Escritol: En 1976.
Primera edición: Escrito en 1976. Publicado en Negaciones, Revista crítica de teoría, historia y economía, n.º 1, octubre de 1976 (traducción castellana a partir de una versión anterior italiana). Se han hecho correcciones puntuales a partir de la versión
inglesa.
Esta edición: Marxists Internet Archive, julio de 2012.
HTML: Marcelo Zavalla.
El proletariado o es revolucionario o no es nada. Karl Marx.
Al ser un producto de la sociedad burguesa, el movimiento socialista está ligado a las vicisitudes del desarrollo capitalista. En tiempos y lugares que no sean propicios a la formación de una conciencia de clase, no crece o, prácticamente, desaparece. En condiciones de prosperidad del capitalismo tiende a transformarse de movimiento revolucionario en movimiento reformista. En tiempo de crisis social puede ser totalmente reprimido por las clases dominantes. Puesto que el socialismo no puede ser establecido sin un movimiento socialista, corresponde al destino de este último determinar si el socialismo será alguna vez una realidad.
Todas las organizaciones obreras forman parte de la estructura social general y no pueden ser siempre y de modo coherente anticapitalistas, si no es en un sentido puramente ideológico. Para adquirir importancia social dentro del sistema capitalista deben ser oportunistas, es decir, deben aprovecharse de procesos sociales dados para servir a sus fines, aunque éstos sean limitados. El oportunismo y el sentido de la realidad son aparentemente lo mismo. El primero no puede ser vencido por una ideología radical que se opone a todas las relaciones sociales existentes. No parece posible reunir lentamente fuerzas revolucionarias dentro de organizaciones potentes dispuestas a actuar en momentos favorables. Sólo las organizaciones que no inquietan las relaciones sociales dominantes adquieren una cierta importancia. Si comienzan con una ideología revolucionaria, su crecimiento comporta una escisión subsiguiente entre su ideología y sus funciones. Estas organizaciones opuestas al status quo, pero organizadas en su interior, deben sucumbir finalmente ante las fuerzas del capitalismo en razón de sus fracasos en el campo organizativo.
El dilema del radicalismo parece ser esto: para hacer algo que tenga valor en el campo social las acciones deben ser acciones organizadas.
Por otra parte, las organizaciones eficientes tienden a remansar en los canales capitalistas. Parece que la condición de hacer algo ahora, es hacer las cosas mal y para evitar los pasos en falso la condición es no dar ninguno. Los socialistas radicales están destinados a ser infelices: son conscientes de su utopismo y no experimentan más que fracasos. Como autodefensa, las organizaciones radicales ineficientes pondrán el acento en el factor espontaneísta como medio decisivo para una transformación social. Como no pueden cambiar la sociedad a través de sus esfuerzos comunes, ponen sus esperanzas en sublevaciones espontáneas de las masas y en un futuro despliegue de estas actividades.
A comienzos de siglo las organizaciones obreras tradicionales -partidos socialistas y sindicatos- no eran ya movimientos revolucionarios. Sólo un pequeño grupo de la izquierda se preocupaba dentro de estas organizaciones por cuestiones de estrategia revolucionaria y, en consecuencia, por cuestiones de organización del espontaneísmo. Esto implicaba naturalmente el problema de la conciencia revolucionaria con la masa del proletariado adoctrinado por el capitalismo. Se juzgaba muy poco probable que sin una conciencia revolucionaria la masa obrera hubiera actuado revolucionariamente sólo por el impulso de las circunstancias. Este problema adquirió una importancia especial a causa de la escisión del Partido Socialdemócrata y de la cristalización del concepto de Lenin[1] de la necesidad de una vanguardia revolucionaria formada por revolucionarios de profesión. Consciente del factor espontaneísta, Lenin concedió mucha importancia a la necesidad especial de una actividad y de una dirección que estuviesen organizadas centralmente. Cuanta más fuerza y amplitud adquiriesen los movimientos espontáneos, más urgente sería la necesidad de controlarlos y dirigirlos por medio de un partido revolucionario profundamente disciplinado. Los obreros debían ser puestos en guardia contra sí mismos, por así decirlo, pues su falta de comprensión teórica podía llevarles muy fácilmente a dilapidar sus poderes creados espontáneamente y a perder su propia causa.
Una oposición a este particular punto de vista fue mantenida desde la izquierda con gran coherencia por Rosa Luxemburg[2]. Tanto Lenin como Rosa Luxemburg veían la necesidad de combatir el evolucionismo oportunista y reformista de las organizaciones obreras establecidas y pedían una vuelta a políticas revolucionarias. Pero mientras Lenin trató de llegar a esto a través de la creación de un tipo nuevo de partido revolucionario, Rosa Luxemburg prefería un aumento de la autodeterminación del proletariado, tanto en general como en el caso de las organizaciones obreras, a través de la eliminación de los controles burocráticos, haciendo activa a la base.
Tanto Lenin como Rosa Luxemburg pensaban que era posible que una minoría revolucionaria lograse controlar a la sociedad. Pero mientras Lenin veía en ello la posibilidad de la realización del socialismo a través del partido, Rosa Luxemburg temía que cualquier minoría, en la posición de clase dirigente, pudiese rápidamente comenzar a pensar y a actuar como la burguesía de un tiempo. Confiaba en que movimientos espontáneos delimitasen la influencia de las organizaciones que aspiraban a centralizar el poder en sus manos.
Según Rosa Luxemburg, los socialistas debían simplemente ayudar a liberar las fuerzas creativas en la acciones de masas, e integrar las propias tentativas en la lucha de clase, independiente, del proletariado. Su posición daba por descontada la existencia de una clase obrera inteligente en una situación de capitalismo avanzado, una clase obrera capaz de descubrir a través de los propios esfuerzos modos y medios de lucha a favor de los intereses propios y, en últimos análisis, a favor del socialismo.
Existía aún otro modo de hacer frente al problema de la organización y del espontaneísmo. Georges Sorel[3] y los sindicalistas estaban convencidos no sólo de que el proletariado podía emanciparse sin la guía de los intelectuales, sino también de que debía liberarse de los elementos burgueses que controlaban en general las organizaciones políticas. El sindicalismo rechazaba el parlamentarismo a favor de una actividad sindical revolucionaria. En opinión de Sorel, un gobierno de socialistas no habría alterado en ningún sentido la posición social de los obreros. Para ser libres, los mismos obreros, y sólo ellos, habrían debido recurrir a acciones y armas. El capitalismo, según Sorel, ya había organizado a todo el proletariado en el seno de sus industrias. Todo lo que quedaba por hacer era suprimir el Estado y la propiedad. Para lograr esto, el proletariado no tenía tanta necesidad de una profundización científica de las tendencias sociales necesarias como de una especie de convicción intuitiva de que la revolución y el socialismo eran el resultado inevitable de sus luchas continuas.
La huelga era considerada como el laboratorio de aprendizaje revolucionario de los trabajadores. El número creciente de huelgas, su extensión y su duración, cada vez más prolongada, indicaban la posibilidad de una huelga general, es decir, de una revolución social inminente.
Toda huelga particular era un facsímil en escala reducida de la huelga general y una preparación del levantamiento final. La creciente voluntad revolucionaria no se podía medir por los éxitos de los partidos políticos, sino por la frecuencia de las huelgas y por el ímpetu manifestado en las mismas. La revolución habría procedido de acción en acción en una amalgama continua de aspectos espontáneos y aspectos organizados de la lucha del proletariado para su emancipación.
