Anton PANNEKOEK - Los Consejos Obreros - Capítulo segundo: La lucha
La revolución por la cual la clase trabajadora ganará el dominio y la libertad no es un solo evento de duración limitada. Es un proceso de organización, de autoeducación, en el cual los trabajadores desarrollan en forma gradual, a veces en ascenso progresivo y otras por pasos y saltos, la fuerza necesaria para vencer a la burguesía, destruir al capitalismo y construir su sistema de producción colectiva. Este proceso llenará una época de la historia de desconocida longitud, en cuyos inicios nos encontramos ahora. Aunque los detalles de su curso no pueden preverse, algunas de sus condiciones y circunstancias pueden ser tema actual de discusión.
Esta lucha no es comparable con una guerra regular entre potencias antagónicas similares. ¡Las fuerzas de los trabajadores son como un ejército que se reúne durante la batalla! Deben crecer por obra de la lucha misma, no se las puede determinar de antemano, y sólo pueden plantearse y alcanzar metas parciales. Si observamos retrospectivamente ia historia, discernimos una serie de acciones que como intentos de toma del poder parecen constituir otros tantos fracasos: desde el Cartismo, pasando por 1848, por la Comuna de París, hasta llegar a las revoluciones en Rusia y Alemania en 1917-1918. Pero hay una línea de progreso; cada intento sucesivo muestra un estadio superior de conciencia y fuerza. Sin embargo, si observamos la historia del movimiento obrero, vemos que en la lucha continua de la clase trabajadora hay altibajos, relacionados en su mayor parte con cambios en lo que respecta a la prosperidad industrial. Cuando comenzó a surgir la industria, cada crisis produjo miseria y movimientos de rebelión. La Revolución de 1848 en el continente europeo fue consecuencia de una grave depresión comercial combinada con malas cosechas. La depresión industrial de 1867 produjo una resurrección de la acción política en Inglaterra. La larga crisis de la década de 1880, con sus dramáticas cifras de desempleo, provocó acciones masivas, el surgimiento de la socialdemocracia en el continente europeo y el nuevo sindicalismo en Inglaterra. Pero en los años intermedios de prosperidad industrial, como son los períodos de 1850-70 y de 1895-1914, desapareció todo este espíritu de rebelión. Cuando florece el capitalismo y extiende su dominio en febril actividad, cuando abunda el trabajo y la actividad sindical es capaz de hacer elevar los salarios, los trabajadores no piensan en introducir ningún cambio en el sistema social. La clase capitalista va aumentando su riqueza y poder y está llena de confianza en sí misma, prevalece sobre los trabajadores y logra imbuirlos de su espíritu de nacionalismo. Formalmente los trabajadores pueden atenerse a las viejas consignas revolucionarias, pero en su subconsciente están contentos con el capitalismo, su visión se ha limitado; por lo tanto, aunque su número aumente, su poder declina. Esto continúa hasta que una nueva crisis los encuentra desprevenidos y tiene que volver a estimularlos a la lucha.
Así se plantea el problema de si la sociedad y la clase trabajadora estarán alguna vez maduras para la revolución, visto que el poder de lucha adquirido previamente se deteriora una y otra vez por el contentamiento que producen las sucesivas prosperidades. Para responder a esta pregunta es necesaajo examinar más detenidamente el desarrollo del capitalismo.
La alternancia de depresión y prosperidad en la industria no es una simple oscilación de aquí para allá. Cada movimiento oscilatorio va acompañado por una expansión. Después de cada quebranto en una crisis, el capitalismo fue capaz de rehacerse de nuevo expandiendo su dominio, sus mercados, su masa de producción y el producto. Mientras el capitalismo pueda expandirse aún más por el mundo y aumentar su volumen, será capaz de dar empleo a la masa de la población. Y mientras pueda satisfacer la primera demanda de un sistema de producción, o sea procurar medios de vida a sus miembros, logrará mantenerse, porque la dura necesidad no obligará a los trabajadores a ponerle término. Si el capitalismo pudiera seguir prosperando en su estadio más elevado de extensión, la revolución sería imposible y también innecesaria, pues sólo habría entonces la esperanza de que un aumento gradual de la cultura general corrigiera sus deficiencias.
Sin embargo, el capitalismo no es un sistema de producción normal o, en todo caso, estable. El capitalismo europeo, y luego el norteamericano, pudo aumentar la producción en forma tan continua y rápida porque estaba rodeado por un amplio mundo exterior no capitalista de producción en pequeña escala, fuente de materias primas y de mercados para sus productos. Se trataba de un estado de cosas artificial en el que había una separación entre un núcleo capitalista activo y un entorno dependiente y pasivo. Pero el núcleo se ha ido expandiendo cada vez más. La esencia de la economía capitalista es el crecimiento, la actividad, la expansión; toda pausa significa colapso y crisis. La razón consiste en que las ganancias se acumulan continuamente y forman nuevo capital, y éste busca invertirse para producir nuevas ganancias, de modo que la masa del capitalismo y la masa de los productos aumentan cada vez más rápidamente y se buscan febrilmente mercados. El capitalismo es entonces el gran poder revolucionador, que subvierte en todas partes las viejas condiciones de vida y va cambiando el aspecto de la tierra. Cada vez son más los millones de personas que salen de su producción doméstica aislada, autosuficiente, que se repitió durante largos siglos sin cambios notables, y entran en el remolino del comercio mundial. El capitalismo mismo, la explotación industrial, se introdujo en esas regiones, y pronto los clientes se volvieron competidores. En el siglo XIX de Inglaterra avanzó hacia Francia, Alemania, los Estados Unidos, Japón, y luego, en el siglo XX, invadió los grandes territorios asiáticos. Y primero como individuos en competencia, luego como Estados nacionales organizados, los capitalistas emprendieron la lucha por los mercados, las colonias y el poder mundial. Así se van incorporando al proceso y revolucionando dominios cada vez más amplios.
Pero la tierra es un globo, de extensión limitada. El descubrimiento de su dimensión finita acompañó al surgimiento del capitalismo hace cuatro siglos, y la comprensión de su dimensión finita marca ahora el fin del capitalismo. La población a someter es limitada. Una vez incorporados a los confines del capitalismo los centenares de millones de seres humanos que pueblan las fértiles llanuras de China y la India, la tarea principal de éste está terminada. Luego no quedarán grandes masas humanas que puedan ser objeto de sumisión. Quedan, sí, vastas zonas desiertas que hay que incorporar a los dominios del cultivo humano. Pero su explotación requiere la colaboración consciente de la humanidad organizada; los duros métodos de rapiña del capitalismo -el saqueo de la tierra que destruyó la fertiliaad- no sirven de nada en este caso. Su expansión posterior queda entonces detenida. No en forma de un impedimento súbito, sino gradualmente, como una dificultad creciente de vender sus productos e invertir capital. El ritmo del desarrollo se relaja, la producción va disminuyendo, el desempleo se transforma en una enfermedad vergonzosa. Entonces la lucha mutua de los capitalistas por el dominio mundial se hace más encarnizada, con guerras mundiales en ciernes.
