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Federico Engels
REVOLUCIÓN Y CONTRAREVOLUCIÓN EN ALEMANIA



XV

EL TRIUNFO DE PRUSIA


Llegamos al último capítulo de la historia de la revolución alemana: el conflicto de la Asamblea Nacional con los gobiernos de los diferentes Estados, especialmente el de Prusia, la insurrección de Alemania del Sur y del Oeste y su aplastamiento final por Prusia.

Ya hemos visto la Asamblea Nacional de Francfort en acción. La hemos visto pateada por Austria, insultada por Prusia, desobedecida por los Estados pequeños, engañada por su propio «Gobierno» central, impotente y a su vez engañado por todos los príncipes del país. Mas, por último, las cosas comenzaron a tomar un giro amenazador para esta débil, vacilante e insignificante institución legislativa. Se vio forzada a llegar a la conclusión de que «llevar a efecto la idea sublime de la Alemania Unida es un peligro», el cual significaba, ni más ni menos, que cuanto la Asamblea había hecho y estaba en vías de hacer narecía que acabaría en humo. Así se puso a funcionar con ahínco para llevar hasta el fin lo antes posible su gran obra: la «Constitución imperial».

Hubo, sin embargo, una dificultad. ¿Qué debía ser el poder ejecutivo? ¿Un Consejo Ejecutivo? Pues no: según el sabio parecer de la Asamblea, eso significaría hacer de Alemania una república. ¿Elegir un «presidente»? Eso vendría a ser lo mismo. Así, lo que se debía hacer era restaurar el viejo título imperial. Pero como, naturalmente, el Emperador debía ser un príncipe, ¿por quién se optaría? Ciertamente, por ninguno de los dii minorum gentium[*], empezando por Reuss-Schleiz-Greiz-Lobenstein-Ebersdorf[**] y acabando por el rey de Baviera[***]; no lo habrían consentido ni Austria ni Prusia. Podía ser sólo el de uno de estos dos Estados. Mas ¿cuál de ellos? No cabe ninguna duda de que, en otras circunstancias favorables, esta augusta Asamblea seguiría reunida hasta el presente, discutiendo el importantísimo dilema, sin poder llegar a ninguna conclusión de no haber cortado el Gobierno austríaco el nudo gordiano y quitado a la Asamblea los quebraderos de cabeza.

Austria comprendía perfectamente que desde el momento en que pudiera aparecer de nuevo, con todas sus provincias sometidas, ante Europa como una gran potencia europea, la propia ley de la gravitación política atraería a su órbita el resto de Alemania sin la ayuda de ninguna autoridad que pudiera darle una corona imperial concedida por la Asamblea de Francfort. Austria se había hecho mucho más fuerte y había cobrado mucha mayor libertad de movimiento desde que arrojó la impotente corona del Imperio alemán, que trababa su propia política independiente sin agregarle ni un ápice de fuerza ni dentro ni fuera de Alemania. Y en el caso de que Austria no pudiera mantener sus posiciones en Italia e Hungría, también perdería su fuerza en Alemania y jamás podría pretender ya a la corona que se le había escapado de las manos cuando estaba en plena posesión de sus fuerzas. Por eso Austria se pronunció inmediatamente contra todo género de resurrección del poder imperial y reclamó explícitamente la restauración de la Dieta alemana, el único Gobierno central de Alemania conocido y reconocido por los tratados de 1815; y el 4 de marzo de 1849 promulgó una Constitución que no tenía otro sentido que declarar a Austria monarquía indivisible, centralizada e independiente, distinta incluso de la Alemania que la Asamblea de Francfort debía reorganizar.

Esta explícita declaración de guerra no dejó, verdaderamente, a los sabihondos de Francfort otra opción que excluir a Austria de Alemania y crear con los restos de ese país una especie de Imperio Romano Oriental [50], una «Pequeña Alemania» [51] cuyo manto imperial, bastante raído, debía colgar de los hombros de Su Majestad de Prusia. Debe recordarse que esto era el resurgir de un viejo proyecto concebido hacía ya seis u ocho años antes por el partido de los doctrinarios liberales de Alemania Meridional y Central que estimaban una providencia divina las humillantes circunstancias que habían vuelto a poner en primer plano su viejo proyecto como última «baza» para salvar el país.

De acuerdo con eso, en febrero y marzo de 1849, la Asamblea dio fin a los debates de la Constitución imperial junto con la Declaración de los Derechos y de la Ley electoral del Imperio; mas no sin haberse visto obligada a hacer, en muchos puntos importantes, las concesiones más contradictorias, unas veces al partido conservador o, mejor dicho, reaccionario, y otras a las minorías avanzadas de la Asamblea. En efecto, era evidente que el liderazgo de la Asamblea, que había pertenecido antes a la derecha y al centro derecha (conservadores y reaccionarios), fue pasando poco a poco, si bien con lentitud, a la izquierda o a la parte democrática de esta Asamblea. La postura bastante ambigua de los diputados austríacos en la Asamblea, que había excluido a su país de Alemania, y a la que aún eran convocados a asistir y votar, propició la ruptura del equilibrio en la Asamblea; y así, a fines de febrero, el centro izquierda y la izquierda se vieron ya, con la ayuda de los votos austríacos, muy a menudo en mayoría, si bien durante algunas ocasiones la minoría conservadora de los austríacos, totalmente de improviso y para hacer gracia, votaba con la derecha, inclinando de nuevo la balanza hacia el otro lado. Con esos soubresauts[****] repentinos, intentaban despertar el desprecio a la Asamblea, de lo que, por otra parte, no había ninguna necesidad, ya que las masas populares se habían convencido desde hacía tiempo de la total vacuidad e inutilidad de todo lo que partía de Francfort. No es difícil imaginarse qué clase de Constitución se redactó entretanto con todos esos bandazos de uno a otro lado.

