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Sin una visión clara de este problema, el conocimiento de los métodos y procedimientos policiales no tendría ninguna utilidad práctica.
El fetichismo de la legalidad fue y sigue siendo uno de los rasgos característicos del socialismo favorable a la colaboración de clases. Lo cual conlleva la creencia en la posibilidad de transformar el orden capitalista sin entrar en conflicto con sus privilegiados. Pero esto más que indicio de un candor poco compatible con la mentalidad de los políticos, lo es de la corrupción de los líderes. Instalados en una sociedad que fingen combatir, recomiendan respeto a las reglas del juego. La clase obrera no puede respetar la legalidad burguesa, salvo que ignore el verdadero papel del Estado, el carácter engañoso de la democracia; en pocas palabras, los principios básicos de la lucha de clases.
Si el trabajador sabe que el Estado es un haz de instituciones destinadas a defender los intereses de los propietarios contra los no-propietarios, es decir, a mantener la explotación del trabajo; que la ley, siempre promulgada por los ricos en contra de los pobres, es aplicada por magistrados invariablemente tomados de la clase dominante; que invariablemente la ley es aplicada con un riguroso espíritu de clase; que la coerción -que comienza con la pacífica orden del agente de policía y termina con el golpe de la guillotina, pasando por presidios y penitenciarías, es el ejercicio sistemático de la violencia legal contra los explotados, ese trabajador no puede ya considerar la legalidad más que como un hecho, del cual se deben conocer los diversos aspectos, sus diversas aplicaciones, las trampas, las consecuencias -y también las ventajas- de las cuales deberá sacar partido alguna vez, pero que no debe ser frente a su clase más que un obstáculo puramente material.
¿Es necesario que demostremos el carácter antiproletario de toda legalidad burguesa? Podría ser. En nuestra desigual lucha contra el viejo mundo, las demostraciones más sencillas deben hacerse una y otra vez. Nos bastará mencionar brevemente un número de hechos bastante conocidos. En todos los países, el movimiento obrero ha debido conquistar, a fuerza de combates prolongados por más de medio siglo, el derecho de asociación y de huelga. Este derecho aún no es reconocido, en la misma Francia, a los trabajadores del Estado y a los de las empresas consideradas de utilidad pública (¡como si no lo fueran todas!), tales como los ferroviarios. En los conflictos entre el capital y el trabajo, el ejército siempre ha intervenido contra el trabajo; nunca contra el capital. En los tribunales, la defensa de los pobres es poco menos que imposible, a causa de los gastos de toda acción judicial; en realidad, un obrero no puede ni intentar ni sostener un proceso. La inmensa mayoría de delitos y crímenes tiene por causa directa la miseria y entra en la categoría de atentados a la propiedad.
Las prisiones están pobladas de una inmensa mayoría de pobres. Hasta la guerra, en Bélgica, existía el sufragio censual: un capitalista, un cura, un oficial, frente a un solo abogado que contrabalanceaba los votos de dos o tres trabajadores, según el caso. En el momento en que escribimos se trata de restablecer el sufragio censual en Italia.
Respetar esta legalidad es cosa de tontos.
Sin embargo, desdeñarla no sería menos funesto. Sus ventajas para el movimiento obrero son tanto más reales cuanto menos ingenuo se es. El derecho a la existencia y a la acción legal es, para las organizaciones del proletariado, algo que se debe reconquistar y ampliar constantemente. Lo subrayamos porque la inclinación opuesta al fetichismo de la legalidad se manifiesta a veces entre los buenos revolucionarios, inclinados -por una especie de tendencia al menor esfuerzo en política (es más fácil conspirar que dirigir una acción de masas)- a cierto desdén por la acción legal. Nos parece que, en los países donde la reacción todavía no ha triunfado destruyendo las conquistas democráticas del pasado, los trabajadores deberán defender firmemente su situación legal, y en los otros países luchar por conquistarlas. En la misma Francia, la libertad de que goza el movimiento obrero necesita ser ampliada, y lo será sólo mediante la lucha. El derecho de asociación y de huelga es todavía negado o discutido a los funcionarios del Estado y a ciertas categorías de trabajadores; la libertad de manifestación es mucho menor que en los países anglosajones; las avanzadas de la defensa obrera todavía no han conquistado la calle y la legalidad como en Alemania y Austria.