De modo que difícilmente haya dudas de que cabe excluir una expansión ilimitada del capitalismo, que ofrezca posibilidades de vida duraderas para la población, debido al carácter económico mismo del sistema. Y de que llegará un tiempo en que el mal de la depresión, las calamidades del desempleo y los terrores de la guerra sean cada vez más fuertes. Entonces la clase trabajadora, aunque aún no se rebele, deberá despertar y luchar. Entonces los trabajadores deberán elegir entre sucumbir inertes o luchar con energía para conquistar la libertad. Entonces tendrán que asumir su tarea de crear un mundo mejor partiendo del caos del capitalismo en decadencia.
¿Lucharán? La historia humana es una serie incesante de luchas; y Clausewitz, el conocido teórico alemán de la guerra, afirmaba sobre la base de la historia que el hombre es, en su íntima naturaleza, un ser guerrero. Pero otros, tanto escépticos como esforzados revolucionarios, ante la timidez, la sumisión y la indiferencia de las masas, desesperan a menudo del futuro. De modo que tendremos que examinar un poco más profundamente las fuerzas y efectos psicológicos.
El impulso dominante y más profundo del hombre, como de todo ser viviente, es el de conservación. Este lo obliga a defender su vida con todas sus fuerzas. El temor y la sumisión son también efecto de este instinto, pues ofrecen las mejores posibilidades de conservación frente a dueños poderosos. Entre las variadas disposiciones del hombre, las más adecuadas para preservar la vida en las circunstancias existentes serán las que prevalecerán y se desarrollarán. En la vida diaria del capitalismo es impráctico, e incluso peligroso, que un trabajador abrigue sentimientos de independencia y orgullo. Cuanto más los reprima y obedezca en silencio, tanto menos difícil le resultará encontrar trabajo y conservado. Las normas de conducta enseñadas por los servidores de la clase dominante estimulan esta disposición. Y sólo unos pocos espíritus independientes desafían estas tendencias y están dispuestos a enfrentar las dificultades consiguientes.
Sin embargo, cuando en tiempos de crisis y peligro social toda esta sumisión, este buen comportamiento, no sirven para preservar la vida, cuando sólo puede ayudar la lucha, aquella actitud se cambia en su contraria y deja paso al espíritu de rebelión y a la valentía. Los osados dan el ejemplo y los tímidos descubren con sorpresa de qué hechos heroicos son capaces. En ellos despierta entonces la confianza en sí mismos y la gallardía, que se van desarrollando porque de ellas dependen sus posibilidades de vida y felicidad. Y en seguida, por instinto y por experiencia, comprenden que sólo la colaboración y la unión pueden robustecerlos como masa. Cuando perciben luego qué fuerzas existen en ellos mismos y en sus camaradas, cuando sienten la felicidad de este despertar del orgullo nacido del respeto de sí y de la abnegada hermandad, cuando anticipan un futuro de victoria, cuando ven surgir ante ellos la imagen de la nueva sociedad que ayudan a construir, el entusiasmo y el ardor van adquiriendo un poder irresistible. Entonces la clase trabajadora comienza a estar madura para la revolución. Entonces el capitalismo comienza a estar maduro para el colapso.
Así va surgiendo una nueva humanidad. Los historiadores se asombran a menudo cuando observan los rápidos cambios que ocurren en el carácter del pueblo en época de revolución. Parece un milagro; pero simplemente muestra cuántos rasgos residen ocultos en las masas, reprimidos porque no servían de nada. Ahora irrumpen, quizá sólo temporariamente; pero si su utilidad es duradera, se transforman en cualidades dominantes que transforman al hombre adaptándolo a las nuevas circunstancias y requerimientos.
El cambio primero y más notable es el desarrollo del sentimiento comunitario. Sus primeras manifestaciones surgieron con el capitalismo mismo, a partir del trabajo común y la lucha común. Se robusteció con la conciencia y la experiencia de que el trabajador aislado es impotente contra el capital, y de que sólo una firme solidaridad puede asegurar condiciones tolerables de vida. Cuando la lucha se vuelve más amplia y encarnizada, y se agranda para transformarse en una lucha por el dominio sobre el trabajo y la sociedad, del cual dependen la vida y el futuro, la solidaridad debe transformarse en una unidad indisoluble que lo abarque todo. El nuevo sentimiento comunitario, al extenderse sobre toda la clase trabajadora, suprime el viejo egoísmo del mundo capitalista.
Esto no es totalmente nuevo. En los tiempos primigenios, en la tribu con sus formas simples y en su mayoría comunistas de trabajo, predominaba el sentimiento comunitario. El hombre estaba completamente ligado a la tribu; separado de ella no era nada. En todas sus acciones el individuo se sentía como nada en comparación con el bienestar y el honor de la comunidad. El hombre primitivo, que formaba una unidad inextricable con la tribu, aún no había llegado a desarrollarse para constituir una personalidad. Cuando luego los hombres se separaron y se transformaron en productores independientes en pequeña escala, se esfumó el sentimiento comunitario y dej6 su lugar al individualismo, que hace de la propia persona el centro de todos los intereses y sentimientos. En los muchos siglos de súrgimiento de la clase media, de producción de bienes y de capitalismo, el sentimiento de personalidad individual despertó y se fue transformando cada vez más acentuadamente en un nuevo carácter. Se trata de una adquisici6n que ya no puede perderse. Sin duda, también en esta época el hombre era un ser social, dominado por la sociedad, y en los momentos críticos de revolución y guerra se imponía temporariamente el sentimiento comunitario como un deber moral inusitado. Pero en la vida ordinaria quedaba reprimido bajo la orgullosa fantasía de la independencia personal.
Lo que ahora se está desarrollando en la clase trabajadora no es un cambio a la inversa, como tampoco las condiciones de vida son un retorno a formas pretéritas. Es la fusión del individualismo y el sentimiento comunitario para formar una unidad superior. Es la subordinación consciente de todas las fuerzas personales al servicio de la comunidad. En su manejo de las poderosas fuerzas productivas los trabajadores, como dueños más poderosos de éstas, desarrollan su personalidad para alcanzar un estadio aún más alto. La conciencia de su íntima conexión con la sociedad une al sentimiento de personalidad con el todopoderoso sentimiento social, para constituir una nueva aprehensión vital basada en la comprensión de que la sociedad es la fuente de todo el ser del hombre.