El sindicalismo y su prole internacional del tipo de los Guild Socialists en Inglaterra y de los Industrial Workers of the World en EE.UU. eran, en alguna medida, reacciones a la burocratización cada vez mayor del movimiento socialista y a su hábitos de colaboración de clase. Como el marxismo era la ideología de los partidos socialistas dominantes, la oposición a estas organizaciones y a sus políticas se expresaba como una oposición a la teoría marxiana en sus interpretaciones reformistas y revisionistas. También eran atacados los sindicatos, en razón de sus estructuras centralistas y de la importancia que concedían a los intereses comerciales específicos a expensas de las necesidades de clase del proletariado. Pero del mismo modo que el centralismo de la ideología marxista no impedía la emergencia de oposiciones de izquierda en el seno de las organizaciones socialistas, así la descentralización ideológica del sindicalismo no podía frenar la emergencia de tendencias centralistas en el seno del movimiento sindicalista. Los Guild Socialists buscaron la conciliación de los dos extremos, diferenciándose por igual del localismo del anarcosindicalismo francés y de las concepciones del socialismo de Estado de la ideología marxista.
Las organizaciones tienden a ver en su crecimiento constante y en sus actividades diarias los factores más importantes de transformación social. En los partidos socialdemócratas era el aumento del número de inscritos, la ampliación del aparato del Partido, el aumento de votos en las elecciónes y la participación creciente del Partido en las instituciones políticas existentes, lo que se consideraba como pasos adelante hacia una sociedad socialista. Por su parte, los Industrial Workers of the World consideraban la transformación de la propia organización en un gran sindicato único como un modo de "formar la estructura de la nueva sociedad en el seno de la vieja". En la primera revolución del siglo XX fueron las masas de los trabajadores sin organización las que determinaron el carácter de la revolución y crearon una forma de organización nueva y completamente suya a través del nacimiento espontáneo de los consejos de obreros y soldados.
El sistema de los soviets[4] usado por la Revolución rusa de 1905 desapareció con la derrota de la Revolución para volver con mayor fuerza en la Revolución de febrero de 1917. Fueron estos soviets los que inspiraron la formación de organizaciones espontáneas semejantes en la Revolución alemana[5] de 1918 y, en medida menor, en los levantamientos sociales de Italia, Inglaterra, Francia y Hungría. Con el sistema de los soviets nació una forma de organización que podía dirigir y coordinar las actividades autónomas de masas muy amplias, con objetivos limitados o para fines revolucionarios, y que podía hacerlo independientemente de, en oposición a, en colaboración con, las organizaciones obreras ya existentes. Sobre todo, el nacimiento del sistema consejista probó que las actividades espontáneas no están destinadas a diluirse en amorfas tentativas de masa, sino que pueden desembocar en estructuras organizativas de naturaleza no puramente ocasional.
Los consejos rusos, o soviets, surgieron de una serie de huelgas y de la necesidad que se sentía en las mismas de disponer de comités de acción y de representaciones que se preocupasen de tratar tanto con las industrias como con las autoridades legales. Las huelgas, resultado de condiciones cada vez más intolerables para la clase obrera, era espontáneas en el sentido de que no eran lanzadas por organizaciones políticas o sindicales, sino por obreros que no estaban ligados a organización alguna, que no tenían otra alternativa que considerar su puesto de trabajo como la plataforma de lanzamiento y como el centro de sus tentativas de organización. En la Rusia de la época las organizaciones políticas no tenían todavía influjo real alguno sobre las masas obreras y los sindicatos existían sólo en forma embrional. En cualquier caso, el crecimiento de las organizaciones socialistas y de los sindicatos fue intensificado en gran medida por las huelgas espontáneas y los alzamientos sucesivos.
Naturalmente, en su esencia, la Revolución de 1905 era una revolución burguesa, apoyada por la burguesía liberal para romper el absolutismo de los zares y hacer avanzar a Rusia, a través de una Asamblea Constituyente, hacia condiciones semejantes a aquellas que existían en los países capitalistas más avanzados. En la medida en que los obreros en huelga pensaban en términos políticos, condividían fundamentalmente el programa de la burguesía liberal. Y éstas eran también las posiciones de todos los partidos socialistas existentes, que aceptaban la necesidad de una revolución burguesa como precondición para la formación de un fuerte movimiento obrero y para una futura revolución proletaria en condiciones socioeconómicas más desarrolladas. Los soviets eran considerados instrumentos transitorios en la lucha por reivindicaciones específicas de la clase obrera y para una sociedad democrático-burguesa. No se esperaba que adquiriesen un carácter permanente.
A partir de 1906, la iniciativa organizativa cae de nuevo en manos de los partidos políticos y de los sindicatos. Pero la experiencia de 1905 no se perdió. Los soviets, escribió Trotsky[6], "eran la realización de la necesidad objetiva de una organización que tuviese autoridad sin tener una tradición, y que lograse al mismo tiempo abrazar a centenares de miles de trabajadores. Una organización, además, que fuese capaz de unificar todas las tendencias revolucionarias en el seno del proletariado, que poseyese iniciativas y autocontrol, y que, esto es lo más importante, pudiese ser creada en el espacio de veinticuatro horas".
Los soviets atrajeron a los miembros ideológicamente más vivaces y por tanto, en general, los más dispuestos políticamente, de la población obrera, y encontraron apoyo en las organizaciones socialistas y en los primeros sindicatos. La diferencia entre estas organizaciones tradicionales y los soviets se explica por la observación de Trotsky, según la cual "los partidos eran organizaciones dentro del proletariado, mientras los soviets eran las organizaciones del proletariado".
La Revolución de 1905 reforzó las oposiciones de izquierda en los partidos socialistas occidentales, pero más en el campo de la espontaneidad de las huelgas de masa que en lo referente a la forma organizativa que asumían estas acciones. Existían, en cualquier caso, excepciones, Anton Pannekoek[7], por ejemplo, pensaba que con los soviets "las masas pasivas se hacen activas y la clase obrera se convierte en un organismo independiente que logra la unificación... Al final de este proceso revolucionario, la clase obrera se transforma en una entidad dotada de conciencia de clase y altamente organizada, dispuesta a obtener el control de toda la sociedad y a tomar en sus manos el proceso de producción".
Según Lenin[8], los soviets eran "órganos de lucha de masa. Aparecieron a la luz como organizaciones de huelga bajo el impulso de la necesidad, se convirtieron en seguida en órganos de lucha revolucionaria contra el gobierno. No fue una teoría, o una declaración, o consideraciones tácticas, o doctrinas del Partido, sino que fue la fuerza de los acontecimientos la que transformó estas organizaciones de masa en organizaciones de revolución".
Si por una parte Lenin insistía en que su partido "no debería renunciar al uso de organizaciones no partidistas, como los soviets", por la otra sostenía que "el Partido debe comportarse así para reforzar su propio influjo en la clase obrera y aumentar su poder"[9].
Lenin veía la Revolución rusa como un proceso initerrumpido que conducía desde la revolución burguesa a la revolución socialista. Temía que la burguesía propiamente dicha hubiera aceptado un compromiso con el zarismo antes que correr el riesgo de una revolución democrática que llegase hasta el fondo. Correspondía entonces a los obreros y a los campesinos pobres la tarea de llevar hasta el final la revolución burguesa y, contemporáneamente, aumentar los propios antagonismos en la burguesía.
