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Traducción:
María Celia Cotarelo
Digitalización:
Franco Iacomella
Esta Edición: Marxists Internet Archive,
año 2008
En el seno de la Comisión sobre Educación Primaria de 1849, el señor Thiers decía: "Quiero recuperar con toda su fuerza la influencia del clero, porque cuento con él para propagar esa buena filosofía que enseña al hombre que está aquí para sufrir, y oponerla a esa otra filosofía que dice al hombre lo contrario: 'Disfruta'". El señor Thiers formulaba así la moral de la clase burguesa, cuyo feroz egoísmo y estrecha inteligencia él encarnaba.
Mientras luchaba contra la nobleza, sostenida por el clero, la burguesía enarbolaba el libre examen y el ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de conducta; y hoy pretende apuntalar con la religión su supremacía económica y política. En los siglos XV y XVI, había retomado alegremente la tradición pagana y glorificaba la carne y sus pasiones, reprobadas por el cristianismo; en nuestros días, saciada de bienes y de placeres, reniega de las enseñanzas de sus pensadores -los Rabelais, los Diderot- y predica la abstinencia a los asalariados. La moral capitalista, lastimosa parodia de la moral cristiana, anatemiza la carne del trabajador; su ideal es reducir al productor al mínimo de las necesidades, suprimir sus placeres y sus pasiones y condenarlo al rol de máquina que produce trabajo sin tregua ni piedad.
Los socialistas revolucionarios deben recomenzar el combate que han librado en otro tiempo los filósofos y los panfletarios de la burguesía; deben embestir contra la moral y las teorías socia les del capita lismo; deben desterrar de las cabezas de la clase llamada a la acción, los prejuicios sembrados por la clase domi nante; deben proclamar, ante los hipócritas de todas las mora les, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas del trabaja dor; que, en la sociedad comunista del porvenir, que cons truiremos "pacíficamen te si es posible, y si no violentamente", se dará rienda suelta a las pasiones de los hombres; y ya que "todas son buenas por natu ra leza, nosotros sólo tenemos que limitarnos a evitar su mal uso y su exceso"[1]. Estos serán evitados por su mutuo equilibrio, por el desarrollo armónico del orga nismo humano, pues, como dice el Dr. Beddoe, "una raza alcanza su más alto punto de energía y de vigor moral en el momento en que alcan za su máximo desarrollo físico". Tal era también la opi nión del gran naturalis ta Charles Darwin[2].
La refutación del Derecho al Trabajo, que reedito con algunas nadicionales, fue publicada en el semanario L'Égalité, segun da serie, 1880.
P.L.
Prisión de Sainte-Pélagie, 1883.
"Seamos perezosos en todas las cosas, excepto al amar y al beber, excepto al ser perezosos".
Lessing
Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo. Hombres ciegos y de escaso talento, quisieron ser más sabios que su dios; hombres débiles y despreciables, quisieron rehabilitar lo que su dios había maldecido. Yo, que no me declaro cristiano, economista ni moralista, planteo frente a su juicio, el de su Dios; frente a las predicaciones de su moral religiosa, económica y libre pensadora, las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.
En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Comparen, por ejemplo, el pura sangre de las caballerizas de Rothschild, atendido por una turba de lacayos bimanos, con la tosca bestia de los arrendamientos normandos, que trabaja la tierra, recoge el estiércol y cosecha. Observen al noble salvaje que los misioneros del comercio y los comerciantes de la religión no corrompieron todavía con el cristianismo, la sífilis y el dogma del trabajo, y observen luego a nuestros miserables sirvientes de máquinas[3].
Cuando en nuestra civilizada Europa se quiere volver a encontrar un rastro de belleza natural del hombre, debe írsela a buscar a las naciones donde los prejuicios económicos todavía no extirparon el odio al trabajo. España, que lamentablemente se está degenerando, puede todavía vanagloriarse de poseer menos fábricas que nosotros prisiones y cuarteles; el artista se regocija admirando al atrevido andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como una vara de acero; y el corazón del hombre se conmueve al oír al mendigo, soberbiamente envuelto en su capa agujereada, tratar de amigo a los duques de Osuna. Para el español, en el que el animal primitivo no está aún atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes[4]. También los griegos de la época dorada despreciaban el trabajo: sólo a los esclavos les estaba permitido trabajar: el hombre libre sólo conocía los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Era también el tiempo en que se caminaba y se respiraba en un pueblo de hombres como Aristóteles, Fidias, Aristófanes; era el tiempo en el que un puñado de valientes aplastaban en Maratón a las hordas del Asia que Alejandro iba luego a conquistar. Los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre; los poetas cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses:
O Melibae, Deus nobis haec otia fecit[5].
Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza: "Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido"[6].
Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad.
Por el contrario, ¿cuáles son las razas para las que el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses; los escoceses, esos auverneses de las Islas Británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomeranios, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses del Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo mismo? Los campesinos propietarios y los pequeños burgueses: unos inclinados sobre sus tierras, los otros apasionados en sus tiendas, se mueven como el topo en su galería subterránea, sin enderezarse jamás para observar a gusto la naturaleza.
Y sin embargo, el proletariado, la gran clase que abarca a todos los productores de las naciones civilizadas, la clase que, al emanciparse, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; el proletariado, traicionando sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el dogma del trabajo. Rudo y terrible fue su castigo. Todas las miserias individuales y sociales nacieron de su pasión por el trabajo.
En 1770 apareció en Londres un escrito anónimo titulado "An Essay on Trade and Commerce", que provocó en la época un cierto alboroto. Su autor, gran filántropo, se indignaba por el hecho de que "a la plebe manufacturera de Inglaterra se le había metido en la cabeza la idea fija de que por ser ingleses, todos los individuos que la componen tienen, por derecho de nacimiento, el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de cualquier otro país de Europa. Esta idea puede tener su utilidad para los soldados, dado que estimula su valor; pero cuanto menos estén imbuidos de ella los obreros de las manufacturas, mejor será para ellos mismos y para el estado. Los obreros no deberían jamás considerarse independientes de sus superiores. Es extremadamente peligroso estimular semejantes caprichos en un estado comercial como el nuestro, donde, quizás, siete octavos de la población tienen poca o ninguna propiedad. La cura no será completa en tanto que nuestros pobres de la industria no se resignen a trabajar seis días por la misma suma que ganan ahora en cuatro".