Durante la guerra se vio a todos los gobiernos de los países beligerantes sustituir las instituciones democráticas por la dictadura militar (estado de sitio, supresión práctica del derecho de huelga, prórroga y receso de los parlamentos, omnipotencia de los generales, régimen de consejos de guerra). Las necesidades excepcionales de la defensa nacional les proporcionaban una justificación plausible. Desde que al acabar la guerra la marejada roja surgida de Rusia se desbordó por toda Europa, casi todos los Estados capitalistas -combatientes esta vez en la guerra de clases_, amenazados por el movimiento obrero, trataron como "papeluchos" los textos antes sagrados de sus propias legislaciones.
Los Estados bálticos (Finlandia, Estonia, Lituania, Letonia) y Polonia, Rumania, Yugoslavia, fraguaron contra la clase obrera leyes pérfidas no disfrazadas por ninguna hipocresía democrática. Bulgaria perfeccionó los efectos de su legislación canallesca con violencias extralegales. Hungría, Italia, España se contentaron con abolir, en lo tocante a obreros y campesinos, todo tipo de legalidad. Más cultivada, mejor organizada, Alemania estableció, sin recurrir a leyes de excepción, un régimen que podríamos llamar de terrorismo judicial y policiaco.(1) Los Estados Unidos aplican brutalmente sus leyes sobre el "sindicalismo criminal", el sabotaje y... ¡ espionaje! : miles de obreros fueron detenidos en virtud de un espionnage act promulgado durante la guerra contra los súbditos alemanes que habitaban en los EE UU.
No quedan en Europa más que los países escandinavos, Inglaterra, Francia y algunos pequeños países donde el movimiento obrero todavía goza del beneficio de la legalidad democrática. Se puede afirmar, sin temer ser desmentido por los acontecimientos, que con la primera crisis social realmente peligrosa este beneficio le será retirado irrestricta y vigorosamente. Indicios muy precisos reclaman nuestra atención. En noviembre de 1924, las elecciones británicas se hicieron sobre la base de una campaña anticomunista, en la que una falsa carta de Zinóviev, pretendidamente dirigida al partido laborista inglés e interceptada por un gabinete negro, proporcionaba la prueba de convicción principal. En Francia se trató en varias oportunidades de disolver la CGT. Si no nos equivocamos, esta disolución llegó a ser formalmente aprobada. Briand, en su tiempo, para romper la huelga de ferrocarriles llegó incluso a militarizar -ilegalmente- a los ferrocarrileros. El clemencismo* no pertenece a un pasado suficientemente lejano; y Poincaré ha demostrado, desde la ocupación del Ruhr, una evidente veleidad por imitarlo.
Ahora bien, para un partido revolucionario, dejarse sorprender por ser puesto fuera de la ley sería tanto como desaparecer. Por el contrario preparar el funcionamiento ilegal es tener la certeza de sobrevivir a todas las medidas de la represión. Tres ejemplos impresionantes, tomados de la historia cercana, ilustran esta verdad.
1. Un gran partido comunista que se deja sorprender al ser ilegalizado:
2. Un partido comunista que es destruido a medias:
3. Un gran partido comunista que no es sorprendido en absoluto:
La legalidad, por lo demás, tiene, en las democracias capitalistas más "avanzadas", limites que el proletariado no puede respetar sin condenarse a la derrota. La propaganda en el ejército, necesidad vital, no es legalmente tolerada. Sin la defección de por lo menos una parte del ejército, no hay revolución victoriosa. Esta es la ley de la historia. En todo ejército burgués, el partido del proletariado debe hacer nacer y cultivar tradiciones revolucionarias, poseer organizaciones ramificadas, tenaces en el trabajo, más vigilantes que el enemigo. La más democrática de las legalidades no tolerarla en absoluto la existencia de comités de acción donde precisamente son necesarios: en los nudos ferroviarios, en los puertos, en los arsenales, en los aeropuertos. La más democrática de las legalidades no tolera la propaganda comunista en las colonias: como prueba, la persecución de los militantes hindúes y egipcios por las autoridades inglesas; e igualmente el régimen de provocaciones policíacas instituido por las autoridades francesas en Túnez. En fin, no es necesario decir que los servicios de enlace internacionales deben siempre ser sustraídos a la curiosidad del espionaje estatal.