Lenin veía también la proximidad de la Revolución rusa desde un punto de vista internacional, y pensaba en la posibilidad de su extensión a Occidente, lo cual habría podido ofrecer la oportunidad de destruir el capitalismo ruso moderno justamente en sus comienzos. Pero, cualquiera que fuese el resultado de la revolución, el Partido Bolchevique habría debido controlarla con el fin de explotarla al máximo con vistas al socialismo o, al menos, con vistas a la realización de una transformación democrático-burguesa radical de la sociedad zarista.
Considerándose a sí mismos la vanguardia del proletariado, y considerando a este último la vanguardia de una "revolución popular", los bolcheviques reconocían que para tomar el poder era necesario no sólo un partido revolucionario, sino también organizaciones de masa del tipo de los soviets. Fue en 1917 cuando el concepto de dictadura del proletariado por medio de los soviets se convirtió durante un cierto período en la política oficial de Partido Bolchevique.
También la Revolución de febrero fue el resultado de un movimiento espontáneo de protesta contra las condiciones cada vez más intolerables de la vida durante una guerra que se estaba perdiendo. Se subsiguieron huelgas y manifestaciones en medida cada vez mayor, hasta el punto de provocar un levantamiento general que encontró apoyo en algunas unidades militares y produjo la quiebra del Gobierno provisional. Aunque los partidos socialistas y los sindicatos no fueron los que iniciaron la revolución, sí tuvieron un papel más importante que en 1905. Como en 1905, también en 1917 los soviets no tenían intención, inicialmente, de sustituir al Gobierno provisional. Pero en el desarrollo del proceso revolucionario fueron ocupando progresivamente posiciones cada vez más importantes; prácticamente el poder se dividía entre los soviets y el Gobierno. La ulterior radicalización del movimiento en condiciones sociales que cada vez se deterioraban más, y las políticas vacilantes de la burguesía y de los partidos socialistas, concedieron rápidamente a los bolcheviques la mayoría de los soviets de importancia decisiva y condujeron a la Revolución de Octubre, que puso fin a la fase democrático-burguesa de la Revolución. Con el tiempo, el Régimen se convirtió en la dictadura del Partido Bolchevique. Los soviets castrados eran mantenidos en vida sólo formalmente, para ocultar este hecho. Cualesquiera que fuesen las razones de este cambio -que no nos corresponde analizar en este contexto-, fue a través de los soviets como fueron derrocados tanto la burguesía como el zarismo y fue inaugurado un sistema social diverso. No es inconcebible pensar que en condiciones internas e internacionales distintas los soviets habrían podido mantener su poder e impedir la aparición de la dictadura autoritaria.
No sólo en Rusia, sino también en Alemania, el contenido real de la Revolución no estaba de acuerdo con su forma revolucionaria. Pero mientras en Rusia se trataba sobre todo de una falta de preparación objetiva general para una transformación de tipo socialista, en Alemania se trataba de la falta de voluntad subjetiva para construir el socialismo a causa de la adopción de métodos revolucionarios que eran en gran medida responsables de los fracasos del movimiento consejista en ambas naciones. En Alemania, la oposición a la guerra se expresó en forma de huelgas industriales que, a causa del patriotismo de los socialdemócratas y de los sindicatos, tuvieron que ser organizadas clandestinamente en los puestos de trabajo y por medio de comités de acción que coordinasen las distintas fábricas. En 1918 nacieron por toda Alemania consejos de obreros y de soldados, que derrocaron al Gobierno. Las organizaciones obreras colaboracionistas se vieron obligadas a reconocer este movimiento y a entrar en él, si no por otro motivo, sí para ahogar las aspiraciones revolucionarias. Esto resultaba tanto más fácil cuanto los consejos de obreros y de soldados se componían no sólo de comunistas, sino también de socialistas, sindicalistas, independientes e incluso simpatizantes de los partidos burgueses. El slogan "Todo el poder a los consejos obreros", implicaba la dictadura del proletariado, porque hubiera dejado a los sectores no obreros de la sociedad sin representación política. La democracia, en cualquier caso, era considerada como sufragio universal. La masa de los obreros quería tanto los consejos obreros como la Asamblea Nacional. Obtuvieron ambas cosas; los consejos de forma insignificante, como parte de la Constitución de Weimar, y con ella también la contrarrevolución y, al final, la dictadura nazi.
Resulta bastante claro que la autoorganización de los obreros no es en absoluto una garantía frente a los políticos y acciones contrarias a los intereses de clase del proletariado. En este caso estas organizaciones serán sustituidas por formas tradicionales o nuevas de control del comportamiento obrero por parte de la autoridades viejas o nuevas. A no ser que movimientos espontáneos, que desemboquen en formas organizativas de autodeterminación proletaria, se apropiasen del control de la sociedad, y consiguientemente, de las propias vidas, estos movimientos están destinados a desaparecer de nuevo. Por ello sólo a través de la experiencia de la autodeterminación, en cualquier modo que se realice inicialmente, es como la clase obrera tendrá la capacidad de dirigirse hacia la propia emancipación.
Lo que hemos dicho hasta ahora se refiere al pasado y parece no tener importancia para el presente y para el futuro próximo. Por lo que se refiere al mundo occidental, ni aquella débil oleada de revolución mundial provocada por la Primera Guerra Mundial y por la Revolución rusa se ha repetido durante la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, después de superar algunas dificultades iniciales, la burguesía occidental se encuentra con el pleno control de la sociedad. Se precia de tener una economía de alta ocupación, desarrollo económico y estabilidad social que excluye tanto la necesidad como el deseo de una transformación social. Según propia confesión, ésta es una visión general, todavía empalidecida por algunos problemas no completamente resueltos, de los que es prueba la presencia de grupos sociales pauperizados en todos los países capitalistas. Se supone, sin embargo, que estas manchas serán borradas con el tiempo.
Esta difundida opinión remite a la división entre marxistas ortodoxos y revisionistas de comienzos de siglo en relación con los problemas del desarrollo capitalista. La divergencia se manifestó a propósito de la cuestión sobre la existencia o no existencia de límites objetivos en el capitalismo que asegurasen la disposición subjetiva ante acciones revolucionarias. En tiempos de prosperidad prolongada era el punto de vista revisionista el que se verificaba aparentemente; en tiempos de crisis era la posición ortodoxa la que poseía aparentemente mayor validez. En general, quienes insistían en el factor espontaneísta insistían también en el carácter provisorio del sistema capitalista y sobre su derrumbe seguro, mientras que aquellos que ponían el acento en la organización daban por cosa hecha una transformación evolutiva de la sociedad capitalista en sociedad socialista, transformación realizada a través de procesos legislativos y educativos que tenían lugar en el seno de las instituciones democráticas existentes.
A diferencia de sociedades más estáticas, el capitalismo cambia continuamente. Su proceso productivo, al ser un proceso de expansión del capital, altera continuamente el sistema en todos sus aspectos con excepción de uno. El aspecto inmutable consiste en las relaciones de producción como relaciones entre capital y trabajo, lo cual permite la producción de plusvalor y la acumulación de capital. Puede haber cambios para mejor o para peor; todo depende de la productividad del trabajo y de su relación con las exigencias de ganancia del proceso de acumulación. Históricamente, el capitalismo ha sido un sistema de expansión y de contracción, alterándose los períodos de prosperidad con los de depresión, influyendo en las condiciones de la población trabajadora de modo negativo o positivo. Con el paso del tiempo, según la teoría marxiana, sería cada vez más difícil para el capitalismo superar sus períodos de crisis y la miseria social general asociada a los mismos. Esto habría propiciado el clima social favorable para acciones revolucionarias.