De esta manera, cerca de un siglo antes de Guizot, se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como un freno a las nobles pasiones del hombre.
"Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios habrá", escribía Napoleón desde Osterode el 5 de mayo de 1807. "Yo soy la autoridad [...] y estaría dispuesto a ordenar que el domingo, luego de la hora de la misa, las tiendas se abrieran y los obreros volvieran a su trabajo".
Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de arrogancia e independencia que ella engendra, el autor del Essay on Trade... proponía encarcelar a los pobres en las casas de trabajo ideales (ideal workhouses) que se convertirían en "casas de terror donde se haría trabajar catorce horas por día, de tal manera que, restando el tiempo de la comida, quedarían doce horas de trabajo plenas y completas".
Doce horas de trabajo por día: he ahí el ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII. ¡Cómo hemos sobrepasado ese nec plus ultra! Los talleres modernos se han convertido en casas ideales de corrección donde se encarcela a las masas obreras, donde se condena a trabajos forzados durante doce y catorce horas, no solamente a los hombres, sino también a las mujeres y a los niños!¡Y pensar que los hijos de los héroes del Terror se dejaron degradar por la religión del trabajo al punto de aceptar después de 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba a doce horas el trabajo en las fábricas! Proclamaban, como un principio revolucionario, el derecho al trabajo. ¡Vergüenza al proletariado francés! Sólo los esclavos hubiesen sido capaces de tal bajeza. Hubieran sido necesarios veinte años de civilización capitalista para que un griego de los tiempos heroicos concebiera tal envilecimiento.
Y si las penas del trabajo forzado, si las torturas del hambre se abatieron sobre el proletariado, en mayor cantidad que las langostas de la biblia, es porque ha sido él quien las ha llamado.
Este trabajo, que en junio de 1848 los obreros reclamaban con las armas en la mano, lo impusieron a sus familias; entregaron a sus mujeres y a sus hijos a los barones de la industria. Con sus propias manos, demolieron su hogar; con sus propias manos, secaron la leche de sus mujeres; las infelices, embarazadas y amamantando a sus bebés, debieron ir a las minas y a las manufacturas a estirar su espinazo y fatigar sus músculos; con sus propias manos, quebrantaron la vida y el vigor de sus hijos. ¡Vergüenza a los proletarios! ¿Dónde están esas comadres de las que hablan nuestras fábulas y nuestros viejos cuentos, osadas en la conversación, francas al hablar, amantes de la divina botella? ¿Dónde están esas mujeres decididas, siempre correteando, siempre cocinando, siempre cantando, siempre sembrando la vida y engendrando la alegría, pariendo sin dolor niños sanos y vigorosos? ...¡Hoy tenemos niñas y mujeres de fábrica, enfermizas flores de pálidos colores, de sangre sin brillo, con el estómago destruido, con los miembros debilitados!... ¡Ellas no conocieron jamás el placer robusto y no sabrían contar gallardamente cómo perdieron su virginidad! ¿Y los niños? Doce horas de trabajo para los niños. ¡Oh, miseria! Pero todos los Jules Simon de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, todos los Germinys de la jesuitería, no habrían podido inventar un vicio más embrutecedor para la inteligencia de los niños, más corruptor de sus instintos, más destructor de su organismo, que el trabajo en la atmósfera viciada del taller capitalista.
Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción.
Y sin embargo, los filósofos, los economistas burgueses -desde el penosamente confuso Augusto Comte hasta el ridículamente claro Leroy-Beaulieu; los hombres de letras burguesas -desde el charlatanescamente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock-, todos han entonado sus cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo. Al escucharlos, puede pensarse que la felicidad reinará sobre la tierra: ya se siente su llegada. Ellos fueron a indagar en el polvo y la miseria feudales de los siglos pasados para recuperar de la oscuridad las delicias de los tiempos presentes. ¿Nos cansaron los bien alimentados, los satisfechos, hasta hace poco todavía miembros de la servidumbre de grandes señores, y hoy sirvientes literarios de la burguesía, muy bien pagos? ¿Nos cansaron con la rusticidad del retórico La Bruyère? Y bien, he aquí el brillante cuadro de los gozos proletarios en el año del progreso capitalista de 1840, pintado por uno de ellos, el Dr. Villermé, miembro del Instituto, el mismo que, en 1848, formó parte de esa sociedad de sabios (Thiers, Cousin, Passy, Blanqui, el académico, etc.) que propagaba en las masas las tonterías de la economía y de la moral burguesas.
El Dr. Villermé habla de la Alsacia manufacturera, de la Alsacia de Kestner, de Dollfus, la flor y nata de la filantropía y del republicanismo industrial. Pero antes de que el doctor muestre ante nosotros el cuadro de las miserias proletarias, escuchemos a un manufacturero alsaciano, el señor Th. Mieg, de la casa Dollfus, Mieg y Compañía, describiendo la situación del artesano de la antigua industria:
"En Mulhouse, hace cincuenta años (en 1813, cuando nacía la moderna industria mecánica), los obreros eran todos naturales del territorio, que habitaban la ciudad y los pueblos circundantes y que poseían casi todos una casa y a menudo un pequeño campo"[7].
Era la edad de oro del trabajador. Pero, entonces, la industria alsaciana no inundaba el mundo con sus telas de algodón y no enriquecía a sus Dollfus y sus Koechlin. Pero veinticinco años después, cuando Villermé visitó a Alsacia, el minotauro moderno -el taller capitalista-, había conquistado la región; en su hambre de trabajo humano, había arrancado a los obreros de sus hogares para retorcerlos mejor y para exprimir mejor el trabajo que ellos contenían. Los obreros acudían por millares al silbido de la máquina.
"Un gran número", dice Villermé, "cinco mil sobre diecisiete mil, fueron obligados, por la carestía de los alquileres, a alojarse en los pueblos vecinos. Algunos habitaban a dos leguas y cuarto de la manufactura donde trabajaban.
En Mulhouse, en Dornach, el trabajo comenzaba a las cinco de la mañana y terminaba a las cinco de la tarde, tanto en verano como en invierno. [...] Hay que verlos llegar cada mañana a la ciudad y partir cada tarde. Hay entre ellos una multitud de mujeres pálidas, flacas, caminando descalzas en medio del barro y que, a falta de paraguas, se protegen la cara y el cuello con sus delantales y sus enaguas, volcados sobre la cabeza, tanto si llueve como si nieva; y un número más considerable aún de pequeños niños no menos sucios, no menos pálidos, cubiertos de harapos, todos engrasados de aceite de los telares que cae sobre ellos mientras trabajan. Estos últimos, mejor protegidos de la lluvia por la impermeabilidad de sus vestimentas, no tienen en el brazo, como las mujeres de las que se acaba de hablar, una cesta con las provisiones de la jornada; pero llevan en la mano, o cubren bajo su chaleco o como pueden, el pedazo de pan que debe alimentarlos hasta la hora de su vuelta a casa.
