemental de la estrategia marxista es que la alianza del
proletariado con !a pequeña burguesía de las ciudades y el campo debe
realizarse únicamente en la lucha irreductible contra su representación
parlamentaria tradicional. Para ganar al campesino para el obrero, hay que
separarlo del político radical que lo ata al carro del capital financiero. Por
el contrario, el Frente Popular, complot de la burocracia obrera con los peores
explotadores políticos de las clases medias, es simplemente susceptible de
matar la fe de las masas en los métodos revolucionarios y de arrojarlas a los
brazos de la contrarrevolución fascista,
Por
difícil que sea creerlo, no es menos cierto que algunos cínicos tratan de
justificar la política del Frente Popular haciendo referencia a Lenin que, al
parecer, ha demostrado que no se puede prescindir de “compromisos” y
especialmente de acuerdos con otros partidos. Para los jefes actuales de la
Internacional Comunista, ultrajar a Lenin se ha convertido en una regla:
pisotean la doctrina del fundador del partido bolchevique y enseguida van a
postrarse ante su mausoleo, en Moscú.
Lenin
comenzó su tarea en la Rusia zarista. donde no solamente los obreros, los
campesinos y los intelectuales combatían al antiguo régimen, sino que también
lo hacían amplios medios burgueses. Si, de un modo general, la política del
Frente Popular hubiera podido tener su justificación, seria imaginable en un
país que aún no hubiera realizado su revolución burguesa. ¿Los señores
falsificadores podrían indicar en qué fase, en qué momentos y en qué circunstancias
el partido bolchevique ha realizado en Rusia un simulacro de Frente Popular?
¡Qué hagan trabajar sus meninges y escarben en los documentos históricos!
Los
bolcheviques han realizado acuerdos prácticos con las organizaciones
revolucionarias pequeño burguesas para el transporte clandestino de
publicaciones revolucionarias y algunas veces para la organización en común de
una manifestación o para responder a las bandas de pogromistas. Cuando las
elecciones a la Duma, han recurrido, en ciertas circunstancias y en la elección
de segundo grado [3], a bloques
electorales con los mencheviques y los socialistas revolucionarios. Eso es
todo. Ni “programas” comunes, ni organizaciones permanentes, ni renuncia a
criticar a los aliados circunstanciales. Este tipo de acuerdos y de compromisos
episódicos, estrictamente limitados a objetivos precisos —los únicos que Lenin
tomaba en cuenta- nada tenían en común con el Frente Popular, que representa un
conglomerado de organizaciones heterogéneas, una alianza duradera de clases
diferentes ligadas para todo un periodo — ¡y
qué periodo! — por una política y un programa común: por una política de
ostentación, de declamación y de polvo en los ojos. En la primera prueba seria,
el Frente Popular se romperá y todas sus partes constituyentes saldrán de él
profundamente agrietadas. La política del Frente Popular es una política de
traición.
La regla del bolchevismo en lo que hace a los
bloques era la siguiente: 1Marchar
separados, golpear juntos! La regla de los jefes actuales de la
Internacional Comunista es: Marchar
juntos para ser golpeados por separado. Que esos señores se aferren a
Stalin y a Dimitrov, pero que dejen a Lenin en paz.
Es imposible no indignarse cuando se leen declaraciones
de jefes jactanciosos que pretenden que el Frente Popular ha “salvado” a
Francia del fascismo; en realidad, esto quiere decir simplemente que nuestros
héroes aterrorizados se han salvado de un terror aun mayor, gracias a sus
estímulos mutuos. ¿Por cuánto tiempo? Entre el primer levantamiento de Hitler y
su llegada a! poder, han transcurrido diez años marcados por alternativas de
flujo y reflujo. En esa época, los Blum y los Cachin alemanes han proclamado
muchas veces su “victoria” sobre el nacional-socialismo. No les creímos y no
nos equivocábamos. A pesar de todo, esta experiencia no ha enseñado nada a los
primos franceses de Wels y Thaelmann. Desde luego, en Alemania, los comunistas
no han participado en el Frente Popular que agrupaba a la socialdemocracia, la
burguesía de izquierda y el Centro católico (¡“alianza del proletariado con las
clases medias”! ). En ese periodo, la Internacional Comunista repudiaba incluso
los acuerdos para la lucha entre las organizaciones obreras contra el fascismo.