El sentimiento comunitario es desde el comienzo la fuerza principal que hace progresar la revolución. Este progreso es el desarrollo de la solidaridad, de la vinculación mutua, de la unidad de los trabajadores. Su organización, su nuevo y creciente poder, es un nuevo carácter adquirido mediante la lucha, es un cambio en su ser íntimo, es una nueva moralidad. Lo que los tratadistas de temas militares pueden decir acerca de la guerra ordinaria, es decir, que las fuerzas morales desempeñan en ella un papel predominante, es aún más cierto en el caso de la guerra de clases. En esta guerra están en juego cuestiones de mayor categoría. Las guerras fueron siempre contiendas entre potencias similares en competencia, y la estructura más profunda de la sociedad siguió siendo la misma, ganara uno u otro bando. Las contiendas de clases son luchas por nuevos principios y la victoria de la clase en surgimiento transfiere a la sociedad a un estadio superior de desarrollo. Por ende, en comparación con la guerra real, las fuerzas morales son de un tipo superior: la colaboración abnegada y voluntaria en lugar de la obediencia ciega, la fe en los ideales en lugar de la fidelidad a los comandantes, el amor por los compañeros de clase, por Ía humanidad, en lugar del patriotismo. Su práctica esencial no es la violencia armada, el asesinato, sino el mantenerse firmes, el soportar, perseverar, persuadir, organizar; su propósito no consiste en aplastar cráneos sino en abrir cerebros. Con seguridad, la acción armada desempeñará también un papel en la lucha de las clases; la violencia armada de los señores no podrá vencerse a la manera tolstoiana, mediante el sufrimiento paciente. Hay que derrotada por la fuerza, pero por una fuerza animada por una profunda convicción moral.
Ha habido guerras que tuvieron algo de este carácter. Tales guerras fueron un tipo de revolución o formaron parte de revoluciones, en la lucha por la libertad de la clase media. Cuando la burguesía naciente luchó por el predominio contra los poderes feudales internos y externos de la monarquía y los terratenientes -como ocurrió en Grecia en la antigüedad, en Italia y Flandes en la Edad Media, en Holanda, Inglaterra y Francia en siglos posteriores-, el idealismo y el entusiasmo, nacidos de profundos sentimientos de las necesidades de clase, produjeron grandes hechos de heroísmo y autosacrificio. Estos episodios, tales como los que en tiempos modernos encontramos en la Revolución Francesa, o en la liberación de Italia por los partidarios de Garibaldi, cuentan entre las páginas más hermosas de la historia humana. Los historiadores los glorificaron y los poetas los cantaron como épocas de grandeza, idas para siempre, porque la secuela de la liberación, la práctica de la nueva sociedad, el dominio del capital, el contraste entre el lujo desvergonzado y la pobreza miserable, la avaricia y codicia de los comerciantes, la caza de empleos de los funcionarios, todo este espectáculo de bajo egoísmo cayó como un frío desaliento sobre la siguiente generación. En las revoluciones de la clase media el egoísmo y la ambición de las personalidades fuertes desempeñan un importante rol; por regla general, se sacrifica a los idealistas y los personajes deleznables llegan a la riqueza y al poder. En la burguesía todo el mundo debe tratar de elevarse pisoteando a los otros. Las virtudes del sentimiento comunitario eran una necesidad sólo temporaria, para conquistar el dominio para su clase; una vez alcanzado este fin, dejan paso a la despiadada lucha competitiva de todos contra todos.
Tenemos aquí la diferencia fundamental entre las anteriores revoluciones de la clase media y la revolución de los obreros que ahora se aproxima. Para los trabajadores el fuerte sentimiento comunitario que nace de su lucha por el poder y la libertad es, al mismo tiempo, la base de su nueva sociedad. Las virtudes de la solidaridad y la abnegación, el impulso hacia la acción común en firme unidad, generados en la lucha social, son los fundamentos del nuevo sistema económico de trabajo común y se perpetuarán e intensificarán mediante su práctica. La lucha configurará a la nueva humanidad, necesitada del nuevo sistema de trabajo. El fuerte individualismo del hombre encontrará una manera mejor de afirmarse que en el anhelo de poder personal sobre otros. Al aplicar su plena fuerza a la liberación de la clase, se desplegará más plenamente y en forma más noble que en la prosecución de fines personales.
El sentimiento comunitario y la organización no bastan para derrotar al capitalismo. El dominio espiritual de la burguesía, al mantener sometida a la clase trabajadora, tiene la misma importancia que su poder físico. La ignorancia es un impedimento para la libertad. Los viejos pensamientos y tradiciones presionan fuertemente los cerebros, aunque éstos estén ya tocados por las nuevas ideas. Entonces los fines se ven en su forma más limitada, se aceptan consignas rimbombantes sin ningún espíritu crítico, la ilusión de un éxito fácil y las medidas tibias y las falsas promesas orientan hacia un camino errado. Así queda en evidencia la importancia que tiene para los trabajadores el poder intelectual. El conocimiento y la perspicacia constituyen un factor esencial en el surgimiento de la clase obrera.
La revolución de los trabajadores no será el resultado del poder físico bruto, sino una victoria de la mente. Será producto del poder masivo de los trabajadores, sin duda, pero este poder es ante todo espiritual. Los trabajadores no triunfarán porque tengan puños fuertes; los puños son dirigidos fácilmente por los cerebros astutos de otros, incluso contra la propia causa. Tampoco ganarán porque sean la mayoría. Las mayorías ignorantes y desorganizadas se mantuvieron regularmente sometidas, impotentes, por obra de minorías bien instruidas y organizadas. La mayoría sólo triunfará porque robustas fuerzas morales e intelectuales la hacen surgir por encima del poder de sus señores. Las revoluciones en la historia tuvieron éxito porque nuevas fuerzas espirituales habían despertado en las masas. La fuerza física bruta y estúpida no puede hacer nada sino destruir. Las revoluciones, sin embargo, son las épocas constructivas en la evolución de la humanidad. Y más que cualquier otra anterior, la revolución que hará a los trabajadores dueños del mundo requiere las más elevadas cualidades morales e intelectuales.