Desde los comienzos de la llamada Revolución Industrial hasta la Segunda Guerra Mundial, la prognosis marxiana podría ser cuestionada sólo en algun período. En efecto, la depresión a nivel mundial de 1929 consolidó la opinión según la cual las contradicciones inherentes a la producción del capital deben conducir a su decadencia y a su quiebra. Pero el modelo teórico abstracto en que se apoyaba esta afirmación, si bien revela la dinámica inmanente del sistema, no excluye modificaciones profundas del mismo, que prolongan su vida. Las clases dominantes encontraron un modo de salir de la depresión durante la guerra manteniendo las intervenciones gubernativas en la economía postbélica. En términos económicos este procedimiento es conocido como la revolución keynesiana. Puesto que las intervenciones gubernativas en la economía aseguraron durante casi dos decenios el crecimiento de la producción y del comercio, se alimentó la ilusión de que se había encontrado un modo de romper la predisposición del capitalismo a la crisis y a la depresión. Se consideró que los medios fiscales y monetarios empleados eran un tipo de "planificación" que podía asegurar el pleno empleo y la estabilidad social.
El ciclo de negocios del capitalismo del laissez faire ha sido controlado aparentemente. Pero no por completo, porque persiste la desocupación y períodos de recesión perforan aquí y allá la tendencia general a la expansión. Pero las largas depresiones con desocupación en amplia escala parecen cosa del pasado. Aunque los múltiples efectos de las depresiones ofrecen pábulo a explicaciones diversas, desde el punto de vista marxiano encuentran su causa principal en el carácter de valor de la producción capitalista. Es decir, la producción no está ligada a las necesidades de los hombres, sino al aumento del capital privado. Una magnitud dada de capital debe producir una magnitud mayor. Los períodos de depresión son períodos en los que el rédito está en depresión. Finalizan con una revitalización de los negocios cuando se descubren nuevos métodos y medios para aumentar el rédito del capital. Hablar, por tanto, del fin del ciclo del capital implicaría que el capital es actualmente capaz de asegurar indefinidamente el propio rédito.
Superficialmente, no tienen mucha importancia los tipos de explicación que se ofrecen para la crisis del capitalismo. Las mercancías no sólo deben ser producidas, también deben ser vendidas. Las ganancias obtenidas en la producción deben ser realizadas en la circulación. La anarquía de la producción en el capitalismo explica las desproporciones que dificultan la realización del plusvalor, y conduce a desajustes entre inversiones y productividad que obstaculizan la producción de las ganancias. La crisis del capitalismo puede ser descrita como crisis de sobreproducción o de subconsumo, cada uno de los cuales implica dificultades en el proceso de realización de la ganancia y, por tanto, dificultades en mantener un nivel dado de producción y un ritmo de crecimiento "normal". La crisis completa del capitalismo es el conjunto de todas estas cosas simultáneamente. Cualesquiera que sean los aspectos de la crisis total puestos de relieve, están centrados todos en el hecho de una reducción de la producción por falta de incremento de crédito.
Es claro que ningún capitalista reducirá la producción mientras el mercado le asegure ganancias adecuadas. Disminuye la producción y aplaza nuevas inversiones cuando ya no es capaz de encontrar mercados suficientemente amplios para sus productos. Pero la crisis del capitalismo es un fenómeno general que alcanza a todos los capitales. Cuaquier capitalista, o cualquier compañía, reaccionará frente a la crisis tratando de mantener, o incluso aumentar, su parte de mercado que está disminuyendo, a través de una reducción de los costes de producción lo suficientemente amplia como para recuperar una posible pérdida de rédito. Si bien todos los capitalistas tratan de huir de la situación de crisis, no todos lo lograrán; pero aquellos que sobreviven a esa situación no sólo habrán incrementado su tasa de ganancia, sino que también habrán aumentado sus mercados, aunque sólo sea a expensas de los capitales destruidos. Es a través de la competencia por las ganancias y por los mercados como el capital se concentra y se centraliza, para el perfeccionamiento del proceso de acumulación.
La producción del capital es acumulación de capital. El plusvalor, es decir, la fuerza de trabajo no pagada se transforma en capital añadido. "Medido" en relación al total de capital invertido, traduce un cierto valor en ganancia. Este valor debe ser tal que permita la continuación del proceso de acumulación. El capital se divide en inversiones en medios de producción e inversiones en fuerza de trabajo. Este es sólo otro modo de describir la realidad del aumento de productividad del trabajo y del aumento del plusvalor. Pero a no ser que el segundo aumente tan velozmente como el capital total, y no siempre es así, el valor de la ganancia descenderá. Según Marx, ésta es una consecuencia de la aplicación de la teoría del valor-trabajo al proceso de acumulación del capital.
No es necesario entrar en todas las complejidades del mecanismo de la crisis capitalista, porque no hay teoría económica burguesa que condivida la idea de Marx según la cual, por una parte, todas las dificultades del capitalismo se deben en último análisis a una ausencia de incremento del rédito y, por otra parte, sólo a través de un incremento del rédito es como pueden ser superadas esas dificultades. Los clásicos, Smith y Ricardo, temían la caída de la tasa de rédito, si bien por razones distintas de las aducidas por Marx. La teoría neoclásica hace del desempleo un resultado del desequilibrio que reduce el impulso a invertir. Dado que la teoría keynesiana ha encontrado una aceptación tan universal, se puede decir que la teoría de Marx de la tendencia a descender de la tasa de ganancia, como consecuencia de la acumulación del capital, ha sido adoptada por la economía burguesa, si bien con una terminología diferente. Allí donde Marx habla de sobreacumulación de capital relativa a su incremento de rédito, la teoría keynesiana habla de la creciente escasez del capital y de la subsiguiente disminución de su eficiencia marginal. Donde Marx habla de un ritmo de acumulación en descenso, la teoría keynesiana considera el mismo fenómeno como una escasez de demanda efectiva. En ambos casos se trata de una escasez de inversiones, causada por un incremento débil del rédito.
La teoría económica moderna sugiere nada menos que la integración de la demanda insuficiente que crea el mercado con una demanda creada por el propio Gobierno, que asegure un alto nivel de ocupación. Para no deprimir aún más la demanda generada por el mercado, la demanda creada por el Gobierno debe caer fuera del sistema de mercado. No debe ser competitiva y comprende, en general, gastos para los trabajos públicos, armas y otros productos de despilfarro. A causa de la naturaleza imperialista de la competición del capital a nivel internacional, la gran masa de la demanda del Gobierno se centra en el armamento y en otros gastos militares. En una palabra, los gastos gubernamentales deben ser aumentados para hacer frente a los efectos de depresión causados por un ritmo insuficiente de expansión del capital.
Con este fin, los gobiernos practican exacciones por medio de impuestos o piden en préstamo recursos privados -siendo el préstamo, naturalmente, una simple forma de exposición fiscal diferida-. Esto da al gobierno la posibilidad de aumentar sus gastos; lo cual, si bien garantiza a aquellos que recibían los encargos del gobierno los precios y ganancias de producción, constituye un gasto para toda la sociedad. Aquella parte de la producción total que comprende, como productos finales, los gastos públicos, no entra en el mercado, puesto que no existe demanda privada de obras públicas y de armamento. Es producción que no da ganancias, en el sentido de que ninguna parte de la misma es acumulada bajo forma de medios de producción que garantizan ganancias adicionales. En lugar de acumulación de capital, lo que hay es una acumulación de la deuda nacional.
