Volver al Indice |
Los grandes bolcheviques rusos se califican gustosos como "revolucionarios profesionales". A todos los verdaderos artífices de la transformación social, esta calificación les va perfectamente. Excluye de la actividad revolucionaria el diletantismo, el amateurismo, el deporte, la pose; sitúa definitivamente al militante en el mundo del trabajo, donde no se trata de "actitudes", ni de la naturaleza más o menos interesante de las tareas, ni del placer espiritual y moral de tener ideas "avanzadas". El oficio (o la profesión) llena la mayor parte de la vida de los que trabajan. Saben que es cosa seria, de la cual depende el pan cotidiano; saben también, más o menos conscientemente, que de ellos depende toda la vida social y el destino de los hombres.
El oficio de revolucionario exige un largo aprendizaje, conocimientos puramente técnicos, amor a la tarea tanto como entendimiento de la causa, los fines y los medios. Si, como es frecuente, se superpone a otro oficio para vivir, es el de revolucionario el que llena la vida y el otro no es sino algo accesorio. La Revolución Rusa pudo vencer porque en veinticinco años de actividad política había formado fuertes equipos de revolucionarios profesionales, preparados para realizar una obra casi sobrehumana.
Esta experiencia y esta verdad debieran estar presentes siempre en el espíritu de todo revolucionario digno de tal nombre. En la complejidad actual de la guerra de clases, se necesitan años de esfuerzo para formar un militante, pruebas, estudio, preparación consciente. Todo obrero animado del deseo de no pasar como un ser insignificante entre la masa explotada, sino de servir a su clase y vivir una vida más plena participando en el combate por la transformación social, deberá esforzarse por ser también, en la medida de lo posible, por pequeña que sea un revolucionario profesional... Y en el trabajo de partido, de sindicato o de grupo, deberá mostrarse -es lo que ahora nos ocupa- suficientemente al tanto de la vigilancia policial, incluso de la invisible, incluso de la inofensiva, como parece serlo en los períodos de calma, y descubrirla.
Las recomendaciones siguientes podrán servirle mucho.
No son por cierto un código completo de las reglas de la clandestinidad, ni siquiera de la precaución revolucionaria. No contienen ninguna receta sensacional. Son apenas reglas elementales. El buen sentido bastaría en rigor para sugerirlas. Pero, desgraciadamente, experiencias amargas demuestran que su enumeración no es superflua. La imprudencia de los revolucionarios es siempre el mejor auxiliar de la policía.
La vigilancia secreta, paso a paso, fundamento de toda vigilancia, es casi siempre fácil de descubrir. Todo militante deberá considerarse seguido permanentemente; por principio, jamás dejará de tomar las precauciones necesarias para impedir que lo sigan. En las ciudades grandes donde el tráfico es intenso, donde los medios de locomoción son variados, el éxito de la policía se debe exclusivamente a una culpable negligencia de los camaradas.
Las reglas más simples son: no dirigirse directamente a donde uno va; dar un rodeo por una calle poco frecuentada, para asegurarse de que no se está siendo seguido; en caso de duda, regresar sobre los propios pasos; en caso de advertir que se es seguido usar un medio de locomoción y transbordar.
Es un poco difícil "plantar" a los agentes en una ciudad pequeña; pero al hacerse ostensible, tal vigilancia pierde una gran parte de su valor.
Desconfiar de la imagen preconcebida del "agente de paisano". Este tiene frecuentemente una fisonomía bastante característica. Pero los buenos policías saben adaptarse a la variedad de sus tareas. El transeúnte más corriente, el obrero en mangas de camisa, el vendedor ambulante, el chofer, el soldado pueden ser policías. Prever la utilización de mujeres, de jóvenes y de niños entre ellos. Sabemos de una circular de la policía rusa recomendando emplear escolares en misiones que los agentes no podrían cumplir sin hacerse notar.
Cuidarse también de la enfadosa manía de ver un soplón en todo el que pasa.
Escribir lo menos posible. Mejor no escribir. No tomar notas sobre temas delicados: más vale memorizar ciertas cosas que tomarlas por escrito. Para ello, ejercitarse en retener por procedimientos mnemotécnicos las direcciones y particularmente los números de las calles.
La libreta
Las cartas
Variar las designaciones convencionales.
Evitar todas las precisiones (de lugar, de trabajo, de fecha, de carácter, etc.).
Saber recurrir, aun sin entendimiento previo, a estratagemas que siempre deberán ser muy sencillas, y trivializar la información. No decir, por ejemplo: "el camarada Pedro fue detenido", sino "el tío Peter cayó enfermo repentinamente".
Recibir la correspondencia a través de terceros.
Sellar bien las cartas. No considerar los sellos de cera como garantía absoluta; hacerlos muy delgados; los más gruesos son más fáciles de despegar.