¿Pueden responder los trabajadores a estos requerimientos? ¿Cómo pueden adquirir el conocimiento necesario? No en las escuelas, donde se empapa a los niños de todas las ideas falsas acerca de la sociedad que la clase dominante desea que tengan. No en los diarios, en manos de los capitalistas que los poseen y dirigen, o de grupos que están tratando de alcanzar el liderazgo. No por la prédica desde el púlpito, escuela de servilismo donde son extremadamente raros los hombres como John Ball[1]. No por la radio, donde -a diferencia de las discusiones públicas de épocas anteriores, que fueron para los ciudadanos un poderoso medio de formar su mente en los asuntos públicos- las asignaciones unilaterales de los espacios tienden a embrutecer a los oyentes pasivos, y con su incesante y agresivo ruido no permiten pensar con calma. No a través del cine que -a diferencia del teatro, que fue en los primeros días para la clase burguesa en ascenso un medio de instrucción y a veces incluso de lucha- sólo apela a la impresión visual, nunca al pensamiento o a la inteligencia. Todos éstos son poderosos instrumentos de la clase dominante para mantener espiritualmente esclavizada a la clase obrera. Con instintiva astucia y consciente deliberación se los usa para ese propósito. Y las masas trabajadoras se someten sin sospecharlo a su influencia. Se dejan engañar por artificiosas palabras y apariencias externas. Aun quienes conocen su clase y la lucha dejan los asuntos a los líderes y hombres de Estado, y los aplauden cuando éstos pronuncian las viejas y queridas palabras de la tradición. Las masas pasan su tiempo libre persiguiendo pueriles placeres, sin darse cuenta de los grandes problemas sociales de los que depende su existencia y la de sus hijos. Parece un problema insoluble el de cómo llegará alguna vez a producirse y triunfar una revolución de trabajadores, cuando a raíz de la sagacidad de los gobernantes y de la indiferencia de los gobernados siguen ausentes las condiciones espirituales que la posibilitarán.
Pero las fuerzas del capitalismo están trabajando en las profundidades de la sociedad, agitando las viejas condiciones y empujando a la gente adelante, aun contra su voluntad. Sus efectos incitadores son reprimidos mientras es posible, para salvar las viejas posibilidades de seguir viviendo, y almacenados en el subconsciente sólo intensifican las tensiones íntimas, hasta que al final, en la crisis, en el punto más alto de necesidad irrumpen y se traducen en acción, en rebelión. La acción no es el resultado de una intención deliberada, sino que se produce como un hecho espontáneo, irresistiblemente. En tal acción espontánea el hombre se revela a sí mismo de qué es capaz, y queda sorprendido. Y puesto que la acción es siempre acción colectiva, le revela a cada uno que las fuerzas que oscuramente siente en sí están presentes en todos. El descubrimiento de las sólidas fuerzas de la clase unida en una voluntad común suscita confianza y coraje, y esos sentimientos estimulan y arrastran a masas cada vez más amplias.
Las acciones irrumpen espontáneamente, impuestas por el capitalismo a los trabajadores que no desearían realizadas. No son tanto resultado como punto de partida del desarrollo espiritual de éstos. Una vez que los trabajadores emprenden la lucha deben seguir atacando y defendiéndose, empleando todas sus fuerzas al máximo. Se borra entonces la indiferencia, que era sólo una forma de resistencia ante requerimientos que se sentían incapaces de satisfacer. Comienza un período de intenso esfuerzo mental. Al enfrentarse a las poderosas fuerzas del capitalismo, los trabajadores ven que sólo mediante sus máximos esfuerzos, desarrollando todas sus potencias, pueden tener esperanza de triunfar. Lo que en toda lucha aparece en sus primeros rastros se despliega entonces ampliamente; despiertan y se ponen en movimiento todas las fuerzas ocultas en las masas. Este es el trabajo creador de la revolución. La necesidad de una firme unidad se graba en su conciencia, a cada momento sienten la necesidad del conocimiento. Cualquier clase de ignorancia, de ilusión acerca del carácter y fuerza del enemigo, de debilidad en la resistencia a las artimañas de éste, de incapacidad de refutar sus argumentos y calumnias, se castiga con el fracaso y la derrota. El deseo activo, mediante fuertes impulsos nacidos de dentro, incita entonces a los trabajadores a utilizar su cerebro. Las nuevas esperanzas, las nuevas visiones del futuro inspiran la mente, la transforman en un poder viviente que no rehúye ningún sufrimiento si se trata de buscar la verdad, de adquirir conocimiento.
¿Dónde encontrarán los trabajadores el conocimiento que necesitan? Las fuentes abundan; ya existe una amplia literatura científica de libros y folletos que explican los hechos y las teorías básicas de la sociedad y el trabajo, y les seguirán otros más. Pero esos libros muestran la máxima diversidad de opinión con respecto a lo que hay que hacer, y los trabajadores mismos tienen que elegir y distinguir lo que es verdadero y correcto. Deben usar su propio cerebro en laborioso pensamiento e intentar el debate, pues enfrentan nuevos problemas, una vez más, para los cuales los viejos libros no pueden dar ninguna solución. Esos libros sólo pueden proporcionar un conocimiento general acerca de la sociedad y el capital, presentar principios y teorías que abarcan la experiencia anterior. Aplicarlos a situaciones siempre nuevas es nuestra tarea.
La penetración mental que se requiere no puede obtenerse en forma de instrucción de una masa ignorante por maestros instruidos, poseedores de la ciencia, como si se tratara de instilar conocimiento en alumnos pasivos. Sólo se la puede adquirir mediante la autoeducación, con una actividad propia, esforzada, que tensiona el cerebro en un denodado deseo de entender el mundo. Sería muy fácil si la clase trabajadora sólo tuviera que aceptar la verdad establecida de quienes la conocen. Pero la verdad que los trabajadores necesitan no existe en ninguna parte del mundo fuera de ellos; deben construirla dentro de sí mismos. Por ende, lo que de esto resutta no pretende ser la verdad final establecida que hay que aprender de memoria. Es un sistema de ideas conquistado mediante una atenta experienda de la sociedad y del movimiento obrero, formulado para inducir a otros a meditar y discutir los problemas del trabajo y de su organización. Hay centenares de pensadores que abren nuevos puntos de vista, hay millares de trabajadores inteligentes que, una vez que presten atenci6n a ellos, serán capaces, basados en su íntimo conocimiento, de concebir mejor y más detalladamente la organización de su lucha y la de su trabajo. Lo que aquí se dice puede ser la chispa que encienda el fuego en su mente.