El plusvalor que corresponde al capital puede ser consumido enteramente por los capitalistas o convertido parcialmente en capital adicional. Cuando es totalmente consumido, prevalece una condición que Marx llama de reproducción simple. Esto es posible de modo excepcional, pero, como condición duradera, comportaría el fin de la producción de capital, es decir, de la expansión del capital. Al margen del hecho de que un capitalismo sin acumulación es un capitalismo en crisis (porque sólo a través de la expansión del capital es como la demanda del mercado es suficiente para la realización de las ganancias obtenidas con la producción), la reproducción simple no es producción capitalista. Suponiendo que todo el plusvalor no consumido por los capitalistas se gastase en la producción de armas, cesaría de acumularse capital. Habría, tal vez, un uso pleno de los recursos productivos, pero esto no significaría un sistema de producción capitalista. Es por esta razón por la que una producción, debida a la intervención de la esfera pública, que no dé ganancias, debe ser limitada de modo que no excluya una ulterior acumulación de capital.
Es por esta razón también por lo que el aumento de la producción determinado por la intervención pública por medio de los impuestos y la financiación deficitaria, era considerada una medida de emergencia para hacer frente a un ritmo de inversiones en declive, declive que era considerado él mismo un acontecimiento de carácter temporal. En razón de la persistencia de una demanda insuficiente, la medida de emergencia fue aceptada enseguida como condición permanente y la llamada economía mixta sustituyó al llamado sistema del laissez faire. Las intervenciones del gobierno en la economía eran consideradas capaces no sólo de evitar una tendencia económica depresiva, sino también de asegurar la estabilidad económica e incluso el desarrollo. Con todo, la economía mixta es considerada como una economía en la que el sector gubernamental permanece en una posición minoritaria, preocupándose solamente de las deficiencias del sistema privado. Si el sector público, que no proporciona beneficios, se desarrollase a mayor velocidad que el sector privado, que sí proporciona beneficios, pondría en marcha una tendencia que conduciría al declive de la producción privada de mercancías. La expresión del sector público debe ser frenada en el punto en que un crecimiento ulterior del mismo transformaría la economía mixta en algo diverso.
Entretanto, el sector público se financia con impuestos y préstamos públicos. Su producción, en cualquier caso, no da beneficios y, por tanto, no da intereses. Los intereses de la Deuda pública deben ser cubiertos con nuevos impuestos y nuevos préstamos que reduzcan la reditividad del capital privado. Para mantener la reditividad necesaria se alzan los precios de modo que los costes de la intervención pública deficitaria pesan sobre la sociedad entera. El crecimiento del sector público está, de este modo, acompañado por la inflación. Parar el proceso de inflación querría decir restringir el sector público de la economía.
Las economías de los países occidental están, sin embargo, en una situación de boom, no obstante y a causa de la inflación y del crecimiento de la deuda nacional. La producción privada y estatal juntas aseguraban un alto nivel de empleo y de crecimiento económico, si bien el ritmo de crecimiento era distinto en los diversos países. En parte, el salto hacia adelante se explica en términos tradicionales. La enorme destrucción de capital, en términos tanto físicos como de valor, durante la Segunda Guerra Mundial cambió la estructura del capital internacional de modo tal que hizo posible una renovación de la expansión de las ganancias al capital. Lo mismo vale para su ulterior concentración y centralización, tanto a nivel nacional como plurinacional. La extensión del sistema de credito, particularmente a través de una financiación pública deficitaria, sirvió de ayuda a la expansión general de la producción y los movimientos internacionales de capital hicieron posible una rápida restauración de la actividad económica en naciones duramente maltratadas por la guerra. Sobre todo, la productividad del trabajo aumentó lo suficiente como para permitir tanto la acumulación del capital como el restablecimiento, promovido por el gobierno, de la producción que había sufrido daños. Por conseguiente, en la medida en que la productividad del trabajo se puede aumentar lo necesario para asegurar una tasa de ganancia ineludible, son en realidad los gastos públicos crecientes los responsables del alto nivel de empleo, y de condiciones relativamente prósperas. A pesar de esto, y a largo plazo, el proceso es de tipo defensivo. Aunque aumente el número absoluto de obreros, el proceso de acumulación del capital es un proceso de desmovilización del trabajo. Menos trabajo debe producir proporcionalmente más plusvalor que permita el incremento del rédito y la expansión del capital. A la vez que crece la productividad del trabajo, sobre todo a través de innovaciones tecnológicas, disminuye el número de trabajadores que producen plusvalor. En terminología burguesa, "la productividad del capital" sustituye a la productividad del trabajo. Las ganancias, o el plusvalor, no pueden ser sino plustrabajo. Y si el trabajo disminuye en relación al capital acumulado, disminuye el plustrabajo y, consiguientemente, el plusvalor o beneficio.
Puesto que la desmovilización del trabajo es un proceso continuo, el crecimiento de la productividad del trabajo restablece, junto con la acumulación del capital, el mecanismo de las crisis. Una tasa dada de acumulación no puede ser mantenida a causa de su decreciente reditividad. Mantener y ampliar el nivel dado de la producción, a pesar de un rédito decreciente, requiere el consiguiente aumento de la intervención pública. Y esto, a su vez, exige un crecimiento ulterior de la productividad del trabajo y, por tanto, la repetición del proceso completo. Llegará necesariamente un momento, aunque es imposible predecir cuándo, en el que la producción que no genera ganancia neutralizará a aquella que la genera. Y esto es así por cuanto la tendencia inmanente de la expansión del capital es la disminución de la tasa de ganancia, incluso con independencia del crecimiento del sector de la economía que no genera ganancia.
En una palabra, el mero aumento de la producción no es un sustitutivo del incremento del rédito, del que depende la acumulación del capital. La prosperidad así conseguida es una falsa prosperidad que, con más fuerza que cualquier prosperidad real, prepara una nueva situación de crisis, más destructiva si cabe. Una crisis de esta índole no podrá ser encauzada y controlada por más tiempo merced a la intervenciones gubernamentales en el ámbito de la economía mixta. Se consolidará cuando estas intervenciones hayan alcanzado límites que no pueden superar, so pena de destruir el sistema capitalista de mercado.
En realidad se podría afirmar con certeza que la crisis de la producción capitalista ha sido constante desde finales del siglo pasado. El automatismo mayor o menor del ciclo de negocios del capitalismo del siglo XIX jamás ha funcionado. A su vez, los cambios estructurales que han permitido resistir al sistema han sido introducidos con las guerras y la intervención estatal.
El radicalismo de izquierda se ha apoyado en lo que sus adversarios reformistas llamaban "la política de la catástrofe". Los revolucionarios esperaban no sólo el empeoramiento del nivel de vida de la población trabajadora y la eliminación de las clases medias a través de la concentración del capital, sino también crisis económicas tan destructivas que producirían convulsiones sociales que llevarían finalmente a la revolución socialista. No podían pensar en la revolución en otros términos que en los de una necesidad objetiva. Y, en efecto, todas las revoluciones sociales se han producido en tiempos de catástrofe social y económica.