De esta manera, a la fatiga de una jornada desmesuradamente larga -ya que es de por lo menos quince horas-, se suma para estos infelices la fatiga de las idas y venidas tan frecuentes, tan penosas. El resultado es que a la noche llegan a sus casas abrumados por la necesidad de dormir, y que a la mañana salen antes de estar completamente descansados, para encontrarse en el taller a la hora de su apertura".
Veamos ahora los cuartuchos donde se amontonaban aquéllos que habitaban en la ciudad:
"Vi en Mulhouse, en Dornach y en las casas vecinas, esos miserables alojamientos donde dos familias se acostaban cada una en un rincón, sobre la paja arrojada sobre el piso y sostenida por dos tablas. Esta miseria en la que viven los obreros de la industria del algodón en el departamento del Alto Rin es tan profunda que produce este triste resultado: mientras que en las familias de los fabricantes negociantes, fabricantes de paños, directores de fábricas, etc., la mitad de los niños alcanzan los 21 años, esa misma mitad deja de existir antes de cumplir los dos años en las familias de tejedores y de obreros de las hilanderías de algodón".
Refiriéndose al trabajo en el taller, Villermé agrega:
"No es un trabajo, una tarea, sino una tortura, y se la inflige a los niños de seis a ocho años. [...] Es este largo suplicio de todos los días el que mina principalmente a los obreros de las hilanderías de algodón".
Y a propósito de la duración del trabajo, Villermé observaba que los presidiarios de las mazmorras no trabajaban más que diez horas, los esclavos de las Antillas nueve horas promedio, mientras que en la Francia que había hecho la revolución del 89 y que había proclamado los pomposos Derechos del Hombre, existían manufacturas donde la jornada era de dieciséis horas, sobre las que se otorgaba a los obreros una hora y media para comer[8].
¡Oh miserable aborto de los principios revolucionarios de la burguesía! ¡Oh lúgubre regalo de su dios Progreso! Los filántropos aclaman como benefactores de la humanidad a los que, para enriquecerse holgazaneando, dan su trabajo a los pobres; mejor valdría sembrar la peste o envenenar las fuentes que levantar una fábrica en medio de una población rural. Introduzcan el trabajo fabril, y adiós alegría, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y digna de ser vivida[9].
Y los economistas siguen repitiendo a los obreros: ¡trabajen para aumentar la riqueza social! Y sin embargo un economista, Destut de Tracy, les responde:
"Es en las naciones pobres donde el pueblo vive con comodidad; es en las naciones ricas donde es, comúnmente, pobre".
Y su discípulo Cherbuliez continúa:
"Los trabajadores mismos, cooperando en la acumulación de capitales productivos, contribuyen al hecho que, tarde o temprano, debe privarlos de una parte de su salario".
Pero aturdidos e idiotizados por sus propios alaridos, los economistas responden: ¡Trabajen, trabajen siempre para crear su propio bienestar! Y en nombre de la mansedumbre cristiana, un cura de la iglesia anglicana, el reverendo Townshend, salmodia: Trabajen, trabajen noche y día; trabajando, ustedes hacen crecer su miseria, y su miseria nos dispensa de imponerles el trabajo por la fuerza de la ley. La imposición legal del trabajo "es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es no sólo una presión apacible, silenciosa, incesante, sino que, en tanto el móvil más natural del trabajo y de la industria, provoca también los esfuerzos más poderosos".
Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, para que, volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista.
Prestando oído a las falsas palabras de los economistas, los proletarios se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo, precipitando así a toda la sociedad en las crisis industriales de sobreproducción que convulsionan el organismo social. Entonces, debido a que hay una plétora de mercancías y escasez de compradores, los talleres se cierran y el hambre azota las poblaciones obreras con su látigo de mil tiras. Los proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, no comprenden que el sobretrabajo que se infligieron en los tiempos de pretendida prosperidad es la causa de su miseria presente; no corren al granero de trigo y gritan: "¡Tenemos hambre y queremos comer! Cierto, no tenemos ni un centavo pero por más pobres que seamos, sin embargo somos nosotros los que segamos el trigo y recolectamos la uva...". No asedian los almacenes del señor Bonnet, de Jujuriex, el inventor de los conventos industriales y exclaman: "Señor Bonnet, he aquí a sus obreras ovalistas, torcedoras, hilanderas, tejedoras; tiritan bajo sus telas de algodón, que están tan remendadas que perturbarían hasta a un judío y sin embargo, son ellas las que hilaron y tejieron los vestidos de seda de las mujerzuelas de toda la cristiandad. Las pobres, trabajando trece horas por día, no tenían tiempo de pensar en acicalarse; hoy, holgazanean y pueden hacer crujir los vestidos que hicieron. Desde que perdieron sus dientes de leche, se han dedicado a vuestra riqueza y han vivido en la abstinencia; ahora, tienen tiempo libre y quieren gozar un poco de los frutos de su trabajo. Vamos, señor Bonnet, entregue sus vestidos; el señor Harmel proporcionará sus muselinas, el señor Pouyer-Quertier sus telas de algodón, el señor Pinet sus botines para sus queridos piecitos fríos y húmedos. Vestidas de pies a cabeza y vivaces, será un placer contemplarlas. Vamos, nada de tergiversaciones: ¿usted es amigo de la humanidad, verdad? ¿Y cristiano antes que mercader, no? Ponga entonces a disposición de sus obreras la riqueza que ellas le construyeron con la carne de su carne. ¿Usted es amigo del comercio? Facilite la circulación de las mercancías; he aquí a los consumidores todos juntos; ábrales créditos ilimitados. Usted está obligado a dárselo a negociantes que no conoce, que no le han dado nada, ni siquiera un vaso con agua. Sus obreras cumplirán como puedan: si el día del vencimiento, ellas dejan que protesten su firma, usted las declarará en quiebra, y si ellas no tienen nada que pueda ser embargado, usted les exigirá que le paguen con plegarias: ellas lo enviarán al paraíso, mejor que sus ?bolsas negras? [curas] con su nariz llena de tabaco".