Un buen método consiste en pegar la carta por detrás de la cubierta y recubrir la pestaña con un elegante sello de cera.
Recordar siempre:
"Dame tres líneas escritas por un hombre y te lo haré detener."
Expresión de un axioma familiar de todas las policías.
· Desconfiar de los teléfonos. No hay nada más fácil de controlar.
La conversación telefónica entre dos aparatos públicos (en cafés, teléfonos automáticos, estaciones) presenta menos inconvenientes.
No hacer citas por teléfono más que en términos convencionales.
· Conocer bien los lugares, En caso de necesidad, estudiarlos con antelación en un plano. Fijarse en las casas, los pasajes, los lugares públicos (estaciones, museos, cafés, grandes tiendas) que tengan varias salidas.
· En un lugar público, en el tren, en una visita privada, tener presentes las posibilidades de observación y por lo tanto del alumbrado. Tratar de observar bien sin ser observado a la vez. Es bueno sentarse de preferencia a contraluz: se ve bien y a la vez se es menos visible. No es bueno dejarse ver en una ventana.
Tener como principio que, en la actividad ilegal, un militante no debe saber sino aquello que es útil que sepa; y que frecuentemente es peligroso saber o dar a conocer más.
Mientras menos conocida es una tarea, más seguridad y posibilidades de éxito ofrece.
Cuidarse de la inclinación a las confidencias. Saber callar: callarse es un deber hacia el partido, hacia la revolución.
Saber ignorar voluntariamente aquello que no se debe conocer.
Es un error, que puede llegar a ser grave, confiarle al amigo mas íntimo, a la novia, al camarada más seguro, un secreto de partido que no es indispensable que conozca. A veces es algo que puede dañarlos a ellos; porque se es responsable de lo que se sabe, y esa responsabilidad puede estar cargada de consecuencias.
No molestarse ni ofenderse por el silencio de un camarada. Ello no es indice de falta de confianza, sino más bien de una estima fraternal y de una conciencia que debe ser común del deber revolucionario.
Mantener absolutamente la sangre fría. No dejarse intimidar ni provocar.
No responder a ningún interrogatorio sin estar asistido por un defensor y antes de haberse aconsejado con éste que, de ser posible, deberá ser un camarada del partido. O, en su defecto, sin haber reflexionado suficientemente. Toda la prensa revolucionaria rusa publicaba otrora, en grandes caracteres, esta constante recomendación:
En principio: no decir nada.
Explicarse es peligroso; se está en manos de profesionales capaces de sacar partido de la menor palabra. Toda "explicación" les proporcionará información valiosa.
Mentir es extremadamente peligroso; es difícil construir una historia sin defectos demasiado evidentes. Es casi imposible improvisarla.
No tratar de hacerse el más astuto: la desproporción de fuerzas es demasiado grande.
Los reincidentes escriben en los muros de las prisiones esta enérgica recomendación que puede ser aprovechada por los revolucionarios: "¡No confesar jamás!"
Cuando se niega algo, negarlo de plano. Saber que el adversario es capaz de todo.(1)
No dejarse sorprender ni desconcertar por el clásico:
  -¡Lo sabemos todo!
Esto nunca es cierto. Es un truco impúdico usado por todas las policías y por todos los jueces de instrucción con todos los detenidos.
No dejarse intimidar por la sempiterna amenaza:
  -¡Le costará caro!
Las confesiones, las malas justificaciones, la creencia en triquiñuelas, los momentos de pánico si pueden costar caros; pero cualquiera que sea la situación de un acusado, una defensa firme y hermética, construida de muchos silencios y de pocas afirmaciones y negaciones, sólidas, no puede más que mejorarla.
No creer en nada: es también un argumento clásico cuando se nos dice:
  -Ya lo sabemos todo por boca de su compañero tal y tal!
No creer en nada, ni aunque traten de probarlo. Con unos pocos indicios hábilmente reunidos, el enemigo es capaz de fingir un conocimiento profundo de las cosas. Incluso si algún Tal "ya lo dijo todo", esto ha de ser una razón más para redoblar la circunspección.
No saber o saber lo menos posible sobre quiénes se nos está preguntando.
En las confrontaciones: conservar la sangre fría. No manifestar asombro. Insistamos: no decir nada.
Jamás firmar un documento sin haberlo leído bien y comprendido completamente. A la menor duda, negarse a firmarlo.
Si la acusación se basa en una falsedad -lo cual es frecuente- no indignarse: dejarla pasar antes de combatirla. No hacer nada más sin ayuda del defensor, que debe ser un camarada.
No ceder a la inclinación, inculcada por la educación idealista burguesa, de establecer o restablecer "la verdad".
En el conflicto social no hay verdad común para las clases explotadas y para las clases explotadoras.
No hay verdad -ni pequeña ni grande- impersonal, suprema, imperante que esté por encima de la lucha de clases.