No sorprende, entonces, que la aparente estabilización y la creciente expansión del capitalismo occidental después de la Segunda Guerra Mundial hayan llevado no sólo al abandono sincero de la clase obrera, sino también a la transformación de la ideología en la praxis del estado del bienestar con economía mixta. Esta situación es celebrada o deplorada como integración del trabajo y el capital, como el nacimiento de un nuevo sistema socioeconómico, libre de crisis, que combina los aspectos positivos del capitalismo y del socialismo excluyendo los negativos. Se habla frecuentemente de él como de un sistema postcapitalista en el que el antagonismo entre capital y trabajo ha perdido su originaria importancia. Dentro del sistema existe todavía la posibilidad de toda clase de cambios, pero no se cree más que pueda tener lugar una revolución social. La historia como historia de la lucha de clases ha llegado aparentemente a su fin.
Lo que sorprende son las distintas tentativas todavía en curso para adaptar la idea del socialismo a este nuevo estado de cosas. Se espera poder alcanzar el socialismo, concebido al modo tradicional, a pesar de que prevalecen condiciones que hacen superflua su gestación. La oposición al capitalismo que ha perdido su base en las relaciones fundadas en la explotación material, encuentra nuevo fundamento en la esfera filosófica y moral de la dignidad del hombre y del carácter de su trabajo. La pobreza, se afirma[10], no ha sido nunca y no podrá ser nunca, un factor revolucionario. Y aunque lo hubiese sido, ya no lo sería hay porque la pobreza se ha convertido en un problema marginal: el capitalismo, hablando en general, está hoy en condiciones de satisfacer las necesidades de consumo de la población trabajadora. Aunque pudiera ser necesario luchar por objetivos inmediatos, tales luchas no le crearían un problema radical a todo el orden social. En la lucha por el socialismo, el esfuerzo mayor debe ser concentrado sobre las necesidades cualitativas más que sobre las cuantitativas, son justamente las necesidades cualitativas las que no puede satisfacer el capitalismo. Lo que se necesita es la conquista progresiva del poder por parte de los trabajadores mediante "reformas no reformistas".
En cualquier caso, "reformas no reformistas" es sólo otra expresión en lugar de revolución proletaria. Una lucha por un significativo "control de la producción por los trabajadores" es ciertamente equivalente al derrocamiento del sistema capitalista. Queda abierto el problema de cómo realizar este objetivo cuando no hay necesidades que empujan a hacerlo. El capitalismo existe porque los trabajadores no tienen el control de los medios de producción y si adquieren este control el capitalismo dejará de existir. Este objetivo no puede ser realizado dentro del sistema capitalista y su reivindicación muestra que aún existe la ilusión que el capitalismo se encuentra en realidad en un estado de transición al socialismo -transición que debe ser acelerada a través de la acciones del proletariado basadas en este impulso general.
Queda todavía el problema de los intrumentos organizativos a usar para este objetivo. La integración de las organizaciones del proletariado hoy existentes en la estructura capitalista ha sido posible porque el capitalismo ha sido capaz de ofrecer un aumento del nivel de vida a la clase obrera. Los salarios han subido constantemente y en algunos casos con la misma velocidad que la productividad del trabajo. El incremento general de la explotación no ha impedido, sino permitido, una mejora del nivel de vida, y si esta tendencia hubiese de continuar, no existe razón que no haga suponer que la lucha de clases dejará de ser un factor determinante del desarrollo social. En este caso, dado que el hombre es el producto de las situaciones en que vive, la clase obrera no formará una conciencia revolucionaria y no estará interesada en arriesgar un relativo bienestar actual a cambio de las incertidumbres de la revolución proletaria. No en vano la teoría marxista de la revolución se fundaba en la creciente miseria del proletariado, si bien esta miseria no debía ser medida sólo en base a las fluctuaciones de la escala de salarios en el mercado de trabajo.
Aunque sean una realidad, las mejoras de las condiciones de vida del proletariado en las relaciones con el capitalismo avanzado han sido muy exageradas. Sin embargo, estas mejoras han sido lo suficientemente amplias como para extinguir el radicalismo proletario, aunque eran demasiado insignificantes para modificar la posición social de los trabajadores. Aunque el "valor" de la fuerza-trabajo debe ser siempre menor que el "valor" del producto que crea el "valor" de la fuerza-trabajo, puede implicar diferentes condiciones de vida. Se puede expresar en una jornada de trabajo de doce o de seis horas, en habitaciones más o menos cómodas, en diversas cantidades de bienes de consumo. En cualquier situación, el nivel del salario y un poder adquisitivo determinan las condiciones de la población trabajadora, así como sus lamentaciones y sus aspiraciones. Las condiciones mejores terminan siendo las habituales y su mantenimiento es necesario para mantener el asentimiento de la clase trabajadora. Si sufrieren deterioro, surgirá una oposición obrera, como ocurría antes en el caso de empeoramiento del nivel de vida, cuando éste era generalmente más bajo. El consenso social puede ser perturbado sólo en la hipótesis según la cual el nivel de vida, hoy dominante, podrá ser mantenido e incluso tal vez mejorado.
La validez de esta hipótesis, si bien es confirmada por experiencias recientes, no es en absoluto cierta. Pero la simple aserción, según la cual carece de valor en el plano teórico, no es suficiente para modificar una práctica social que se basa en la ilusión de su valor permanente. Hay con todo elementos que permiten afirmar que el mecanismo capitalista de la crisis continúa reafirmándose, a pesar de las distintas modificaciones del sistema. Frente a la persistencia de la baja tasa de expansión del capital privado en América y la disminución de las tasas de expansión posteriores a la guerra en Europa Occidental, ha surgido un nuevo desengaño. Mientras los keynesianos de izquierda responden a esta situación al modo tradicional, pidiendo intervenciones cada vez más amplias de los gobiernos, los keynesianos de estricta observancia piden una "inversión" de las politicas keynesianas, es decir, medidas deflacionistas y un desplazamiento de acento del sector público al privado. Estas dos peticiones destruyen el fundamento lógico en que se basan. La ampliación del sector público sólo es posible pagando un precio muy alto: a costa del sector privado; el aumento de producción que se derivaría iría acompañado de las consecuencias depresivas de una tasa de expansión todavía menor para el capital privado, la restricción del sector público puede tal vez elevar la reditividad del capital, pero no asegura una tasa de acumulación que garantice el pleno empleo. La descomposición en gran escala impondría una vuelta a gastos estatales más amplios.
La discusión sobre el mejor tipo de política económica es llevada a cabo habitualmente sin considerar la naturaleza particular de clase del capitalismo. Mientras unos concluyen que una economía mixta que favorezca el sector público en relación con el privado hará aumentar más rápidamente el producto nacional, otros afirman lo contrario. Como si el funcionamiento de la economía pudiese ser juzgado con el metro de la producción y no con el de la reditividad. Incluso se ha llegado a decir que una "justa competición" entre producción gubernativa y empresa privada revelaría la superioridad de la última y pondría así en evidencia la necesidad de limitar el crecimiento del sector público de la economía. En cualquier caso, la realidad es que no existe competencia, sea justa o no, entre estos dos sectores de la economía, porque, en caso de que existiese, conduciría sin remisión a la destrucción de la economía basada en la empresa privada. A decir verdad, existen industrias nacionalizadas en todos los países capitalistas, y algunas de ellas compiten realmente con industrias privadas. Pero constituyen una parte bastante pequeña del aparato productivo, una parte que tiene dimensiones distintas en los distintos países, y que, en general, es mantenida "en competencia" por medio de algún tipo de ayuda. Pero, por grande que pueda llegar a ser el sector nacionalizado, debe constituir una parte restringida de la economía, porque de otro modo el sistema se ve obligado a transformarse en un sistema de capitalismo de Estado.