Nadie ha sostenido con más firmeza que Lenin -en la época de la fundación del partido bolchevique ruso y más tarde, durante la fundación de los partidos comunistas europeos- la necesidad de la organización revolucionaria ilegal. Nadie ha combatido más el fetichismo de la legalidad. En el II Congreso de la Socialdemocracia Rusa (Bruselas-Londres, 1903) la división de mencheviques y bolcheviques se asentó principalmente sobre la cuestión de la organización ilegal. La discusión del primer párrafo de los estatutos fue el motivo.
L. Mártov, quien habría de ser durante 20 años el líder del menchevismo, quería concederle la calidad de Miembro del partido a cualquiera que le prestara servicios a éste (bajo el control del partido), es decir, en realidad a los simpatizantes, numerosos sobre todo en los medios intelectuales, que se esforzarían a no comprometerse al punto de colaborar en la acción ilegal. Con brusquedad, Lenin sostuvo que para pertenecer al partido era necesario "participar en el trabajo de una de sus organizaciones" (ilegales). La discusión parecía excesivamente puntillosa. Pero Lenin tenía una inmensa razón. No se puede ser la mitad o una tercera parte de un revolucionario. El partido de la revolución debe aprovechar, es cierto, toda contribución; pero no puede contentarse con recibir, de parte de sus miembros una vaga simpatía, discreta, verbal, inactiva. Aquellos que no consienten en arriesgar por la clase obrera una situación material privilegiada, no deben estar en situación de ejercer una influencia determinante en el interior del partido. La actitud respecto a la ilegalidad fue para Lenin la piedra de toque que le sirvió para diferenciar a los verdaderos revolucionarios de los... otros.(3)
Deberá tenerse en cuenta otro factor: la existencia de policías privadas, extralegales, capaces de proporcionar a la burguesía excelentes manos armadas a sueldo.
Durante el conflicto mundial, los servicios de información de la Action Francaise se desempeñaron con un éxito notable como proveedores de los consejos de guerra de Clemenceau. Se sabe que Marius Plateau estuvo a la cabeza de la policía privada de la Ah. Por otra parte, un tal Jean Maxe, compilador y divagador intemperante de los Cahiers de L'antifrance, se consagró al espionaje de los movimientos de avanzada.(4)
Es muy poco probable que todas las formaciones reaccionarias inspiradas en el fascio italiano posean servicios de espionaje y de policía.
En Alemania, las fuerzas vitales de la reacción se concentran, desde el desarme oficial del país, en organizaciones más que semisecretas. La reacción ha comprendido que, incluso en los partidos secundados por el Estado, la clandestinidad es un recurso precioso. Se comprende que todas estas organizaciones asumen contra el proletariado más o menos las funciones de una policía oculta.
En Italia, el partido fascista no se contentó con disponer de la policía oficial. Tiene sus propios servicios de espionaje y contraespionaje. Por todas partes diseminó sus soplones, sus agentes secretos, sus provocadores, sus esbirros. Y fue esta mafia, a la vez policial y terrorista, la que "suprimió a Matteoti, además de muchos otros.
En los Estados Unidos, la participación de las policías privadas en los conflictos entre el capital y el trabajo ha tomado una amplitud temible. Las oficinas de célebres detectives privados proporcionan a los capitalistas soplones discretos, expertos provocadores, riflemen (tiradores de élite), guardias, capataces y también "militantes de trade unions" placenteramente corrompidos. Las compañías de detectives Pinkerton, Burns y Thiele poseen 100 oficinas y cerca de 10.000 sucursales; emplean, según se dice, 135.000 personas. Su presupuesto anual se calcula en 65 millones de dólares. Estas firmas son las creadoras del espionaje industrial, del espionaje en la fábrica, en el taller, en los astilleros, de oficina, de todo lugar donde trabajen asalariados. Han creado el prototipo del obrero soplón.(5)
Un sistema análogo, denunciado por Upton Sinclair, funciona en las universidades y en las escuelas de la gran democracia cantada por Walt Whitman.