En vez de aprovechar los momentos de crisis para una distribución general de los productos y una holganza y regocijo universales, los obreros, muertos de hambre, van a golpearse la cabeza contra las puertas del taller. Con rostros pálidos, cuerpos enflaquecidos, con palabras lastimosas, acometen a los fabricantes: "¡Buen señor Chagot, dulce señor Schneider, dénnos trabajo; no es el hambre sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta!". Y estos miserables, que apenas tienen la fuerza como para mantenerse en pie, venden doce y catorce horas de trabajo a un precio dos veces menor que en el momento en que tenían pan sobre la mesa. Y los filántropos de la industria aprovechan la desocupación para fabricar a mejor precio.
Si las crisis industriales siguen a períodos de sobretrabajo tan fatalmente como la noche al día, arrastrando tras ellas el descanso forzado y la miseria sin salida, ellas traen también la bancarrota inexorable. Mientras el fabricante tiene crédito, da rienda suelta al delirio del trabajo, pidiendo más y más dinero para proporcionar la materia prima a los obreros. Hay que producir, sin reflexionar que el mercado se abarrota y que, si sus mercancías no se venden, sus pagarés se vencerán. Aguijoneado, va a implorar al judío, se arroja a sus pies, le ofrece su sangre, su honor. "Una pequeña pieza de oro haría mejor mi negocio", responde el Rothschild; "usted tiene 20.000 pares de medias en su tienda; valen veinte monedas de cobre, yo los tomo a cuatro". Obtenidas las medias, el judío las vende a seis u ocho monedas de cobre y se embolsa las inquietas cien monedas de cobre que no le deben nada a nadie: pero el fabricante retrocedió para saltar mejor. Finalmente llega la debacle y las tiendas estallan; se arrojan entonces tantas mercancías por la ventana, que no se sabe cómo entraron por la puerta. El valor de las mercancías destruidas se calcula en centenas de millones; en el siglo XVIII, se las quemaba o se las tiraba al agua[10].
Pero antes de llegar a esta conclusión, los fabricantes recorren el mundo en busca de salida para las mercancías que se amontonan; obligan a su gobierno a anexar el Congo, a apoderarse de Tonkin, a demoler a cañonazos las murallas de la China, para esparcir allí sus telas de algodón. En los siglos pasados, hubo un duelo a muerte entre Francia e Inglaterra para definir quién tendría el privilegio exclusivo de vender en América y en las Indias. Miles de hombres jóvenes y fuertes enrojecieron los mares con su sangre durante las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Los capitales abundan tanto como las mercancías. Los rentistas ya no saben dónde ubicarlos; van entonces a las naciones felices que se tiran al sol a fumar cigarrillos, para construir líneas férreas, levantar fábricas e importar la maldición del trabajo. Hasta que esta exportación de capitales franceses se termina una mañana por complicaciones diplomáticas; en Egipto, Francia, Inglaterra y Alemania estuvieron a punto de tomarse de los cabellos para saber a qué usureros les pagarían primero; o por las guerras de México, donde se envía a soldados franceses para hacer el trabajo de alguaciles para cobrar las deudas impagas[11].
Estas miserias individuales y sociales, por grandes e innumerables que sean, por eternas que parezcan, desaparecerán como las hienas y los chacales ante la proximidad del león, cuando el proletariado diga: "Yo quiero que terminen". Pero para que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche.
Hasta aquí, mi tarea fue fácil: no tenía más que describir los males reales bien conocidos -lamentablemente- por todos nosotros. Pero convencer al proletariado de que la palabra que se les inoculó es perversa, de que el trabajo desenfrenado al que se entregó desde comienzos del siglo es la calamidad más terrible que haya jamás golpeado a la humanidad, de que el trabajo sólo se convertirá en un condimento de placer de la pereza, un ejercicio benéfico para el organismo humano, una pasión útil para el organismo social en el momento en que sea sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas por día, es una tarea ardua superior a mis fuerzas; sólo los médicos, los higienistas, los economistas comunistas podrían emprenderla. En las páginas que siguen, me limitaré a demostrar que estando dados los medios de producción modernos y su potencia reproductiva ilimitada, hay que debilitar la pasión extravagante de los obreros por el trabajo y obligarlos a consumir las mercancías que producen.
Un poeta griego de la época de Cicerón, Antipatros, celebraba así la invención del molino de agua (para la molienda del grano), que iba a emancipar a las mujeres esclavas y a recuperar la edad de oro:
"¡Ahorren la fuerza del brazo que hace girar la piedra del molino, oh molineras, y duerman apaciblemente! ¡Que el gallo les advierta en vano que ya es de día! Dao impuso a las ninfas el trabajo de las esclavas y miren cómo saltan alegremente en el camino y cómo el eje del carro rueda con sus rayos, haciendo girar la pesada piedra rodante. ¡Vivamos la vida de nuestros padres y, ociosos, regocijémonos de los dones que la diosa otorga!"
Lamentablemente el ocio que el poeta pagano anunciaba no llegó; la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece.
Una buena obrera hace con el huso sólo cinco mallas por minuto; algunos telares circulares hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto a máquina equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera; o bien cada minuto de trabajo de la máquina da a la obrera diez días de descanso. Lo que es cierto para la industria del tejido es más o menos cierto para todas las industrias renovadas por la mecánica moderna. ¿Pero qué vemos nosotros? A medida que la máquina se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Qué competencia absurda y mortal!