Por lo que se refiere a la burguesía, un sistema de capitalismo de Estado sería equivalente al socialismo, puesto que ambos presuponen la expropiación del capital privado. Las tendencias al capitalismo de Estado en el seno de una economía mixta no van en esta dirección. Esas tendencias tienen el objetivo de defender, no de contrarrestar, la economía de la empresa privada. En lugar del Estado que organiza la economía según las necesidades de la comunidad percibidas por las autoridades respectivas, es el capital el que controla al Estado y el que utiliza sus poderes para asegurarse el incremento del rédito y el propio dominio social[11]. La integración del capital y del gobierno transforma las políticas de las grandes empresas en políticas nacionales e impide una transformación en capitalismo de Estado. Esto impide también la extensión del sector público de la economía y una transformación de su carácter hasta el punto en que cesa de servir a las necesidades particulares del capital monopolista. Resolver la crisis que se aproxima a través de ulteriores intervenciones gubernativas exigiría ya una revolución social. A falta de esta revolución, sólo existen las alternativas de la crisis económica tradicional o la reconstrucción de la economía capitalista mundial a través de una guerra.
Armas y otros productos inútiles no son un sustitutivo de la guerra misma. Simplemente implican un "consumo social" más amplio a expensas de la acumulación del capital. La guerra, sin embargo, no sólo destruye capital, sino que puede abrir cauces de expansión para los capitales victoriosos, lo cual puede conducir a una expansión general del capital. También aquí la apresurada destrucción del capital prepara el terreno para una ulterior expansión de los capitales que han sobrevivido. La masa de ganancia que cae en las manos de un capital que momentáneamente es más restringido, pero más concentrado, hace crecer el ritmo de ganancia, creando así la posibilidad de una nueva fase de expansión. Las guerras capitalistas son un fenómeno previsible en el marco del proceso de acumulación competitivo a nivel internacional, llevado a cabo por entidades capitalistas organizadas a nivel nacional. La forma de competencia capitalista nacional es una extensión de las relaciones clasistas de producción en el seno de cada país particular. El nacionalismo en condiciones de mercado mundial implica el imperialismo, en cuanto extensión del proceso de concentración nacional a la escena internacional.
Sin embargo, la guera no puede ser por más tiempo el instrumento, acelerado por la política, de la expansión del capital. Las fuerzas destructivas del capitalismo moderno son de tal índole que una competencia capitalista efectiva a través de la guerra podría destruir la base material de la misma producción capitalista. Esto encuentra expresión en el impasse atómico. Del mismo modo que las depresiones del siglo XX no garantizaban por más tiempo una vuelta a la prosperidad y encontraron la solución en guerras mundiales, la solución de la crisis capitalista a través de la guerra tampoco puede constituir una posibilidad social. Las potencias dominantes parecen, en todo caso, dudar de la pretensión de ajustar sus divergencias por medio de una guerra atómica. La existencia de un capitalismo ininterrumpidamente en expansión parece estar amenazada por igual por la guerra y por la depresión.
La monstruosidad de la guerra atómica, naturalmente, no puede excluir la posibilidad de que, como último recurso, se transforme en realidad.
La búsqueda "racional" de intereses privados, particulares y nacionales determina la irracionalidad del sistema capitalista en su conjunto. En este caso son los acontecimientos los que dominan a los hombres, y podría muy bien ocurrir que el mundo capitalista fuese destruido por sus beneficiarios más bien que por sus víctimas. En una tal eventualidad, los problemas discutidos en este texto son irrelevantes, porque se basan en la suposición de que el capitalismo no se destruirá por sí mismo.
No siendo capaces de correr los riesgos de guerras de gran escala, las políticas de las clases dominantes, a nivel nacional e internacional, se limitan al mantenimiento del status quo. El estancamiento, en cualquier caso, viola los principios del capital, la transformación constante de los procesos de producción con consiguientes transformaciones en las relaciones sociales excepto una. El estancamiento se transforma en recesión, que indica que el modo de producción capitalista está alcanzando sus límites históricos. Con la disminución de la potencialidad de la producción gubernativa crece la necesidad del capitalismo de asegurar el propio rédito, cualesquiera que sean las consecuencias de inestabilidad social. La economía keynesiana se revela capaz de prosperar, pero no de superar, el mecanismo de crisis inserto en el capitalismo.
Ningún sistema social quiebra por sí mismo. Hasta que no es revocado, las clases privilegiadas actuarán dando por descontado que es el único sistema social posible y lo defenderán con todos los medios a su alcance. Aunque dubitantes ante la perspectiva de tener que recurrir a la guerra total para someter la economía mundial a las exigencias específicas de las potencias capitalistas dominantes, las clases privilegiadas tratarán de asegurar y extender su dominio con medios económicos, políticos y militares. Pero si lograran traducir los costes de estos esfuerzos en un incremento de ganancias futuras, tales costes serían simplemente una expresión ulterior del carácter relativamente estancado de la producción de capital. Y, como el "consumo social" provocado por la demanda debida a los gastos públicos, este "consumo destructivo" obtenido a través de una situación de guerra limitada, en sus resultados finales, sólo puede intensificar la crisis de la producción de capital. A no ser que la diagnosis marxista esté equivocada -de lo cual no existe prueba alguna-, las contradicciones inherentes a la producción de capital, que explican las expansiones y las contracciones del sistema, y las dificultades cada vez mayores para superar estas últimas, harán inefectivas las distintas medidas arbitradas por la burguesía para frenar la decadencia del capitalismo.
Dejando a un lado las condiciones tercermundistas existentes aquí y allá en todas las naciones capitalistas, las condiciones de la parte subdesarrollada del mundo testimonian la incapacidad del capitalismo para industrializar la economía mundial. Todo lo que el capitalismo ha sido capaz de crear es un mercado mundial que somete a los pueblos del mundo a la explotación, tanto de sus propias clases dominantes como de las de los países capitalistas dominantes. Las tendencias a la concentración y a la centralización de la producción de capital polarizan a las naciones del mundo en pobres y ricas, del mismo modo que polarizan la división entre capital y trabajo en el seno de cualquier país capitalista. Y de la misma manera que el proceso de acumulación tiende a destruir el rédito del capital en los países avanzados, así también el mismo proceso destruye, a través de su empobrecimiento creciente, la posibilidad de explotar a los países subdesarrollados. A la vez que aumenta la necesidad de ganancias externas a causa de la disminución del rédito en los países capitalistas, la capacidad de explotación de los países subdesarrollados disminuye, provocando movimientos sociales que se oponen al control monopolista del mercado mundial. La capitalización de la parte subdesarrollada del mundo bajo los auspicios de la empresa privada se hace cada vez más problemática, tanto por razones políticas como por razones económicas. Esto acontece en un momento en que sólo la expansión del capital hacia el exterior podría compensar su contracción en el interior, debida al inevitable aumento de aquellos sectores que no proporcionan ganancias, lo cual sirve para dar salida provisoria a una situación de crisis de otro modo inevitable.