Resumiendo: el estudio del mecanismo de la Ojrana nos revela que el fin inmediato de la policía es más el de conocer que el de reprimir. Conocer para poder reprimir a la hora señalada, en la medida deseada, si no totalmente. Frente a este sagaz adversario, poderoso y disimulado, un partido obrero carente de organizaciones clandestinas, un partido que no oculta nada, hace pensar en un hombre desarmado, sin abrigo, situado en la mira de un tirador bien parapetado. La seriedad del trabajo revolucionario no puede habitar una casa de cristal. El partido de la revolución debe organizarse para evitar lo más posible la vigilancia enemiga; con el fin de ocultar absolutamente sus resortes más importantes; con el fin, en los países todavía democráticos de no estar a merced de un bandazo a la derecha de la burguesía o de una declaración de guerra;(6) con el fin de inculcar a nuestros camaradas hábitos de acuerdo a tales necesidades.
________________________ NOTAS * Por Clemenceau, el llamado "estadista de hierro". [E.]
1. Una circular del ministro Jarres prescribía a las autoridades locales, en 1924, el arresto y la persecución de todos los militantes obreros revolucionarios. Se sabe que ella conllevó la detención de cerca de 7 000 comunistas.
2. El PC yugoslavo se reorganizó en la ilegalidad. Cuenta actualmente con varios miles de miembros.
3. Consultar al respecto, V. I. Lenin, ¿Qué hacer?
4. Jean Maxe fue identificado por la revista Les Humbles. Es un tal Jean Didier, residente en París (XVIIIe). A decir verdad, sus laboriosas compilaciones sobre "el complot clartista-judeo-germano-bolchevique" (¡uf!) Y más parecen literatura para chiflados que trabajo policial. Con todo, la burguesía francesa los aprecia.
5. Véase S. Howard y Robert W. Dunn, "The Labour Spy" (El obrero espía), en The New Republic, Nueva York; y la novela, de Upton Sinclair, 100%.
6. En lo sucesivo, en los grandes países capitalistas, toda guerra tenderá a desdoblarse cada vez más en una guerra de clases en el interior. La movilización industrial y el colocar a la nación entera en estado de guerra necesitan el aplastamiento previo del movimiento obrero revolucionario. Me he dedicado a demostrar, en una serie de artículos sobre la futura guerra, que la movilización será el estrangulamiento, tan repentino cuanto posible, del movimiento obrero. No aguantarán el golpe más que aquellos partidos, sindicatos y organizaciones que se hayan preparado. Sería útil examinar a fondo esas cuestiones.
I. Jamás ser ingenuo
II. Experiencia de posguerra: no dejarse sorprender
El PC de Yugoslavia, partido de masas, que contaba, en 1920, con más de 120 mil miembros y con 60 diputados en la Skúpchina, es disuelto en 1921, en cumplimiento de la Ley de Defensa del Estado. Su derrota es instantánea y total. Desaparece de la escena política.(2)
El Partido Comunista Italiano estaba obligado, desde antes de la subida de Mussolini al poder, a una existencia más que semi-ilegal como consecuencia de la persecución fascista. La furiosa represión -4000 detenciones de obreros en la primera semana de 1923- no logró quebrar en ningún momento al PCI, que, por el contrario, fortificado y ampliado, pasó de tener 10 000 miembros en 1923 a casi 30000 miembros en los comienzos de 1925.
A finales de 1923, después de los aprestos revolucionarios de octubre y de la insurrección de Hamburgo, el PC alemán es disuelto por el general von Seeckt. Provisto desde hacía mucho de flexibles organizaciones ilegales, logra continuar, sin embargo, su existencia normal. El gobierno debe muy poco después reconsiderar una medida cuya inanidad resulta evidente. El PC alemán sale de la ilegalidad con sus efectivos tan poco golpeados, que logra en las elecciones de 1924 más de tres millones y medio de votos.
III. Los límites de la acción revolucionaria legal
IV. Policías privadas
V.Conclusiones
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