Para que la competencia del hombre y de la máquina se acelerara, los proletarios abolieron las sabias leyes que limitaban el trabajo de los artesanos de las antiguas corporaciones; suprimieron los días feriados[12]. Puesto que los productores de entonces trabajaban sólo cinco días sobre siete, ¿creen pues, tal como dicen los economistas mentirosos, que no vivían más que del aire y del agua fresca? ¡Vamos! Tenían tiempo libre para disfrutar de las alegrías de la tierra, para hacer el amor y divertirse; para hacer banquetes jubilosamente en honor del alegre dios de la Holgazanería. La melancólica Inglaterra, hoy sumida en el protestantismo, se llamaba entonces la "alegre Inglaterra" (Merry England). Rabelais, Quevedo, Cervantes y los autores desconocidos de novelas picarescas, hacen que se nos haga agua la boca con sus pinturas de esas monumentales francachelas[13], con las que se regalaban entonces entre dos batallas y entre dos devastaciones, y en las cuales "se tiraba la casa por la ventana". Jordaens y la escuela flamenca las han plasmado en sus divertidas pinturas. Sublimes estómagos gargantuescos, ¿en qué se han convertido? Sublimes cerebros que abarcaban todo el pensamiento humano, ¿en qué se han convertido? Ahora estamos muy disminuidos y muy degenerados. La carne en mal estadoi, la papa, el vino adulterado y el aguardiente prusiano sabiamente combinados con el trabajo forzado debilitaron nuestros cuerpos y redujeron nuestros espíritus. ¿Y es precisamente cuando el hombre ha achicado su estómago y la máquina ha agrandado su productividad, que los economistas nos predican la teoría malthusiana, la religión de la abstinencia y el dogma del trabajo? Habría que arrancarles la lengua y arrojársela a los perros.
Puesto que la clase obrera, con su buena fe simplista, se dejó adoctrinar; puesto que, con su impetuosidad natural, se precipitó ciegamente en el trabajo y la abstinencia, la clase capitalista se vio condenada a la pereza y al disfrute forzados, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero si el sobretrabajo del obrero martiriza su carne y atormenta sus nervios, también es fecundo en dolores para la burguesía.
La abstinencia a la que se condena la clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de los productos que ella produce en forma desordenada. Al comienzo de la producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués era un hombre ordenado, de costumbres razonables y apacibles; se contentaba casi exclusivamente con su mujer; sólo bebía cuando tenía sed y comía cuando tenía hambre. Dejaba a los cortesanos y a las cortesanas las nobles virtudes de la vida libertina. Hoy en día, no hay hijo de cualquier advenedizo que no se crea obligado a desarrollar la prostitución y mercurializar su cuerpo para darle un objetivo al trabajo que se imponen los obreros de las minas de mercurio; no es un burgués que se precie el que no se atraque con capones trufados y con vinos exquisitos para alentar a los ganaderos de La Flèche y a los viñateros de Bordelais. En este trabajo, el organismo se arruina rápidamente: se cae el pelo, los dientes se descarnan, el tronco se deforma, el vientre se hincha, la respiración se altera, los movimientos se hacen más pesados, las articulaciones se anquilosan, las falanges se traban. Otros, demasiado débiles para soportar las fatigas de la vida libertina, pero dotados de la joroba del proudhonismo, consumen sus sesos como los Garnier de la economía política y los Acollas de la filosofía jurídica, elucubrando gruesos libros soporíferos para ocupar el tiempo libre de los tipógrafos e impresores.
Las mujeres de mundo viven una vida de martirio. Para probar y hacer valer las telas maravillosas que las costureras se matan para fabricar, ellas se pasan el día y la noche cambiándose constantemente de vestido; durante horas, entregan su cabeza hueca a los artistas peluqueros que, a toda costa, quieren satisfacer su pasión por edificar postizos. Apretadas dentro de sus corsets, incómodas en sus zapatos, con escotes que hacen enrojecer hasta a un granadero, giran durante noches enteras en sus bailes de caridad a fin de recolectar algunas monedas de cobre para los pobres. ¡Santas almas!
Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado, a las indigestiones trufadas y a libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes.
He aquí algunas cifras que prueban cuán colosal es este desperdicio de fuerzas productivas:
"Según el censo de 1861, la población de Inglaterra y del país de Gales comprendía 20.066.224 personas, de las cuales 9.776.259 eran del sexo masculino y 10.289.965, del sexo femenino. Si se restan aquéllos que son demasiado viejos o demasiado jóvenes para trabajar, las mujeres, los adolescentes y los niños improductivos, más las profesiones ideológicas como el gobierno, la policía, el clero, la magistratura, el ejército, los eruditos, artistas, etc., luego las personas exclusivamente dedicadas a comer del trabajo de otros, bajo la forma de renta de la tierra, de intereses, de dividendos, etc., y finalmente, los pobres, los vagabundos, los criminales, etc., quedan aproximadamente ocho millones de individuos de los dos sexos y de todas las edades, incluyendo a los capitalistas ocupados en la producción, el comercio, las finanzas, etc. Entre estos ocho millones, se cuentan:
Trabajadores agrícolas (incluyendo pastores, criados y criadas que habitan en el establecimiento agrícola) 1.098.261;
Obreros de las fábricas de algodón, de lana, de worsted, de lino, de cáñamo, de seda, de encajes y otros 642.607;
Obreros de las minas de carbón y de metal 565.835;
Obreros empleados en las fábricas metalúrgicas (altos hornos, laminados, etc.) y en las manufacturas de metal de todo tipo 396.998;
Clase doméstica 1.208.648
Si sumamos los trabajadores de las fábricas textiles y los de las minas de carbón y de metales, obtenemos la cifra de 1.208.442; si sumamos los primeros y el personal de todas las fábricas y de todas las manufacturas metalúrgicas, tenemos un total de 1.039.605; es decir, en ambos casos un número más pequeño que el de los esclavos domésticos modernos. He aquí el magnífico resultado de la explotación capitalista de las máquinas"[14].
A toda esta clase doméstica, cuya extensión indica el grado alcanzado por la civilización capitalista, debe agregarse la numerosa clase de los infelices dedicados exclusivamente a la satisfacción de los gustos dispendiosos y fútiles de las clases ricas: talladores de diamantes, encajeras, bordadoras, encuadernadores de lujo, costureras de lujo, decoradores de mansiones de placer, etc[15]..
Una vez acurrucada en la pereza absoluta y desmoralizada por el goce forzado, la burguesía, a pesar del mal que le acarreó, se adaptó a su nuevo estilo de vida. Considera con horror todo cambio. La visión de las miserables condiciones de existencia aceptadas con resignación por la clase obrera y de la degradación orgánica engendrada por la pasión depravada por el trabajo aumentaban también su repulsión por toda imposición de trabajo y por toda restricción del goce.
Es precisamente entonces que, sin tener en cuenta la desmoralización que la burguesía se había impuesto como un deber social, a los proletarios se les puso en la cabeza infligir el trabajo a los capitalistas. Los ingenuos tomaron en serio las teorías de los economistas y de los moralistas sobre el trabajo y se empeñaron en imponer la práctica a los capitalistas. El proletariado enarboló la consigna "el que no trabaja, no come"; Lyon, en 1831, se rebeló por 'trabajo o plomo'; las guardias nacionales de marzo de 1871 declararon a su levantamiento la Revolución del Trabajo.