La izquierda de la Asamblea, que se creía ser la flor y nata, el orgullo de la Alemania revolucionaria, estaba totalmente embriagada con los escasos y deplorables éxitos obtenidos por la buena o, mejor dicho, mala voluntad de un puñado de políticos austríacos que obraban instigados por el despotismo austríaco y en beneficio de éste. Tan pronto como la mínima aproximación a sus propios principios, no muy bien definidos, recibía, diluida en dosis homeopáticas, una especie de sanción de la Asamblea de Francfort, estos demócratas clamaban que habían salvado el país y el pueblo. Esta pobre gente, corta de entendimiento, ha estado tan poco acostumbrada a lo largo de su vida, nada interesante por lo general, a algo parecido a éxitos que ha creído realmente que sus míseras enmiendas, aprobadas por una mayoría de dos o tres votos, cambiarían la faz de Europa. Desde el mismo comienzo de su carrera legislativa ha estado más contagiada que cualquier otra minoría de la Asamblea de la incurable enfermedad denominada cretinismo parlamentario, afección que imbuye a sus desgraciadas víctimas la solemne convicción de que todo el mundo, toda su historia, todo su porvenir se rige y determina por una mayoría de votos emitidos en esa singular institución representativa que tiene el honor de contarlos entre sus miembros y que cuanto sucede extramuros de su sede: las guerras, las revoluciones, la construcción de ferrocarriles, la colonización de continentes enteros, los descubrimientos de oro en California, los canales de América Central, los ejércitos rusos y cualquier otra cosa más que pueda pretender a influir algo en los destinos de la humanidad no es nada en comparación con los inconmensurables sucesos que dependen de la solución de cada problema importante, cualquiera que sea, de los que ocupa justamente en esos momentos la atención de su honorable Cámara. De esa manera ha sido cómo el partido democrático de la Asamblea, sólo por haber logrado introducir de contrabando en la «Constitución imperial» algunas de sus recetas, se creyó en primer orden obligada a apoyarla, si bien esta Constitución contradecía flagrantemente en cada punto esencial sus propios principios proclamados tan a menudo; y cuando, al fin, los autores principales de este aborto lo abandonaron a su suerte, dejándoselo en herencia al partido democrático, éste aceptó y defendió dicha Constitución monárquica incluso en oposición a cuantos propugnaban por entonces los propios principios republicanos de este partido.

Pero se debe confesar que la contradicción que se manifestaba en ella era sólo aparente. El carácter indeterminado, autocontradictorio e inmaduro de la Constitución imperial era la mismísima imagen de las políticas inmaduras, confusas y contradictorias de estos señores democráticos. Y si sus propios dichos y escritos, en la medida que ellos podían escribir, no eran una prueba suficiente de ello, sus obras lo serían de sobra: pues entre la gente sensata es algo natural juzgar a una persona no por sus palabras, sino por sus obras; no por quien se quiere hacer pasar, sino por lo que hace y lo que es en realidad; y los hechos de estos héroes de la democracia alemana, como veremos más adelante, hablan con bastante elocuencia por sí mismos. Como quiera que sea, la Constitución imperial, con todos sus apéndices y galas, fue aprobada definitivamente y el 28 de marzo el Rey de Prusia fue elegido Emperador de Alemania, excluida Austria, por 290 votos con 248 abstenciones y unas 200 ausencias. La ironía de la historia fue completa; la farsa imperial representada en las calles del estupefacto Berlín tres días después de la revolución del 18 de marzo de 1848 por Federico Guillermo IV[52] en un estado en que en cualquier otro sitio le habría sido aplicada la ley del Estado de Meine contra las bebidas alcohólicas, esta repugnante farsa fue sancionada un año exactamente después por la ficticia Asamblea Representativa de toda Alemania. ¡Tal fue, entonces, el resultado de la revolución alemana!

Londres, julio de 1852



[*] Literalmente, dioses menores; en sentido figurado, personajes secundarios. (N. de la Edit.)

[**] Enrique LXXII. (N. de la Edit.)

[***] Se alude a Maximiliano II, rey de Baviera. (N. de la Edit.)

[****] Saltos súbitos. (N. de la Edit.)

[50] Imperio Romano de Oriente, Estado que se separó en el año 395 del Imperio romano esclavista con centro en Constantinopla; posteriormente se denominó Bizancio; existió hasta 1453, en que fue conquistado por Turquía.

[51] Como consecuencia de la victoria sobre Francia durante la guerra franco-prusiana (1870-1871) surgió el Imperio alemán del que, no obstante, quedó excluida Austria, de donde procede la denominación de «Pequeño Imperio alemán». La derrota de Napoleón III fue un impulso para la revolución en Francia, que derrocó a Luis Bonaparte y dio lugar el 4 de setiembre de 1870 a la proclamación de la república.

[52] El 21 de marzo de 1848, a iniciativa de los ministros burgueses de Prusia, se organizó en Berlín un solemne cortejo real acompañado de manifestaciones en pro de la unificación de Alemania. Federico Guillermo IV pasó por las calles de Berlín con un brazalete negro, rojo y dorado, símbolo de la Alemania unida, y pronunció discursos seudopatrióticos.