Hay grupos y partidos que pretenden estar en exclusiva posesión de la verdad, que tratan de conquistar a los trabajadores mediante su propaganda con exclusión de las demás opiniones. Por medio de la coacción moral y, cuando pueden, física, tratan de imponer sus puntos de vista a las masas. Debe estár claro que la enseñanza unilateral de un solo sistema de doctrinas sólo puede servir, y en verdad sólo sirve, para criar seguidores obedientes, y por lo tanto para defender la vieja dominación o preparar la nueva. La autoliberaci6n de las masas trabajadoras implica pensamiento autónomo, conocimiento aut6nomo, reconocimiento de la verdad y el error mediante el propio esfuerzo mental. Ejercitar el cerebro es mucho más difícil y fatigoso que ejercitar los músculos. Pero hay que hacerla, porque el cerebro rige a los músculos; si no lo hace el cerebro de uno, lo harán los de otros.
Por lo tanto, una ilimitada libertad de discusión, de expresión de las opiniones, es el aire vital de la lucha de los trabajadores. Hace más de un siglo que contra un gobierno desp6tico Shelley, el más grande poeta de Inglaterra en el siglo XIX, el amigo del pobre sin amigos, reivindicó para todos el derecho de libre expresión de sus opiniones. Un hombre tiene derecho a la libertad sin restricciones para la discusión. Un hombre tiene no sólo derecho a expresar sus pensamientos, sino que es su deber hacerlo ..., ningún acto de legislación puede destruir ese derecho. ShelIey procedía de una filosofía que proclamaba los derechos naturales del hombre. En nuestro caso, proclamamos la libertad de expresión y de prensa porque es necesaria para la liberación de la clase obrera. Restringir la libertad de discusión equivale a impedir que los trabajadores adquieran el conocimiento que necesitan. Todo viejo despotismo, toda dictadura contemporánea comenzó persiguiendo o prohibiendo la libertad de prensa. Toda restricción de esta libertad es el primer paso para poner a los trabajadores bajo el dominio de alguna clase de señores, ¿No es necesario entonces que las masas estén protegidas contra las falsedades, las representaciones erróneas, la seductora propaganda de sus enemigos? Así como en la educación el mantener cuidadosamente apartadas las influencias malignas no sirve para desarrollar la facultad de resistirla y vencerlas, tampoco se puede educar a la clase obrera para la libertad mediante la tutela espiritual. Cuando los enemigos se presentan bajo el disfraz de amigos, y en la diversidad de opiniones cada sector se inclina a considerar a los otros como un peligro para la clase, ¿quién decidirá? Los trabajadores, por cierto; deben luchar para abrirse camino también en este dominio. Pero los trabajadores de hoy podrían, con honesta convicción, condenar como dañinas opiniones que luego resultarán ser la base del nuevo progreso. Sólo permaneciendo abierta a todas las ideas que el surgimiento de un nuevo mundo genera en la mente de los hombres, probándolas y seleccionándolas, juzgándolas y aplicándolas con su propia capacidad mental, podrá la clase trabajadora obtener la superioridad espiritual necesaria para suprimir el poder del capitalismo y erigir la nueva sociedad.
Toda revolución en la historia fue una época de la más ferviente actividad espiritual. Por centenares y millares los folletos y periódicos políticos aparecieron como agentes de una intensa autoeducación de las masas. En la revolución proletaria que se avecina no ocurirrá de otra manera. Es una ilusión pensar que, una vez despiertas de la sumisión, las masas serán dirigidas por un solo modo de ver común y claro y recorrerán su camino sin vacilaciones, en unanimidad de opinión. La historia muestra que en tal despertar brota en el hombre una abundancia de nuevos pensamientos de máxima diversidad, expresión del nuevo mundo, como una errante búsqueda de la humanidad en el terreno de posibilidades recién abierto, como floreciente riqueza de vida espiritual. Sólo en la lucha mutua de todas estas ideas cristalizarán los principios rectores que son esenciales para las nuevas tareas. Los primeros grandes éxitos, resultado de la acción espontánea y unida, al destruir los impedimentos previos, no hacen sino abrir de golpe las puertas de la prisión; los trabajadores, mediante su propio esfuerzo, deben descubrir luego la nueva orientación hacia un mayor progreso.
Esto significa que estos grandes tiempos estarán llenos del ruido de las luchas partidarias. Quienes tienen las mismas ideas formarán grupos para discutirlas entre ellos y propagarlas para ilustración de sus camaradas. Tales grupos de opinión común pueden llamarse partidos, aunque su carácter será enteramente distinto del de los partidos políticos del mundo anterior. Bajo el parlamentarismo estos partidos eran los órganos de intereses de clase diferentes y opuestos. En el movimiento de la clase obrera fueron organizaciones que asumieron el liderazgo de la clase, actuaron como sus portavoces y representantes y aspiraron a la guía y el dominio. Ahora su función será sólo de lucha espiritual. La clase trabajadora no tiene aplicación alguna que darles en su acción práctica. Ella ha creado sus nuevos órganos de acción, los consejos. En la organización de fábrica, en la organización basada en los consejos, son todos los trabajadores los que actúan, los que dicen lo que hay que hacer. En las asambleas de fábrica y en los consejos se exponen y defienden opiniones diferentes y opuestas, y de la contienda entre éstas debe proceder la decisión y la acción unánime. La unidad de propósito sólo puede lograrse mediante la contienda espiritual entre puntos de vista disidentes. La función importante de los partidos consiste entonces en organizar la opinión, dar forma concisa a las nuevas iaeas que van surgiendo mediante su discusión mutua, esclarecerlas, exhibir los argumentos en una forma comprensible y, mediante su propaganda, llevarlos a conocimiento de todos. Sólo de esta manera los trabajadores en sus asambleas y consejos podrán juzgar su verdad, sus méritos, su practicabilidad en cada situación, y tomar la decisión sobre la base de una comprensión clara. Así las fuerzas espirituales de las nuevas ideas que brotan al acaso en todas las cabezas, se organizarán y configurarán de modo de ser utilizables como instrumentos de la clase. Esta es la gran tarea de la contienda partidaria en la lucha de los trabajadores por la libertad, mucho más noble que el empeño de los viejos partidos, de conquistar el dominio para sí mismos.
La transición de la supremacía de una clase a otra, que como en todas las revoluciones anteriores es la esencia de la revolución de los trabajadores, no depende de las oportunidades al azar de acontecimientos accidentales. Aunque sus detalles, sus altibajos, dependan del albur de diversas condiciones y acontecimientos que no podemos prever, con visión panorámica se observa un curso decididamente progresivo, que puede ser objeto de consideración por anticipado. Se trata del aumento de poder social de la clase en surgimiento y de la pérdida de poder social de la clase que va declinando. Los cambios rápidos y visibles en lo que respecta al poder constituyen el carácter esencial de las revoluciones sociales. De modo que tenemos que considerar un poco más detenidamente los elementos, los factores que constituyen el poder de cada una de las clases que contienden entre sí.