Para la clase propietaria, la verdad es su derecho: su derecho a explotar, a expoliar, a legislar; a acorralar a los que quieren un futuro mejor, a golpear sin piedad a los difusores de la conciencia de clase del proletariado: llaman verdad al engaño útil. Verdad científica, dicen sus sociólogos, la eternidad de la propiedad individual (abolida por los soviets). Verdad legal es una irritante falsedad: ¡la igualdad de pobres y ricos ante la ley! Verdad oficial, la imparcialidad de la justicia, arma de una clase contra las otras.
La verdad de ellos no es la nuestra.
A los jueces de la clase burguesa, el militante no tiene por qué darles cuenta de sus actos ni tiene por qué tenerle respeto a ninguna pretendida verdad. Llega coaccionado frente a ellos. Sufre violencia. Su única meta debe ser servir también aquí a la clase obrera. Por ella, puede hablar, hacer del banquillo de los acusados una tribuna, convertirse de acusado en acusador. Por ella debe saber callar. O defenderse inteligentemente para reconquistar con la libertad sus posibilidades de acción.
La verdad no se la debemos sino a nuestros camaradas, a nuestra clase, a nuestro partido.
Frente a jueces y policías, no olvidarse de que son sirvientes de los ricos, encargados de las más viles tareas.
Que si son los más fuertes, somos nosotros entonces los que, necesariamente, tenemos razón contra ellos; que ellos defienden servilmente un orden inicuo, malvado, condenado por el mismo desarrollo histórico, mientras que nosotros trabajamos por la única causa noble de nuestro tiempo: la transformación del mundo por la liberación del trabajo.
La aplicación de estas cuantas reglas exige una cualidad que todo militante debiera tratar de cultivar: la ingeniosidad.
...Un camarada llega a una casa vigilada, va al departamento situado en el cuarto piso. Apenas llega a las escaleras, tres sujetos de aspecto patibulario lo siguen. Van en la misma dirección. En el segundo piso el camarada se detiene, toca a la puerta de un médico y pregunta por las horas de consulta. Los policías siguen de largo.
Perseguido en una calle de Petrogrado y a punto de ser aprehendido por sus seguidores, un revolucionario se resguarda sorpresivamente en el quicio de una puerta, blandiendo en la mano un objeto negro. "¡ Cuidado con la bomba! " Los perseguidores hacen un gesto de retirada. El perseguido se esfuma por un pasillo: la casa tiene dos salidas. Se larga. ¡La bomba no era más que un sombrero enrollado!
En un país en el que toda literatura comunista está prohibida, un librero introduce al por mayor las memorias de John Rockefeller: Cómo me hice millonario. A partir de la cuarta página, el texto es de Lenin: La vía de la insurrección.
Cuidarse de las manías conspiradoras, de la pose de iniciado, de los aires de misterio, de dramatizar los casos simples, de la actitud "conspiradora". La mayor virtud de un revolucionario es la sencillez, el desprecio de toda pose, incluso... "revolucionaria", y principalmente conspiradora.
___________________ NOTAS
1. Cuando Egor Sazónov colocó su bomba bajo la carroza de von Plehve (Petersburgo, 1905), el ministro quedó muerto y el terrorista gravemente herido. Al trasladarlo al hospital, el herido fue rodeado por hábiles soplones, a los que se les dio la orden de taquigrafiar cualquier palabra que pronunciara durante su delirio. En cuanto Sazónov recobró la conciencia, fue interrogado con rudeza. Desde la prisión escribió a sus camaradas: "¡Recuerden que el enemigo es infinitamente vil! " La Ojrana llegó a la impudicia de enviar abogados falsos a los inculpados.
I. Seguir los pasos
II. La correspondencia y los apuntes
  En caso necesario, tomar notas inteligibles sólo para uno mismo. Cada quien inventará procedimientos de abreviatura, de inversión y de cambio de las cifras (24 por 42; 1 significa g, g significa 1, etc.). Poner, uno mismo, nombre a las plazas, a las calles, etc.; para disminuir las posibilidades de error, valerse de asociaciones de ideas (la calle Lenoir* se convertirá en La Negra; la calle Lepica... en erizo o espina, etc.).
  Con la correspondencia, tomar en cuenta los gabinetes negros. Decir lo mínimo de lo que haya que decir, esforzándose por no ser comprendido más que por el destinatario. No mencionar terceros sin necesidad. En caso de necesidad, recordar que un nombre es mejor que un apellido, y que una inicial sobre todo convencional, es mejor que un nombre.
III. Conducta general
IV. Entre compañeros
V. En caso de detención
"¡Camaradas, no hagan declaraciones!
¡No digan nada!"
VI. Frente a jueces y policías
VII. Ingeniosidad
VIII. Una recomendación fundamental
<< Lea el Capitulo 2 | Lea el Capitulo 4 >> |