Los resultados son conocidos. Nuestra más calurosa simpatía por Thaelmann, en
tanto que prisionero de los verdugos, no puede impedirnos decir que su
política, es decir la política de Stalin, ha hecho más por la victoria de
Hitler que la propia política de Hitler. Habiendo cambiado de casaca, la
Internacional Comunista aplica hoy en Francia, la política suficientemente
conocida de la socialdemocracia alemana. ¿Es verdaderamente tan difícil prever
los resultados de esto?
Las
próximas elecciones parlamentarias, cualquiera que sea su resultado, no traerán
por sí mismas, cambios serios en la
situación: en definitiva, los electores están obligados a elegir entre un
árbitro del tipo Laval y un árbitro del tipo Herriot-Daladier. Pero como
Herriot ha colaborado tranquilamente con Laval y Daladier los ha apoyado a
ambos, la diferencia que los separa, si se La mide con la escala de los
problemas históricos planteados, es insignificante.
Creer
que Herriot-Daladier son capaces de declarar la guerra a las “doscientas familias”
que gobiernan Francia, es engañar desvergonzadamente al pueblo. Las doscientas
familias no están suspendidas entre el cielo y la tierra; constituyen el
coronamiento orgánico del sistema del capital financiero. Para habérselas con
las doscientas familias, hay que derribar el régimen económico y político en
cuyo mantenimiento Herriot y Daladier no están menos interesados que Tardieu y
de la Rocque. No se trata de la lucha de la “nación” contra algunos feudales,
como lo representa L ‘Humanité, sino de la lucha del proletariado contra la
burguesía, de la lucha de clases que no puede ser zanjada más que por la
revolución. El complot anti-obrero de los jefes del Frente Popular se ha
convertido en el principal obstáculo en este camino.
No
puede decirse de antemano por cuanto tiempo aún continuarán sucediéndose en
Francia ministerios semi-parlamentarios, semi-bonapartistas, y por qué fases
precisas pasará el país en el curso del período próximo. Esto dependerá de la
coyuntura económica nacional y mundial, de la atmósfera internacional, de la
situación en la URSS, del grado de estabilidad del fascismo italiano y alemán,
de la marcha de los acontecimientos en España, y en fin —y este no es el factor menos importante— de la visión y de la
actividad de los elementos de vanguardia del proletariado francés. Las
convulsiones del franco pueden apresurar el desenlace. Una cooperación más
estrecha de Francia con Inglaterra puede retardarlo. De cualquier modo, la
agonía de la “democracia” puede durar mucho más en Francia que lo que el
periodo prefascista Brüning-Papen-Schleicher ha durado en Alemania, pero no
dejará por eso de ser una agonía. La democracia será barrida. La cuestión es
únicamente saber quién la barrerá.
La lucha contra las “doscientas familias”, contra
el fascismo y la guerra —por la paz, el pan, la libertad y otras bellas cosas-
es, o bien un engaño, o bien una lucha para derribar al capitalismo. El
problema de la conquista revolucionaria del poder se plantea ante los
trabajadores franceses, no como un objetivo lejano, sino como una tarea del
periodo que se abre. Ahora bien, los jefes socialistas y Comunistas no solo se
niegan a proceder a la movilización revolucionaria del proletariado, sino que
se oponen a ella con todas sus fuerzas. Al mismo tiempo que confraternizan con
la burguesía, acosan y expulsan a los bolcheviques. ¡Ta1 es la violencia de su
odio hacia la revolución y del miedo que les inspira! ¡En esta situación, el
peor papel es el jugado por los seudo-revolucionarios del tipo de Marceau
Pivert, que prometen derrocar a la burguesía, pero únicamente con el permiso de
León Blum’
Toda la marcha del movimiento obrero francés en el
curso de estos últimos doce años ha puesto a la orden del día La necesidad de
crear un nuevo partido revolucionario.
Querer adivinar si los acontecimientos dejarán ‘suficiente” tiempo para formar el
nuevo partido, es darse a la más estéril de las ocupaciones. Los recursos de la
historia en lo que hace a diversas posibilidades,
formas de transición, etapas, aceleraciones y retrasos, son inagotables Bajo el
imperio de las dificultades económicas, el fascismo puede tomar la ofensiva
prematuramente y sufrir una derrota. De ello resultará un respiro duradero. Por
el contrario, puede adoptar, por prudencia, durante un largo tiempo, una
actitud de espera y, de ese modo, ofrecer nuevas oportunidades a las
organizaciones revolucionarias. El Frente Popular puede romperse por sus
contradicciones antes de que el fascismo sea capaz de librar una batalla
general: de lo que resultará un período de reagrupamientos y de escisiones en
los partidos obreros y una rápida cristalización de una vanguardia
revolucionaria. Los movimientos espontáneos de las masas, según el ejemplo de
Toulon y de Brest, pueden tomar una gran amplitud y crear un punto de apoyo
seguro para la palanca revolucionaria En fin, aun una victoria del fascismo en
Francia, lo que teóricamente no es imposible, no significa que permanecerá en
el poder por mil años, como lo anuncia Hitler, ni que esta victoria le acordará
un periodo como el otorgado a Mussolini. Si el crepúsculo del fascismo
comenzara en Italia o en Alemania, no tardaría en extenderse a Francia. En la
hipótesis menos favorable, construir un partido revolucionario es apresurar la
hora de la revancha, Los sabios que se desentienden de esta tarea urgente,
pretendiendo que las “condiciones no están maduras”, no hacen sino demostrar
que ellos mismos no están maduros para esas condiciones.