El poder de la clase capitalista consiste ante todo en la posesión del capital. Es dueña de todas las fábricas, las máquinas, las minas, dueña de todo el aparato productivo de la sociedad, de modo que la sociedad depende de esa clase para trabajar y vivir. Con su poder monetario puede comprar no sólo servidores para su atención personal; cuando está amenazada puede comprar un número ilimitado de jóvenes vigorosos que defiendan su dominio, organizarIos en grupos de combate bien armados y darles una posición social. Puede comprar, asegurándoles posiciones destacadas y buenos salarios, artistas, escritores e intelectuales, no sólo para entretener y servir a los señores, sino también para alabarIos y glorificar su dominio, y para defender, con la astucia y la erudición, su dominio contra las críticas.
Sin embargo, el poder espiritual de la clase capitalista tiene raíces más profundas que el intelecto que ella puede comprar. La clase media, de la cual surgieron los capitalistas como su capa superior, fue siempre una clase ilustrada, confiada en sí misma por su amplia concepción del mundo, basada, tanto en lo referente a sí como a su trabajo y al sistema de producción, en la cultura y el conocimiento. Sus principios de propiedad y responsabilidad personal, de progreso por el propio esfuerzo y energía individual, están difundidos por toda la sociedad. Estas ideas los trabajadores las han traído consigo, de su origen a partir de los estratos empobrecidos de la clase media; y se ponen en funcionamiento todos los medios espirituales y físicos disponibles para preservar e intensificar las ideas de la clase media en las masas. Así, la dominación de la clase capitalista está firmemente enraizada en el pensamiento y el sentimiento de la mayoría dominada.
Sin embargo, el más sólido factor de poder de la clase capitalista es su organización política, el poder estatal. Sólo mediante una firme organización puede una minoría gobernar a una mayoría. La unidad y continuidad de plan y voluntad en el gobierno central, la disciplina de la burocracia de funcionarios que se difunde por la sociedad como el sistema nervioso recorre el cuerpo, y está animada y dirigida por un espíritu común, la disposición, además, en caso necesario, de una fuerza armada, aseguran su incuestionado dominio sobre la población. Tal como la solidez de una fortaleza consolida las fuerzas físicas de una guarnición y les confiere poder indomable sobre un país, así también el poder estatal consolida las fuerzas físicas y espirituales de la clase gobernante y les confiere una inexpugnable solidez. El respeto que los ciudadanos sienten hacia las autoridades, por un sentimiento de necesidad, por costumbre y educación, aseguran regularmente el funcionamiento sin tropiezos del aparato. Y aunque el descontento haga rebelar a la gente, ¿qué puede hacer ésta, inerme y desorganizada, centra las fuerzas armadas del gobierno, firmemente organizadas y disciplinadas? Con el desarrollo del capitalismo, cuando el poder de una clase media numerosa se concentró cada vez más en un pequeño número de grandes capitalistas, el Estado también concentró su poder y con el aumento de sus funciones adquirió un dominio cada vez mayor sobre la sociedad.
¿Qué tiene la clase trabajadora para oponer a estos fonnidables factores de poder?
La clase trabajadora constituye cada vez más la mayoría, y en los países más avanzados la gran mayoría de la población, concentrada, en este caso, en enormes empresas industriales. No legal sino realmente tiene en sus manos las máquinas, el aparato productivo de la sociedad. Los capitalistas son los propietarios y dueños, sin duda, pero no pueden hacer más que mandar. Si la clase trabajadora no atiende a sus órdenes, ellos no pueden hacer funcionar las máquinas. Los trabajadores sí pueden. Los trabajadores son los dueños directos y reales de las máquinas; como quiera que actúen, por obediencia o por propia voluntad, pueden hacerlas funcionar y detenerlas. La suya es la función económica más importante: su trabajo sostiene a la sociedad.
Este poder económico es un poder dormido mientras los trabajadores están atrapados en el pensamiento de la clase media. Se transforma en poder real mediante la conciencia de clase. Por la práctica de la vida y el trabajo los obreros descubren que son una clase especial, explotada por el capital, que tienen que luchar para liberarse de la explotación. Su lucha los obliga a comprender la estructura del sistema económico, a adquirir conocimiento de la sociedad. Pese a toda la propaganda en contrario, este nuevo conocimiento disipa las ideas de clase media heredadas porque se basa en la verdad de la realidad cotidiana experimentada, mientras que las viejas ideas expresan las realidades pasadas de un mundo pretérito.
El poder económico y espiritual se vuelve activo mediante la organización. Liga a todas las diferentes voluntades en una unidad de propósitos y combina las fuerzas individuales en una poderosa unidad de acción. Sus formas exteriores pueden diferir y cambiar según las circunstancias, pero su esencia es su nuevo carácter moral, la solidaridad, el fuerte sentimiento comunitario, la abnegación y el espíritu de sacrificio, la disciplina que uno mismo se impone. La organización es el principio vital de la clase trabajadora, la condición de la liberación. Una minoría que gobierna mediante su sólida organización sólo puede ser vencida, y por cierto lo será, mediante la organización de la mayoría.