A este arrebato de furor bárbaro, destructor de todo goce y de toda pereza burgueses, los capitalistas no podían responder más que con la represión feroz; pero sabían que, si habían podido reprimir esas explosiones revolucionarias, no habían ahogado en la sangre de sus masacres gigantescas la absurda idea del proletariado de querer imponer el trabajo a las clases ociosas y mantenidas, y es para evitar esta desgracia que se rodean de pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos en una improductividad laboriosa. Ya no se puede conservar la ilusión sobre el carácter de los ejércitos modernos. Ellos son mantenidos en forma permanente sólo para reprimir al "enemigo interno"; es así que los fuertes de París y de Lyon no fueron construidos para defender la ciudad contra el extranjero, sino para aplastar una revuelta. Y si fuera necesario un ejemplo irrefutable, podemos mencionar al ejército de Bélgica, ese paraíso del capitalismo; su neutralidad está garantizada por las potencias europeas, y sin embargo su ejército es uno de los más fuertes en proporción a la población. Los gloriosos campos de batalla del valiente ejército belga son las planicies de Borinage y de Charleroi; es en la sangre de los mineros y de los obreros desarmados que los oficiales belgas templan sus espadas y aumentan sus charreteras. Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios, que protegen a los capitalistas contra la furia popular que quisiera condenarlos a diez horas de trabajo en las minas o en el hilado.
Entonces, al ajustarse el cinturón, la clase obrera desarrolló con exceso el vientre de la burguesía condenada al sobreconsumo.
Para ser aliviada de su penoso trabajo, la burguesía retiró de la clase obrera una masa de hombres muy superior a la que permanece dedicada a la producción útil, y la condenó a su vez a la improductividad y al sobreconsumo. Pero este rebaño de bocas inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no basta para consumir todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del trabajo, producen como maníacos, sin quererlas consumir y sin siquiera pensar si se encontrará gente para consumirlas.
Ante esta doble locura de los trabajadores -matarse de sobretrabajo y vegetar en la abstinencia-, el gran problema de la producción capitalista ya no es encontrar productores y duplicar sus fuerzas, sino descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades artificiales. Puesto que los obreros europeos, tiritando de frío y de hambre, se niegan a vestir los tejidos que producen y a beber los vinos que elaboran, los pobres fabricantes, rápidos como galgos, deben correr a las antípodas para buscar a quien los vestirá y beberá: son las centenas y miles de millones que Europa exporta todos los años, a los cuatro rincones del mundo, a pueblos que no las necesitan[16]. Pero los continentes explorados no son lo suficientemente vastos; se necesitan regiones vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan noche y día con el África, con el lago sahariano, con el ferrocarril de Sudán; siguen con ansiedad los progresos de los Livingstone, de los Stanley, de los Du Chaillu, de los de Brazza; escuchan las historias maravillosas de esos valientes viajeros con la boca abierta. ¡Cuántas maravillas desconocidas encierra el "continente negro"! Los campos están sembrados de dientes de elefante; ríos de aceite de coco arrastran pepitas de oro; millones de culos negros, desnudos como la cara de Dufaure o de Girardin, esperan las telas de algodón para aprender la decencia, las botellas de aguardiente y las biblias para conocer las virtudes de la civilización.
Pero todo es inútil: burgueses que comen en exceso, clase doméstica que supera a la clase productiva, naciones extranjeras y bárbaras que se sacian de mercancías europeas; nada, nada puede llegar a absorber las montañas de productos que se acumulan más altas y más enormes que las pirámides de Egipto: la productividad de los obreros europeos desafía todo consumo, todo despilfarro. Los fabricantes, enloquecidos, no saben ya qué hacer, ya no pueden encontrar la materia prima para satisfacer la pasión desordenada, depravada, de sus obreros por el trabajo. En nuestros departamentos laneros, se destejen los harapos sucios y a medio podrir para hacer paños llamados "de renacimiento", que duran lo que duran las promesas electorales; en Lyon, en vez de dejar a la fibra suave su sencillez y su flexibilidad natural, se la sobrecarga de sales minerales que, al agregarle peso, la vuelven desmenuzable y poco durable. Todos nuestros productos son adulterados para facilitar el flujo y reducir las existencias. Nuestra época será llamada la "edad de la falsificación", como las primeras épocas de la humanidad recibieron los nombres de edad de piedra, edad de bronce, etc., a partir del carácter de su producción. Los ignorantes acusan de fraude a nuestros piadosos industriales, mientras que en realidad el pensamiento que los anima es el de proporcionar trabajo a los obreros, que no pueden resignarse a vivir de brazos cruzados. Si bien esas falsificaciones -cuyo único móvil es un sentimiento humanitario, aunque brindan enormes beneficios a los fabricantes que las practican-, son desastrosas para la calidad de las mercancías y constituyen una fuente inagotable de despilfarro de trabajo humano, prueban el filantrópico ingenio de los burgueses y la horrible perversión de los obreros que, para saciar su vicio de trabajo, obligan a los industriales a ahogar los gritos de su conciencia e incluso violar las leyes de la honestidad comercial.
Y sin embargo, a pesar de la sobreproducción de mercancías, a pesar de las falsificaciones industriales, los obreros invaden el mercado de manera innumerable, implorando: ¡trabajo!, ¡trabajo! Su superabundancia debería obligarlos a refrenar su pasión; por el contrario, la lleva al paroxismo. En cuanto una oportunidad de trabajo se presenta, se arrojan sobre ella; entonces reclaman doce, catorce horas para lograr su saciedad, y la mañana los encontrará nuevamente arrojados a la calle, sin nada para alimentar su vicio. Todos los años, en todas las industrias, la desocupación vuelve con la regularidad de las estaciones. Al sobretrabajo mortal para el organismo le sucede el reposo absoluto, durante dos a cuatro meses; y sin trabajo, no hay comida. Puesto que el vicio del trabajo está diabólicamente arraigado en el corazón de los obreros; puesto que sus exigencias ahogan todos los otros instintos de la naturaleza; puesto que la cantidad de trabajo requerida por la sociedad está forzosamente limitada por el consumo y la abundancia de la materia prima, ¿por qué devorar en seis meses el trabajo de todo el año? ¿Por qué no distribuirlo uniformemente en los doce meses y obligar a todos los obreros a contentarse con seis o cinco horas por día durante todo el año, en vez de indigestarse con doce horas durante seis meses? Seguros de su parte cotidiana de trabajo, los obreros no se celarán más, no se golpearán más para arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la boca; entonces, no agotados su cuerpo y su espíritu, comenzarán a practicar las virtudes de la pereza.
