OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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EL ARTISTA Y LA EPOCA |
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BOURDELLE1
La apología de Emile Antoine Bourdelle tiende a ser, en cierto grado, el proceso de Rodin. Esta entonación caracteriza los elogios de Waldemar George y Francois Fosca. El arte de Bourdelle es entendido y estimado por su más entusiasta crítica como una reacción contra el arte de Rodin, aunque la impronta del gran maestro de Los burgueses de Calais sea demasiado visible en algunas esculturas del celebrado autor del monumento al General Alvear. Esta actitud corresponde, en todas sus partes, a una época de neo-clasicismo, de neo-tomismo y de rappel a l'ordre2 en el arte, la filosofía y la literatura de Francia. Y, por esto mismo, debe encontrar vigilante el sentido crítico de los artistas fieles a la modernidad, fautores de la Revolución. La revisión de Rodin, iniciada por críticos de espíritu exquisitamente reaccionario, no se distingue, en sus móviles recónditos, del proceso al romanticismo por Charles Maurras, ni de la requisitoria contra el "estúpido siglo XIX" de León Daudet. Una burguesía decadentista y agotada, que se avergüenza en su ancianidad de las aventuras y bizarrías de su juventud, no perdona a Rodin su genio osado, su ruptura con la tradición, su desesperada búsqueda de una vía propia. Rodin traduce el movimiento, la fluencia, la intuición. Su obra toca a ratos los límites de la escultura; a ratos los rebasa. Es el escultor dionisíaco de una época dinámica. Sus figuras surgen de la materia, emergen del bloque con impulso autónomo, personal. Una burguesía fatigada y blasée.3 que retorna a Santo Tomás y hace actos de contrición, rechaza íntimamente ese inmanentismo de la materia, ese romanticismo de la forma que anima con vitalidad exaltada, patética, la creación de Rodin. «Rodin no tiene que ver con los clásicos —escribe Waldemar George—. La naturaleza le ha provisto los elementos de su trabajo. Esa naturaleza es sumisa a la acción vivificante de su fuerza creatriz. Es asombroso que, para llegar al efecto dramático de un Balzac, un artista haya podido olvidar la historia y sacar de sí mismo, únicamente de sí mismo, la materia de su obra». Podemos hoy apreciar los trabajos de Rodin bajo un ángulo nuevo. Damos de barato su filosofía primaria y el carácter literario de su inspiración. Olvidamos esa estética fin de siglo de que la mayoría de sus obras llevan la marca. Todo esto está dicho, con respecto al genio y a la grandeza de Rodin, pero no se pro-pone sino invitarnos al acatamiento absoluto de Bourdelle, del artista que recondujo a la escultura a sus principios, a la historia, a la regla trascendente. Para sus elegantes apologistas, Bourdelle es, ante todo, el artista que «ha sabido restituir a la escultura moderna ese sentimiento del estilo, ese sentido de la arquitectura y la decoración, ese gusto por la nobleza, de que la habían despojado Rodin, Meunier y la escuela realista». Pero si Rodin al concebir su Puerta del Infierno, como la obra digna del genio creador de su siglo, como la única equiparable y equivalente a la Puerta del Cielo de Ghiberti, paga un largo tributo a un satanismo de fondo romántico y de gusto decadente, incurriendo en patente pecado de inspiración literaria; no es del caso hablar de estética fin de siglo, cuando se le opone, con aire victorioso, a Emile Antoine Bourdelle. Los trabajos de La Puerta del Infierno quedan, a pesar de todo, como la tentativa de un coloso. Rodin fracasó en su empresa: pero cada uno de los fragmentos de su derrota, cada uno de los pedazos de La Puerta del Infierno sobrevive a la tentativa, con individualidad y elan4 autónomos; se emancipa de ella, la olvida y la abandona, para encontrar su justificación en su propia realidad plástica. Bourdelle, cronológica y espiritualmente, es más finisecular que Rodin. La Francia, la Europa de su tiempo no es ya la que, algo rimbaudiana5 y suprarrealista, reivindica su derecho al Infierno, sino la que, con Jean Cocteau, regresa contrita al orden medioeval, al redil escolástico, para sentirse de nuevo latina, tomista y clásica. El arte de Rodin está, quizás, transido de desesperanza; pero, como dice J. R. Bloch, la desesperanza es acaso el estado más próximo" a la creación y al renacimiento. En la obra de Bourdelle se entrecruzan y se yuxtaponen las influencias. Bourdelle las asimila todas; pero a este trabajo sacrifica una parte de su personalidad. Su obra es un conjunto de formas greco-romanas, góticas, barrocas, caldeas, rodinianas, etc. Es casi, perennemente, un tributario de la arqueología y la mitología. Crea con elementos de museo. Todo esto trasunta el gusto de una época decadente y erudita, enamorada sucesivamente de todos los estilos. La responsabilidad del artista resulta atenuada por la versatilidad de las modas de su tiempo. Criatura de una sociedad refinada, proclive al exotismo y arcaísmo, Bourdelle no podría resistir a corrientes en las que nada es más difícil que el salvataje de la individualidad. No le habría sido posible sentirse íntegramente gótico como a su compatriota el músico Vincent D'Indy. Era un pagano austero, ascético, sin voluptuosidad; un cristiano helenizante y humanista, modelador, maestro de Hércules, Palas, Penélopes, Centauros, etc.; tal vez un ateo católico como Maurras. Era un antiguo de complicada e impotente modernidad; un moderno permeado de arcaísmos, transido de nostalgias. Hijo de un maestro ebanista, su más pura y acendrada cualidad era su severa consagración de artesano medioeval. A su disciplina de trabajador paciente, debía esa admirable maestría de ejecución, ese sentido exigente de constructor, ese gusto de la dificultad, ese acierto en dominarla que distinguen su obra. De su estirpe de artesanos escrupulosos, de entrañable vocación, había heredado la adhesión profunda a su arte, el gozo de la creación, la dignidad profesional. Sus mayores aciertos son siempre resultado de estas dotes. Más que de estilización, sus logros son a veces de realismo. Ejemplo: la cabeza de su Victoria trabajada, según anota Francois Fosca, inspirándose en el busto de una rústica montalbanesa, versión directa de una campesina que «después de tres ensayos sucesivos devino una diosa». Pero en lo espiritual, Bourdelle era de los que —como dice Renán— viven de las creencias de sus padres. Maurice Denis pretende que su Virgen de Alsacia es una obra maestra del arte religioso de todos los tiempos. Al apuntar este juicio, Denis pensaba quizá en su propio arte religioso, en sus Madonnas6 de primitivo moderno. Iconos en los que el artista observa todas las reglas del arte religioso; pero se le escapa irremediablemente lo único que no se puede recrear ficticiamente: el espíritu.
NOTAS:
1
Publicado en Variedades: Lima, 16 de Octubre de 1929. Y bajo el epígrafe
de Baurdelle y el anti-Rodin, en Amauta: Nº 26, pp. 51-52; Lima,
Setiembre-Octubre de 1929.
2
Llamado al orden.
3
Estragada.
4
Principio o fuerza superior.
5
Referencia al poeta Rimbaud. (Ver I, O.). 6 Por generalización se llaman así los cuadros que representan a la madre de Jesús. En italiano significa señora.
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