Así, los elementos que constituyen el poder de las clases en conflicto se enfrentan entre sí. Los de la burguesía son grandes y poderosos, como que son fuerzas existentes y dominadoras, mientras los de la clase obrera deben desarrollarse a partir de pequeños comienzos, como una nueva vida que va creciendo. El número y la importancia económica aumentan automáticamente por acción del capitalismo, pero los otros factores, la comprensión y la organización, dependen de los esfuerzos de los trabajadores mismos. Puesto que son las condiciones para una lucha eficiente, son resultado de la lucha; todo retroceso tensa los nervios y los cerebros que tratan de remediarlo, todo éxito inunda los corazones de nueva y esforzada confianza. El despertar de la conciencia de clase, el creciente conocimiento de la sociedad y de su desarrollo, significan la liberación de la servidumbre espiritual, el despertar del embotamiento a la fuerza espiritual, la ascensión de las masas a una verdadera humanidad. Su unión para una lucha común significa ya, fundamentalmente, liberación social; los trabajadores, confinados en la servidumbré del capital, recobran su libertad de acción. Es el despertar de la sumisión a la independencia, colectivamente, en una unión organizada que desafía a los dominadores. El progreso de la clase obrera significa el progreso en lo que respecta a estos factores de poder. Lo que puede ganarse en lo referente a mejoramiento de las condiciones de trabajo y de vida depende del poder que los trabajadores hayan adquirido. Cuando por insuficiencia de sus acciones, por falta de penetración o de esfuerzo, o por inevitables cambios sociales su poder declina en comparación con el poder capitalista, esto repercute en sus condiciones de trabajo. No hay más que un solo criterio para juzgar toda forma de acción, de táctica, los métodos de lucha y las formas de organización: ¿acrecientan éstas el poder de los trabajadores? ¿Para el presente, pero aún más esencial, para el futuro, para la meta suprema de la aniquilación del capitalismo? En el pasado, el sindicalismo dio forma a los sentimientos de solidaridad y unidad, y robusteció el poder de lucha de los trabajadores mediante una organización eficiente. Sin embargo, cuando en épocas posteriores tuvo que reprimir el espíritu de lucha, y planteó la demanda de disciplina hacia los líderes contra el impulso de la solidaridad de clase, se impidió el desarrollo de ese poder. El trabajo de los partidos socialistas en el pasado contribuyó sobremanera a acrecentar la comprensión y el interés político de las masas. Sin embargo, cuando trató de restringir su actividad a los límites del parlamentarismo y las ilusiones de la democracia política, se transformó en una fuente de debilidad.
A partir de estas debilidades pasajeras la clase trabajadora tiene que elevar su poder en las acciones de los tiempos venideros. Aunque debemos esperar una epoca de crisis y lucha, ésta puede alternar con tiempos más tranquilos de recaída o consolidación. Entonces las tradiciones y las ilusiones podrán actuar temporariamente como influencias debilitadoras. Pero también entonces, tomando a estos períodos como tiempos de preparación, las nuevas ideas de autogobierno y de organización por consejos prenderán mejor en los trabajadores mediante una propaganda permanente. En ese momento, como ahora, habrá una tarea para cada trabajador una vez que se apodere de éste la visión de la liberación de su clase, que consistirá en propagar estos pensamientos entre sus camaradas, despertarlos de la indiferencia, abrirles los ojos. Tal propaganda es esencial para el futuro. La realización práctica de una idea no es posible mientras no haya penetrado en la mente de las masas con suficiente profundidad.
Sin embargo, la lucha es siempre la fuente inagotable de poder para una clase en surgimiento. No podemos prever ahora qué formas tomará esta lucha de los trabajadores por su libertad. Según los tiempos y lugares puede tomar la áspera forma de la guerra civil, tan común en anteriores revoluciones, cuando de ella dependían las decisiones. En este caso las probabilidades contra los trabajadores son muy grandes, puesto que el gobierno y los capitalistas, con su dinero y autoridad, pueden reclutar fuerzas armadas en número ilimitado. En verdad, la fuerza de la clase trabajadora no está en este plano, en la contienda sangrienta de las masacres y asesinatos. Su fuerza real reposa en el dominio del trabajo, en su tarea productiva, y en su superioridad mental y de carácter. No obstante, aun en la contienda armada la superioridad capitalista no es inconcusa. La producción de armas está en manos de los trabajadores; las tropas mercenarias dependen de su trabajo. Si tales tropas son limitadas en número, cuando toda la clase trabajadora unida y sin temor se yerga contra ellas, serán impotentes y las superará la mera cantidad. Y si son numerosas, se compondrán también de trabajadores reclutados, accesibles al llamado de la solidaridad de clase.
La clase trabajadora tiene que descubrir y desarrollar las formas de lucha adaptadas a sus necesidades. La lucha significa que la clase sigue su propio camino de acuerdo con su libre elección, dirigida por sus intereses de clase, independiente de sus antiguos amos y, por lo tanto, opuesta a ellos. En la lucha se afirman sus facultades creadoras encontrando vías y medios. Tal como en el pasado esa clase ideó y practicó espontáneamente sus formas de acción -la huelga, el voto, las manifestaciones callejeras, los mitines de masa, los volantes de propaganda, la huelga política-, también lo hará en el futuro. Cualesquiera sean las formas, el carácter, el propósito y el efecto serán los mismos para todos: realzar los propios elementos de poder, debilitar y disolver el poder del enemigo. La experiencia muestra que hasta ahora las huelgas políticas masivas tienen los efectos más fuertes, y en el futuro pueden ser aún más poderosas. En estas huelgas, nacidas de crisis agudas y fuertes tensiones, los impulsos son demasiado violentos, los problemas son demasiado profundos como para que puedan dirigirlas los sindicatos o los partidos, o comités, o los cuadros de funcionarios. Tienen el carácter de acciones directas de las masas. Los trabajadores no se declaran en huelga individualmente, sino como fábrica, como personal que decide colectivamente su acción. Inmediatamente se instalan comités de huelga, donde se reúnen los delegados de todas las empresas, que asumen ya el carácter de consejos obreros. Estos tienen que unificar la acción, y, en la medida de lo posible, las ideas y métodos, mediante una interacción continua entre los impulsos en pugna de las asambleas de fábrica y las discusiones en las reuniones de consejo. Así los trabajadores crean sus propios órganos en oposición a los órganos de la clase gobernante.
Tal huelga política es una especie de rebelión, aunque en forma legal, contra el gobierno, mediante la paralización de la producción y el tráfico en un intento de ejercer una presión suficientemente fuerte sobre las autoridades como para que éstas cedan a las exigencias de los trabajadores. El gobierno, por su parte, mediante medidas políticas; prohibiendo las reuniones, suspendiendo la libertad de prensa, reclutando fuerzas armadas, y por ende, transformando su autoridad legal en poder arbitrario, aunque real, trata de quebrar la determinación de los huelguistas. Lo apoya la clase dominante misma, que con su monopolio de prensa dicta la opinión pública y desarrolla una intensa propaganda de calumnias para aislar y desalentar a los huelguistas. Proporciona voluntarios no sólo para mantener de alguna manera el tráfico y los servicios sino, también, para integrar bandas armadas que aterroricen a los trabajadores y traten de convertir la huelga en una especie de guerra civil, más simpática para la burguesía. Puesto que una huelga no puede durar indefinidamente, una de las partes, con menor cohesión interna, cederá.