Atontados por su vicio, los obreros no han podido elevarse a la comprensión del hecho de que, para tener trabajo para todos, era necesario racionarlo como el agua en un barco a la deriva. Sin embargo, los industriales, en nombre de la explotación capitalista, desde hace tiempo demandaron una limitación legal de la jornada de trabajo. Ante la Comisión de 1860 para la enseñanza profesional, uno de los más grandes manufactureros de Alsacia, el señor Bourcart, de Guebwiller, declaraba:
"Que la jornada de doce horas era excesiva y debía ser reducida a once horas, que se debía suspender el trabajo a las dos del sábado. Aconsejo la adopción de esta medida aunque parezca onerosa a primera vista; la hemos experimentado en nuestros establecimientos industriales desde hace cuatro años y nos encontramos bien, y la producción media, lejos de haber disminuido, aumentó".
En su estudio sobre las máquinas, F. Passy cita la siguiente carta de un gran industrial belga, M. Ottavaere:
"Nuestras máquinas, aunque iguales a las de las hilanderías inglesas, no producen lo que deberían producir y lo que producirían estas mismas máquinas en Inglaterra, aunque las hilanderías trabajan dos horas menos por día. [...] Nosotros trabajamos dos largas horas de más; tengo la convicción de que si no se trabajara más que once horas en vez de trece, tendríamos la misma producción y produciríamos en consecuencia más económicamente".
Por otro lado, el señor Leroy-Beaulieu afirma que "un gran manufacturero belga observa que las semanas en las que cae un día feriado no aportan una producción inferior a la de semanas comunes"[17].
A lo que el pueblo, engañado en su simpleza por los moralistas, no se atrevió jamás, un gobierno aristocrático se atreve. Despreciando las altas consideraciones morales e industriales de los economistas, que, como los pájaros de mal agüero, creían que disminuir en una hora el trabajo en las fábricas era decretar la ruina de la industria inglesa, el gobierno de Inglaterra prohibió por medio de una ley, estrictamente observada, el trabajar más de diez horas por día; y como antes, Inglaterra siguió siendo la primera nación industrial del mundo.
Ahí está la gran experiencia inglesa, ahí está la experiencia de algunos capitalistas inteligentes, que demuestran irrefutablemente que, para potenciar la productividad humana, es necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y los feriados; pero el pueblo francés no está convencido. Pero si una miserable reducción de dos horas aumentó en diez años cerca de un tercio la producción inglesa[18], ¿qué marcha vertiginosa imprimirá a la producción francesa una reducción legal de la jornada de trabajo a tres horas? Los obreros no pueden comprender que al fatigarse trabajando, agotan sus fuerzas y las de sus hijos; que, consumidos, llegan antes de tiempo a ser incapaces de todo trabajo; que absorbidos, embrutecidos por un solo vicio, no son más hombres, sino pedazos de hombres; que matan en ellos todas las facultades bellas para no dejar en pie, lujuriosa, más que la locura furibunda del trabajo.
Como los loros de la Arcadia, repiten la lección de los economistas: "Trabajemos, trabajemos para incrementar la riqueza nacional". ¡Idiotas! Es porque ustedes trabajan demasiado que la maquinaria industrial se desarrolla lentamente. Dejen de rebuznar y escuchen a un economista; no es un águila, no es más que el señor L. Reybaud, que hemos tenido la alegría de perder hace algunos meses:
"La revolución en los métodos de trabajo se determina, en general, a partir de las condiciones de la mano de obra. En tanto que la mano de obra brinde sus servicios a bajo precio, se la prodiga; cuando sus servicios se vuelven más costosos, se busca ahorrarla"[19].
Para obligar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso. ¿Las pruebas que apoyan esto? Se las puede proporcionar por centenares. En la hilandería, el telar intermitente (self acting mule) fue inventado y aplicado en Manchester porque los hilanderos se rehusaron a seguir trabajando tanto tiempo como hasta entonces.
En Estados Unidos, la máquina se extiende a todas las ramas de la producción agrícola, desde la fabricación de manteca hasta la trilla del trigo: ¿por qué? Porque el estadounidense, libre y perezoso, preferiría morir mil veces antes que vivir la vida bovina del campesino francés. La actividad agrícola, tan penosa en nuestra gloriosa Francia, tan rica en cansancio, en el oeste americano es un agradable pasatiempo al aire libre que se hace sentado, fumando negligentemente la pipa.
Si al disminuir las horas de trabajo, se conquistan para la producción social nuevas fuerzas mecánicas, al obligar a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada entonces de la tarea de ser consumidora universal, se apresurará a licenciar la legión de soldados, magistrados, intrigantes, proxenetas, etc., que ha retirado del trabajo útil para ayudarla a consumir y despilfarrar. A partir de entonces el mercado de trabajo estará desbordante; entonces será necesaria una ley férrea para prohibir el trabajo: será imposible encontrar ocupación para esta multitud de ex improductivos, más numerosos que los piojos. Y luego de ellos, habrá que pensar en todos los que proveían a sus necesidades y gustos fútiles y dispendiosos. Cuando no haya más lacayos y generales que galardonar, más prostitutas solteras ni casadas que cubrir de encajes, cañones que perforar, ni más palacios que edificar, habrá que imponer a los obreros y obreras de pasamanería, de encajes, del hierro, de la construcción, por medio de leyes severas, el paseo higiénico en bote y ejercicios coreográficos para el restablecimiento de su salud y el perfeccionamiento de la raza. Desde el momento en que los productos europeos sean consumidos en el lugar de producción y por lo tanto, no sea necesario transportarlos a ninguna parte, será necesario que los marinos, los mozos de cordel y los camioneros se sienten y aprendan a girar los pulgares. Los felices polinesios podrán entonces entregarse al amor libre sin temer los puntapiés de la Venus civilizada y los sermones de la moral europea.
Hay más aún. A fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero -cuando las come-, comerá sabrosos bifes de una o dos libras; en vez de beber moderadamente un vino malo, más católico que el Papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales.