Los
marxistas franceses, como los de todos los países, deben en cierto sentido,
comenzar de nuevo, pero en un grado históricamente más elevado que sus
predecesores. La caída de la Internacional Comunista, más vergonzosa que la
caída de la socialdemocracia en 1914, perturba considerablemente en su comienzo
la marcha hacia adelante. El reclutamiento de nuevos cuadros se hace con
lentitud en el curso de un lucha cruel en el seno de la clase obrera contra el
frente único de la burocracia reaccionaria y patriota. Por otro lado, estas
dificultades, que no se han precipitado por casualidad sobre el proletariado,
constituyen un factor importante para una buena selección y un sólido temple de
las primeras falanges del nuevo partido y de la nueva internacional;
Sólo
una ínfima parte de los cuadros de la
internacional Comunista habían comenzado su educación revolucionaria al
comienzo de la guerra, antes de la revolución de Octubre, Todos ellos, casi sin
excepción, se encuentran actualmente
fuera de la III Internacional. La línea siguiente adhirió a la Revolución de
Octubre cuando ésta ya habla triunfado: cuando era más fácil. Pero incluso de
esta segunda línea no queda más que poca cosa. La mayor parte de los cuadros
actuales de la internacional Comunista se ha adherido no al programa
bolchevique, no a la bandera revolucionaria, sino a la burocracia soviética. No
son luchadores, sino funcionarios dóciles, ayudantes de campo, camareros. De
ahí que la III Internacional se descomponga de un modo tan poco glorioso en una
situación histórica rica en grandiosas posibilidades revolucionarias.
La
IV internacional se levanta sobre los hombros de sus tres antecesoras. Recibe
golpes de frente, de costado y de atrás. Los arribistas, los cobardes y los
filisteos nada tienen que hacer en sus filas. Una porción, inevitable al
comienzo, de sectarios y aventureros abandonará el movimiento a medida que éste
crezca. Dejemos que los pedantes y escépticos alcen los hombros a propósito de
las “pequeñas” organizaciones que publican “pequeños” periódicos y que lanzan
desafíos al mundo entero. Los revolucionarios serios pasarán al lado de ellos
con desprecio. También la Revolución de Octubre comenzó a caminar con zapatos
de niño...
Los poderosos partidos rusos socialista-revolucionario y menchevique, que durante meses formaron un “frente popular” con los cadetes [4], mordieron el polvo bajo los golpes de un “puñado de fanáticos” del bolchevismo. La socialdemocracia alemana, el Partido Comunista alemán y la socialdemocracia austríaca han hallado una muerte sin gloria bajo los golpes del fascismo. La época que va a comenzar para la humanidad europea no dejará en el movimiento obrero, rastros de todo lo que es ambiguo y está gangrenado. Todos estos Jouhaux, Citrine, Blum, Cachin, Vandervelde, Caballero, no son más que fantasmas. Las secciones de la II y la III Internacionales abandonarán la escena una tras otra sin pena ni gloria. Es inevitable un nuevo y grandioso reagrupamiento de las filas obreras. Los jóvenes cuadros revolucionarios adquirirán carne y sangre. La victoria no es concebible más que sobre la base de los métodos bolcheviques...
[1] Este estudio ha sido escrito como prefacio a la nueva edición de Terrorismo y Comunismo, aparecida bajo el título de Defensa del Terrorismo
[2] Negus: Título que se da al
emperador de Etiopía, país atrasado de Africa que en la época a que pertenece
este trabajo fue invadido por el
imperialismo italiano. (Trad.).
[3] La elección de diputados a la Duma se realizaba por medio de colegios
electorales, designados en segundo y tercer grado (Trad. franc.).
[4] Cadetes: miembros del Partido Demócrata Constitucional, organización política de la burguesía liberal rusa. (Trad.).