La capitalización ulterior de la economía mundial, aunque es necesaria para aumentar la masa de plusvalor con vistas a un desarrollo general de la producción de capital, está obstaculizada por la posición monopolista de los capitales existentes en los países subdesarrollados, que pueden permitir una evolución de este tipo sólo a través de una expansión ulterior. Sus exigencias de ganancias y de acumulación impiden un desarrollo independiente del capital en las economías retrasadas y transforman a éstas en otros súbditos de las potencias capitalistas dominantes. Si de algún modo pueden avanzar esas economías, sólo lo pueden hacer en los márgenes del avance de los países ricos de capital, y esto sólo en la medida en que su capitalización sirve de apoyo a la acumulación de capital en los países capitalistas dominantes.
La pura y simple condición de indigencia obligará necesariamente a los países subdesarrollados a tratar de derrocar el control extranjero de su economía y abrir así el camino para un desarrollo industrial independiente. A causa de la interrelación entre las clases dominantes de estos países y aquellas de los países imperialistas, esto presupone revoluciones sociales dirigidas simultáneamente contra el retraso semifeudal y el capital monopolista mundial. Tales revoluciones no pueden ser combatidas en base a una ideología capitalista pasada de moda. Serán combatidas en nombre de la independencia nacional y del socialismo, entendiendo por este último una economía planificada bajo los auspicios del gobierno. El ejemplo de las revoluciones rusa y china fijan las aspiraciones de los revolucionarios en los países atrasados, y donde logran triunfar, tienden a destruir la base social de un desarrollo basado en las relaciones de propiedad. Un desarrollo nacional independiente es una ilusión, naturalmente, porque todas y cada una de las naciones está más o menos ligada a la división internacional del trabajo en condiciones de mercado internacional. Se realiza entonces un reagrupamiento de sistemas sociales más o menos idénticos, si no por otros motivos, sí para superar las condiciones precarias de un aislamiento nacional, y consiguientemente la división del mundo en dos sistemas distintos que producen capital, en la cual la expansión de uno de los sistemas implica la contracción del otro.
La coexistencia de los dos sistemas alimentó la esperanza de que convergerían finalmente en un tercer sistema, que contuviese elementos de ambos y condujese a una unificación de la economía mundial. Esta opinión se basa en una relación económica formal y no tiene en cuenta las relaciones de clase subyacentes a los dos sistemas. A pesar de cualquier modificación que puedan sufrir, permanecerán diferenciados porque cada uno de ellos presupone un conjunto distintos de personas con poderes de decisión y, por tanto, cambios decisivos en las relaciones sociales de poder. Mientras en uno de los sistemas, por decirlo así, el control político está asegurado a través de medios económicos, en el otro lo está a través de medios políticos. Cada uno de los dos sistemas implica una clase dirigente distinta y distintas políticas económicas, y esto impide una convergencia seria. Por el contrario, semejanzas cada vez mayores entre los dos sistemas indican una intensificación de la competencia en términos económicos, políticos y militares, que se refiere no sólo a cuestiones puramente "económicas", sino también a la expansión o contracción de uno u otro de los dos sistemas sociales.
Este tipo de competencia, combinada con la competencia general de todos los capitales, y con la competencia por el influjo y el control de los países subdesarrollados formalmente independientes, promete tener al mundo en una agitación continua y devorar una parte cada vez mayor de la producción social. La producción capitalista se transforma progresivamente en una producción con objetivos destructivos, si bien puede florecer sólo a través de la acumulación del capital. Algo que era posible de modo excepcional en el pasado, es decir, un ritmo de acumulación muy bajo en condiciones de guerra, tiende a convertirse en la regla de la que depende la existencia futura del capitalismo. E indica también su decadencia segura. Con esto, el futuro del capitalismo estará caracterizado por la miseria creciente de masas de población cada vez más amplias -primero en los países subdesarrollados, después en las naciones capitalistas más débiles y finalmente en las potencias imperialistas dominantes.
Las perspectivas del capitalismo siguen siendo aquellas de las que Marx nos dio las línea generales. Si las cosas están así, es sensato suponer que cuando las crisis encubiertas se hagan agudas, cuando la falsa prosperidad conduzca a una depresión, el consenso social típico de la historia reciente propiciará el resurgir de la conciencia revolucionaria, tanto más en la medida en que la irracionalidad creciente del sistema resulta clara incluso a estratos sociales que aún obtienen beneficios de su existencia. Independientemente de las condiciones prerrevolucionarias existentes en casi todos los países subdesarrollados, e independientemente de las guerras, aparentemente limitadas pero aún en curso, combatidas en diversas partes del mundo, una insatisfacción general sirve de telón de fondo, minando sus bases, a la aparente tranquilidad social del mundo occidental, y de vez en cuando emerge a superficie, como es el caso en el reciente movimiento de protesta en Francia. Cuando esto es posible en condiciones de relativa estabilidad, es ciertamente posible en condiciones de crisis general.
La integración de las organizaciones obreras tradicionales en el seno del sistema capitalista es una ventaja para este último sólo en la medida en que es capaz de afrontar los beneficios prometidos y reales de la colaboración de clase. Cuando estas organizaciones se ven obligadas por las circunstancias a convertirse en instrumentos de represión, pierden la confianza de los obreros y, por tanto, su valor en relación con la burguesía. Aunque no sean destruidas, pueden estar dominadas por acciones independientes de la clase obrera. Existen pruebas históricas no sólo del hecho de que la falta de una organización no impide una revolución organizada, como en Rusia, sino también del hecho que la existencia de un movimiento obrero reformista muy fuerte puede ser puesta en peligro por nuevas organizaciones de la clase obrera, como en la Alemania de 1918, y por el movimiento de los shop stewards en Inglaterra durante y después de la Primera Guerra Mundial. Incluso bajo regímenes totalitarios, ciertos movimientos espontáneos pueden conducir a acciones obreras que encuentran expresión en la formación de consejos obreros, como en Hungría en 1956.
Resumiendo: el reformismo presupone un capitalismo reformable. Mientras el capitalismo mantiene ese carácter, la naturaleza revolucionaria de la clase obrera existe sólo en forma latente. Incluso dejará de ser consciente de su posición de clase e identificará las propias aspiraciones con las de las clases dominantes. Un día, sin embargo, la existencia prolongada del capitalismo terminará dependiendo de un "reformismo al revés", se verá obligada a recrear justamente aquella condiciones que condujeron al desarrollo de la conciencia de clase y la promesa de una revolución proletaria. Cuando llegue ese día, el nuevo capitalismo se asemejará al viejo, y se encontrará de nuevo en condiciones distintas frente a la vieja lucha de clase.
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1.- Qué hacer, 1902, y Un paso adelante y dos atrás, 1904.
2.- Cuestiones organizativas de la revolución rusa.
3.- Reflexiones sobre la violencia, 1906.
4.- Para la historia de los soviets rusos cfr. OSKAR ANWEILER, Die Rätebewegung in Russland, 1905-1921, Leiden, 1958.
5.- Para el papel de los consejos obreros en la revolución alemana cfr. PETER VON OERTZEN, Betriebsräte in der Novemberrevolution, Düsseldorf, 1963.
6.- Die Russische Revolution, 1905, Berlín, 1923.
7.- Masseaktion und Revolution (Acción de masas y Revolución), "Neue Zeit", 1912.
8.- El fin de la Duma y la tarea del proletariado, 1906.
9.- Resolución para el V Congreso del Partido Socialdemócrata Ruso del Trabajo.
10.- Lo dice, por ejemplo, ANDRÉ GORZ, en Estrategia del movimiento obrero, 1964.
11.- Para un análisis descriptivo de esta situación por lo que se refiere a los Estados Unidos, véase Who Rules America?, de G. WILLIAM DOMHOFF, 1967.