OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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SIGNOS Y OBRAS |
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"ARIEL OU LA VIE DE SHELLEY", POR ANDRE
MAUROIS1
Al renacimiento de la biografía como género literario, señalado ya por muchas pequeñas obras maestras, André Maurois novelista, aporta con su Ariel ou la Vie de Shelley2 una feliz contribución. La biografía resurge porque se acerca a la poesía y a la novela. Abandona el plano árido y frígido de la cronología, del documento inerte. Las "vidas" de los personajes ganan así, a medida que devienen novelescas, en realidad y en belleza. Romain Rolland preludia acaso con su Beethoven, su Miguel Angel, su Tolstoy y su Mahatma Gandhi, este renacimiento. ¿Retorno a Plutarco, en estos tiempos en que Jean Pierrefeu, con su experiencia personal de redactor de los comunicados del frente francés en la gran guerra, nos afirma que Plutarco ha mentido? No. ¿Por qué hemos de tener siempre la preocupación del retorno? En la biografía contemporánea, se prescinde generalmente del tono apologético del estilo épico. No busquemos su tipo en el Dux de Margarita Sarfatti —obra de partido a pesar de su autora— sino más bien en este Shelley de André Maurois. La manera novelesca restituye al personaje aquello de que la fastidiosa biografía erudita lo privaba: movimiento y atmósfera. Tratados por el novelista, los personajes históricos se nos ofrecen más reales y vivientes. Y estas vidas modernas se distinguen de las vidas clásicas —"paralelas" o solitarias— en que el interés por el hombre prima sobre el interés por el héroe. El héroe no nos escamotea ya al hombre. Maurois nos presenta, en esta vida de Shelley, al hombre, no al poeta. Y por este sencillo camino llegamos al poeta, mejor que por ningún otro. Percy Bysshe Shelley queda explicado psicológica y estéticamente. Lo que en el genio hay de misterioso y de inefable se nos escapa siempre; pero el novelista toca y arriba a un grado de comprensión que el biógrafo puntual no puede, entrever ni sospechar. Este libro nos guía amigablemente en la intimidad del gran poeta. Qué distante está André Maurois de esos puritanos regañones que, con la Biblia en la mano, reprochan a Shelley de sus infidelidades conyugales, aunque, menos severos que sus maestros de Oxford, le hayan perdonado el ateísmo exaltado de su juventud. Maurois ha logrado enamorarse de su personaje. Su retrato es amoroso. En algunos momentos, sin embargo, su temperamento conspira demasiado visiblemente contra su intención. Entre Shelley y Maurois se interpone la distancia que fatalmente separa a un romántico de un moderno. Para sentir absoluta, íntegramente, a Shelley, sin ápice de ironía, le falta a Maurois lirismo, le falta donquijotismo. No puede evitar en algunas páginas su acento de francés escéptico. En estas páginas, nos deleita al principio la gracia del novelista; pero en seguida echamos de menos, con un poco de disgusto, la emoción, el pathos3 de una vida heroica. El encuentro de Shelley con Byron, el contraste entre los dos grandes ingleses pone a prueba la penetración de Maurois. Hay quizá un excesivo parti pris4 en el retrato de Lord Byron. «Arrojado del gran mundo —piensa Maurois de Byron— no amaba sino los éxitos mundanos. Mal marido, no respetaba sino el amor legítimo. Decía cosas cínicas, pero por represalias, no por convicción. Entre la depravación y el matrimonio, no concebía estado medio. Intentaba terrificar a Inglaterra jugando un rol audaz, pero era por desesperación de no haber podido conquistarla en un empleo tradicional. Shelley buscaba en las mujeres una fuente de exaltación, Byron una fuente de reposo. Shelley angélico, demasiado angélico, las veneraba; Byron humano, demasiado humano, las deseaba y tenía sobre ellas los discursos más despreciantes». La oposición, la diversidad, mejor, entre Shelley y Byron, me parece admirablemente establecida; pero sus conclusiones no tratan a ambos artistas con la misma equidad. Maurois acierta, sin duda, cuando en el constante pathos amoroso de Shelley, encuentra uno de los elementos de su obra artística. Evidentemente, el amor era un estímulo indispensable, un resorte esencial del donquijotismo sentimental, de la fuerza creadora de Shelley quien, como dice Maurois «conservaba siempre en el segundo plano de su sensibilidad esta imagen de perfecta belleza física unida a la belleza moral, este mito de una mujer encantadora y oprimida de la cual sería el caballero, Andrómeda de este Perseo, princesa de este San Jorge, mito que estaba en el fondo de todos los sentimientos amorosos que había conocido, que le había hecho raptar a Harriet para sustraerla a su padre, amar a Mary porque era desdichada, mezcla en proporciones desconocidas por él mismo, de sensualidad y de piedad, sentimiento tal vez oscuro en su origen, pero que él había sabido purificar y que exaltaba al más alto punto su potencia de creación poética». Pero si la emoción erótica tenía esta función en Shelley, ¿por qué, diversamente buscada y sentida, no la tenía también en Byron? Que en Byron la sensualidad prevaleciera sobre el mito, no significa que al amor, o al placer, no lo empujaran análogos impulsos, más sublimados sin duda en Shelley a causa de su misticismo. ¿Por qué negar al amor, en el arte de Byron, el oficio que se le reconoce en el de Shelley? La voluptuosa veneciana Fornarina podía muy bien ser, en la vida de Byron, el equivalente del amor platónico de la dulcísima y pura Emilia Viviani, en la vida de Shelley. El lord satánico no tenía el mismo temperamento, ni la misma pureza que el baronet5 angélico. Más certera es la crítica dé Maurois a la hipocresía anglicana cuando interpreta la diversa acogida que hallaron Byron y Shelley en Pisa, entre los ingleses. «Los más puritanos no podían usar largo tiempo de rigor con un Lord auténtico que les aportaba en suelo extranjero un compendio tan delicioso de Vanidades Británicas. Su deseo de escandalizar, ¿no demostraba, por otra parte, el respeto más ortodoxo? Si la indiferencia es una ofensa, ¿el desafío no es al contrario una forma de la humildad? ¿No se veía que él no podía vivir sin salones que visitar, mujeres que cortejar, comidas que retornar? Se fue con él muy indulgente. Pero cuando quiso imponer a Shelley, la resistencia fue obstinada. Shelley, en sociedad, se aburría y lo dejaba ver. En moral, se adivinaba que prefería el Espíritu a la Letra, que creía en la redención de mejor gana que en el pecado original. La fe en la perfectibilidad del hombre es la más imperdonable: obligaría a querer. La frivolidad, que la husmea de lejos, persigue siempre su destrucción; las mujeres verdaderamente distinguidas trataron a los Shelley como sospechosos». Aquí, como casi siempre,
Maurois ha sabido asir muy bien los sentimientos por su raíz. Qué bien
está esa otra observación de que: «Los enamorados creen siempre, muy
equivocados, que el encuentro de un ser excepcional ha hecho nacer su
amor. La verdad es más bien que el amor pre-existente busca en el mundo
su objeto y lo crea si no lo halla». Maurois, novelista de la más pura
estirpe francesa, alcanza toda su estatura cuando indaga y expresa estas
cosas.
NOTAS:
1
Publicado en Variedades: Lima,
12 de Enero de 1929
2
Ariel o la vida de Shelley.
3
Pasión violenta.
4
Prejuicio. 5 Barón: titulo nobiliario.
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