Las acciones de masa y las huelgas universales son la lucha de dos clases, de dos organizaciones, cada una de las cuales trata mediante su solidez de doblegar y finalmente quebrantar a la otra. Esto no puede decidirse en una sola acción; requiere una serie de luchas que constituyen una época de revolución social, pues cada una de las clases en conflicto dispone de fuentes más profundas de poder que le permiten restaurarse después de la derrota. Aunque en un determinado momento los trabajadores puedan ser derrotados y desalentados, sus organizaciones destruidas y sus derechos abolidos, aun así las fuerzas irritantes del capitalismo, las propias fuerzas internas de los obreros y la indestructible voluntad de vivir los pondrán de nuevo en condiciones de lucha. Tampoco se puede destruir al capitalismo de un solo golpe; aunque se destruya y demuela su fortaleza, o sea el Poder Estatal, la clase misma dispone aún de gran parte de su poder físico y espiritual. La historia muestra ejemplos de cómo gobiernos enteramente incapacitados y postrados por la guerra y la revolución se regeneraron mediante el poder económico, el dinero, la capacidad intelectual, la habilidad paciente, la conciencia de clase -en forma de ardiente sentimiento nacional- de la burguesía. Pero finalmente la clase que forma la mayoría del pueblo, que sostiene a la sociedad con su trabajo, que tiene a su disposición directa el aparato productivo, debe triunfar, de modo que la firme organización de la clase mayoritaria disuelva y desmenuce el poder estatal, que es la más sólida organización de la clase capitalista.
Cuando la acción de los trabajadores sea tan poderosa que los órganos mismos del gobierno estén paralizados, los consejos tendrán que cumplir funciones políticas. Los trabajadores tendrán que proveer al orden y la seguridad pública, cuidar que la vida siga adelante, y en esta tarea los consejos son sus órganos. Lo que se decide en los consejos lo cumplen los trabajadores, de modo que éstos se transforman en órganos de la revolución social. Y con el progreso de la revolución sus tareas se hacen cada vez más amplias. Al mismo tiempo que las clases están luchando por la supremacía, y cada una, con la solidez de su organización, trata de quebrar la de la otra clase, la sociedad debe seguir viviendo. Aunque en la tensión de los momentos críticos la sociedad puede vivir de las provisiones almacenadas, la producción no puede detenerse por largo tiempo. Este es el motivo por el cual los trabajadores, si sus fuerzas internas de organización son deficientes, se ven forzados por el hambre a volver a someterse al viejo yugo. Este es el motivo por el cual, si su organización es suficientemente fuerte y han desafiado, repelido y desintegrado al Estado, si han rechazado su violencia, si son dueños de las fábricas, deben preocuparse de inmediato de la producción. La posesión de las fábricas significa al mismo tiempo organización de la producción. La organización para la lucha, es decir, los consejos, es al mismo tiempo organización para la reconstrucción.
Se dice que los judíos de los viejos tiempos, que construían las murallas de Jerusalén, luchaban con la espada en una mano y la llana en la otra. En nuestro caso, en cambio, la espada y la llana son una sola cosa. El establecimiento de la organización de la producción es el arma más sólida, más aún, la única duradera para la destrucción del capitalismo. Cuando los trabajadores hayan irrumpido en los talleres y tomado posesión de las máquinas, deben comenzar enseguida a organizar el trabajo. Luego de desaparecida la dirección capitalista de las fábricas, cuando ya no se la tenga en cuenta y sea impotente, los trabajadores deben construir la producción sobre la nueva base. En su acción práctica establecerán el nuevo derecho y la nueva ley. No pueden esperar hasta que finalice la lucha en todas partes; el nuevo orden tiene que crecer desde abajo, desde las fábricas, con trabajo y lucha simultáneos.
Entonces, al mismo tiempo, los órganos del capitalismo y el gobierno declinarán hasta convertirse en funciones no esenciales, extrañas y superfluas. Pueden conservar aún su poder de dañar, pero habrán perdido la autoridad de instituciones útiles y necesarias. Se habrán invertido los papeles, en forma cada vez más manifiesta para todos. La clase obrera, con sus órganos, los consejos, será el poder de orden; la vida y prosperidad de todo el pueblo se basará en su trabajo, en su organización. Las medidas y regulaciones decididas en los consejos, ejecutadas y seguidas por las masas trabajadoras, serán reconocidas y respetadas como autoridad legítima. En cambio los viejos cuerpos gubernamentales se atenuarán hasta constituir fuerzas ajenas al proceso, que tratarán meramente de impedir la estabilización del nuevo orden. Las bandas armadas de la burguesía, aunque sean aún poderosas, tomarán cada vez más el carácter de grupos de perturbadores al margen de la ley, de destructores dañinos en el nuevo mundo del trabajo. Como agentes del desorden, se los someterá y disolverá.
Esta es, en la medida que hoy podemos prever, la manera en que desaparecerá el poder estatal, junto con la desaparición del capitalismo mismo. En tiempos pasados prevalecían ideas diferentes acerca de la futura revolución social. Primero, la clase obrera tenía que conquistar el poder político logrando mediante las elecciones una mayoría en el parlamento, ayudada eventualmente por contiendas armadas o huelgas políticas. Luego, el nuevo gobierno, compuesto de portavoces, líderes y politicos, tenía que expropiar mediante sus leyes a la clase capitalista y organizar la producción. De modo que los trabajadores mismos sólo tenían que hacer la mitad del trabajo, la parte menos esencial; el trabajo real, la reconstrucción de la sociedad, la organización del trabajo, tenían que realizarla los políticos y funcionarios socialistas. Esta concepción refleja la debilidad de la clase trabajadora de esa época; pobre y miserable, sin poder económico, tenía que ser guiada a la tierra prometida de la abundancia por otros, por líderes capaces, por un gobierno benigno. Y además, por supuesto, permanecer sometida, pues la libertad no se puede dar, sólo se puede conquistar. Esta fácil ilusión se esfumó por obra del crecimiento del poder capitalista. Los trabajadores deben comprender ahora que sólo elevando su poder al nivel más alto posible pueden esperar la conquista de la libertad; que el dominio político, el mando sobre la sociedad, debe basarse en el poder económico, el mando sobre el trabajo.
La conquista del poder politico por los trabajadores, la abolición del capitalismo, el establecimiento de la nueva ley, la expropiación de las empresas, la reconstrucción de la sociedad, la construcción de un nuevo sistema de producción no son eventos diferentes y consecutivos. Son contemporáneos, concurrentes en un proceso de sucesos y transformaciones sociales. O, más precisamente, son idénticos. Son las diferentes caras, indicadas con diferentes nombres, de una sola gran revolución social: la organización del trabajo por la humanidad trabajadora.
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[1] Cura del condado de York, John Ball predica durante veinte años la revuelta campesina y el comunismo organizado. Después de la derrota del movimiento de los Kentistas en 1831, fue ahorcado.
Last updated on: 5.30.2011