OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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"RAHAB", de WALDO FRANK1
El más fino retrato de mujer que he encontrado, en una novela contemporánea, no pertenece a Paul Morand, ese donjuanesco coleccionista de noches cosmopolitas, de placeres internacionales y de mujeres finiseculares y neuróticas. No pertenece siquiera a la literatura francesa que desde los tiempos del gran Balzac hasta los del pequeño Bourget, debe una parte de su fama a su galería de psicologías femeninas. Está en una novela de Waldo Frank. Es el retrato de esta Fanny Luve, sobre cuya vida Waldo Frank, escribe el nombre de "Rahab", la dulce prostituta de Jericó que albergó en su morada a los emisarios de Israel, porque su sencilla e ingenua ánima reconoció en ellos a un designio del Señor. Rahab reúne las condiciones superiores de la novela psicológica; pero clasificarla sobre esta etiqueta sería tal vez rebajarla al nivel de un género en el que se admite una pornografía, más o menos disfrazada o mundana, que reemplaza en el gusto de las burguesitas a un romanticismo de similor. Fanny Luve es una adúltera que, repudiada, se extravía por los malos caminos de la ciudad tentacular. Pero ni su adulterio ni su caída son en sí mismos el tema, el fondo del romance. El de Fanny Luve es el drama de una mujer que, en su adulterio y en su caída, busca su salud y su salvación. No se reduce a una aventura sexual; se eleva a la altura de una aventura religiosa. En el pecado y en la expiación, Fanny Luve no tiene otra meta que Dios y la verdad. Fanny Luve podía haberse conformado con la mediocridad de una existencia ensombrecida por la mentira. Su pecado podía haber quedado ignorado. Pero esta criatura mística se sentía capaz de cualquier renunciamiento, pero no de la verdad. Quería la dicha, pero la quería en la verdad. Fanny sabe bien qué cosa la diferencia de las demás. «Se puede vivir sin formular preguntas. Pero tú no. Se puede tejer entre el corazón y el pensamiento una placa de acero. Pero tú no puedes hacerlo. Señor, sí, yo pensaré. Yo te prometo, Señor. Yo me acordaré de que he sufrido, de que muero, de que estoy aquí a fin de pensar...». Esta angustia, esta tortura, tal vez sólo son posibles en una mujer sajona. La latina vive con más prudencia, con menos pasión. No tiene esta ansia de verdad. La española, sobre todo, es muy cauta y muy práctica. Waldo Frank, precisamente, la ha definido con precisión admirable. «La mujer española —ha escrito— es pragmatista en amor. Considera el amor como el medio de criar hijos para el cielo. No existe en Europa mujer menos sensual, menos amorosa. De muchacha es bonita; fresca esperanza colorea su tez y agranda sus negros ojos. Para ella, el matrimonio es el estado más alto a que puede aspirar. Una vez casada desaparece en ella, cual una estación, la innata coquetería de la primavera: al momento se torna juiciosa, gruesa, maternal. ¡Es poderosa esta hembra llena de cordura en una tierra de furiosos soñadores!». En los Estados Unidos —en el prosaico país industrial del que los latinos ven la potencia material, sin suponerla una creación del espíritu— la religiosidad, la exaltación, el misticismo de Fanny son, en cambio, un producto típico de la tradición espiritual. El judío, el puritano no han muerto. Es la propia Fanny la que, en el último episodio de su miseria, nos cuenta su historia. Joven, fuerte, intacta, se casó con un hombre joven y fuerte también. Sus cuerpos se atrajeron; sus almas se ignoraban. Se ignoraban no sólo la una a la otra; se ignoraban a sí mismas. El alma, madura, despierta, conoce después que el cuerpo. La pareja tuvo un hijo. Luego el esposo como se había dado a la hembra, se dio al vicio. El alcohol separó al hombre de la mujer y del hijo. Fanny sufrió a su lado al esposo ausente y extraño. Luego la pérdida del esposo fue más completa. El esposo partió. Fanny en su soledad, empujada hacia la vida, se entregó a un hombre al que no amaba. Este hombre era un judío. Había en él algo que atrajo irresistiblemente a Fanny. Algo que, después de la posesión, cesó de atraerla, porque a partir de ese momento, Fanny empezó a sentir ese algo en ella misma. La posesión del judío le reveló su propio ser. Fanny no encontró un amante; se encontró a sí misma. En el fondo de sí misma, encontró a su esposo, al ausente, al distante. El pecado la salvaba, la purificaba. Fanny se reconoció salvada. Al conocer a un judío, a un hombre de esa raza enigmática que lleva en el alma y en los ojos un mensaje misterioso, Fanny se conoció a sí misma como era en verdad. El judío pasó por su vida; la posesión perduró. Pero no como abandono a un desconocido, a un pasajero de la ruta, sino como recuperación de su propia alma y, por ende, de su propio amor. El beso del judío había despertado su yo profundo. El esposo, en tanto, también se había recuperado. Y volvía al lado de la mujer y del hijo. Tornaba para desagraviarlos. Para restituirse a ellos. Fanny lo recibió llena de amor, de ternura, de deseo. Nunca se había sentido tan suya como desde el instante que se entregó al judío, sin poder sentirse de él. El retorno del esposo la sorprendió tan exaltada por esta experiencia que Fanny no quiso ni supo callarla. Fanny no podía ya concebir su vida sino en la verdad y para la verdad. El esposo en su ausencia, había sido tocado por la gracia del evangelio. Traía en los labios sus palabras. Sin embargo, no la comprendió ni la creyó. Le creyó que había pecado; pero no le creyó que, al pecar, se había salvado. Y la repudió y la arrojó. Pero Fanny había adquirido una fuerza que no podía abandonarla: la fuerza de marchar en demanda de la verdad y de Dios. Podía sacrificar todo. Menos Dios. Menos la verdad. La pobreza, la soledad, la acechaban. Pero Fanny supo salir victoriosa de sus celadas. ¿Victoriosa, a pesar de sus derrotas, de sus caídas? Sí, porque, en su desgracia, conservó la gracia de la verdad. Cuando la solicitó la felicidad mediocre de una unión sin amor, la rechazó, no obstante su necesidad de ternura y de apoyo. Se negó a ser una matrona doméstica, maternal, burguesa. Prefirió una caída mayor. Enferma, vencida, aceptó el socorro de una amiga. Aceptó luego su vida y su sociedad. Su amiga era la barragana de un judío. Fanny devino su compañera. Conoció un mundo loco y equívoco. Un mundo de funcionarios prevaricadores y negociantes oscuros. Casi todos judios. Fue indulgente con los otros pero no consigo misma. En medio de su miseria, su misticismo creció. Era tal vez una criatura perdida: pero era sin embargo y sobre todo una criatura que buscaba su salud y su salvación. En la más turbia de sus horas, leía a Pascal. Frank, como artista, está dentro del suprarrealismo. El procedimiento es moderno. Como lo remarca Armand Lunel, Frank «se guarda de subordinar los momentos múltiples y diversos de un alma a las exigencias de la cronología objetiva. Presenta los acontecimientos en ese orden subjetivo de la experiencia íntima en la cual los aportes casi ininterrumpidos de la memoria amalgaman, como en Proust, el pasado al presente».
Pero lo que interesa fundamentalmente en Frank no es el procedimiento. Es la vida traducida en su profundidad y en su misterio.
NOTA:
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