Los proletarios han resuelto imponer a los capitalistas diez horas de forja y de refinería; allí está la gran falla, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Es necesario prohibir el trabajo, no imponerlo. A los Rothschild, a los Say se les permitirá probar haber sido, durante su vida, perfectos holgazanes; y si juran querer continuar viviendo como perfectos holgazanes, a pesar del entusiasmo general por el trabajo, se los anotará y, en sus ayuntamientos respectivos, recibirán todas las mañanas veinte francos para sus pequeños placeres. Los conflictos sociales desaparecerán. Los rentistas, los capitalistas, etc., se unirán al partido popular una vez convencidos de que, lejos de querer hacerles daño, se quiere por el contrario desembarazarlos del trabajo de sobreconsumo y de despilfarro, por el que han estado oprimidos desde su nacimiento. En cuanto a los burgueses incapaces de probar sus títulos de holgazanes, se les dejará seguir sus instintos: existen bastantes oficios desagradables para ubicarlos -Dufaure limpiará las letrinas públicas; Galliffet matará a puñaladas a los cerdos sarnosos y a los caballos hinchados; los miembros de la comisión de gracias, enviados a Poissy, marcarán los bueyes y carneros a ser sacrificados; los senadores serán empleados de pompas fúnebres y enterradores. Para otros, encontraremos oficios al alcance de su inteligencia. Lorgeril y Broglie taparán las botellas de champaña, pero se les cerrará la boca para evitar que se emborrachen; Ferry, Freycinet y Tirard destruirán las chinches y los gusanos de los ministerios y de otros edificios públicos. Será necesario, sin embargo, poner los dineros públicos fuera del alcance de los burgueses, por miedo a sus hábitos adquiridos.
Pero dura y larga venganza se lanzará a los moralistas que han pervertido la naturaleza humana, a los santurrones, a los soplones, a los hipócritas "y otras sectas semejantes de gente que se han disfrazado para engañar al mundo. Porque dando a entender al pueblo común que se ocupan sólo de la contemplación y la devoción, de ayunos y de la maceración de la sensualidad, y que comen sólo para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad, por el contrario, se cagan. Curios simulant sed Bacchanalia vivunt[20].
. Se lo puede leer en la letra grande e iluminada de sus rojos morros y vientres asquerosos, a no ser que se perfumen con azufre"[21].
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En los días de grandes fiestas populares, donde, en vez de tragar el polvo como el 15 de agosto y el 14 de julio burgueses, los comunistas y colectivistas harán correr las botellas, trotar los jamones y volar los vasos, los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, los curas con traje largo o corto de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagadores del malthusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amarillo, sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán hambrientos junto a mujeres galas y mesas llenas de carnes, frutas y flores, y morirán de sed junto a toneles desbordantes. Cuatro veces al año, en el cambio de estación, como los perros de los afiladores de cuchillos, se los encadenará a grandes ruedas y durante diez horas se los condenará a moler el viento. Los abogados y los legistas sufrirán la misma pena.
En el régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales todo el tiempo; será el trabajo adecuado para nuestros legisladores burgueses. Se los organizará en grupos recorriendo ferias y aldeas, dando representaciones legislativas. Los generales, con botas de montar, el pecho adornado con cordones, medallas, la cruz de la Legión de Honor, irán por las calles y las plazas, reclutando espectadores entre la buena gente. Gambetta y Cassagnac, su compadre, harán el anuncio del espectáculo en la puerta. Cassagnac, con gran traje de matamoros, revolviendo los ojos, retorciéndose el bigote, escupiendo estopa encendida, amenazará a todo el mundo con la pistola de su padre y se precipitará en un agujero cuando se le muestre el retrato de Lullier; Gambetta discurrirá sobre política extranjera, sobre la pequeña Grecia, que lo adoctrina y que encendería a Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia que le tiene harto con la compota que promete hacer con Prusia y que anhela conflictos en el oeste de Europa para hacer su negocio en el este y ahogar el nihilismo en el interior; sobre el señor de Bismarck, que ha sido lo bastante bueno como para permitirle pronunciarse sobre la amnistía...; luego, desnudando su gran panza pintada a tres colores, golpeará sobre ella el llamado de atención y enumerará los deliciosos animalitos, los pajaritos, las trufas, los vasos de Margaux y de Yquem que ha engullido para fomentar la agricultura y tener contentos a los electores de Belleville.
En la barraca, se comenzará con la Farsa electoral. Ante los electores, con cabezas de madera y orejas de burro, los candidatos burgueses, vestidos con trajes de payasos, bailarán la danza de las libertades políticas, limpiándose la cara y el trasero con sus programas electorales con múltiples promesas, y hablando con lágrimas en los ojos de las miserias del pueblo y con voz estentórea de las glorias de Francia; y las cabezas de los electores rebuznarán a coro y firmemente: hi ho! hi ho!
Luego comenzará la gran obra: El robo de los bienes de la nación.
La Francia capitalista, enorme hembra, con vello en la cara y pelada en la cabeza, deformada, con las carnes fláccidas, hinchadas, débiles y pálidas, con los ojos apagados, adormilada y bostezando, está tendida sobre un canapé de terciopelo; a sus pies, el capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con una máscara simiesca, devora mecánicamente hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el aire; la banca, con hocico de garduña, cuerpo de hiena y manos de arpía, le roba rápidamente las monedas de cobre del bolsillo. Hordas de miserables proletarios flacos, en harapos, escoltados por gendarmes con el sable desenvainado, perseguidos por las furias que los azotan con los látigos del hambre, llevan a los pies de la Francia capitalista montones de mercancías, toneles de vino, bolsas de oro y de trigo. Langlois, con sus calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro del presupuesto entre los dientes, se pone a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monta guardia. Una vez descargados los fardos, hacen echar a los obreros a golpes de bayoneta y culatazos y abren la puerta a los industriales, a los comerciantes y a los banqueros. Se precipitan sobre la pila en forma desordenada, y devoran las telas de algodón, las bolsas de trigo, los lingotes de oro y vacían los toneles; cuando ya no pueden más, sucios, repugnantes, se hunden en sus inmundicias y sus vómitos...Entonces el trueno retumba, la tierra se mueve y se entreabre, y surge la Fatalidad histórica; con su pie de hierro aplasta las cabezas de los que titubean, se caen y no pueden huir, y con su larga mano derriba la Francia capitalista, estupefacta y aterrorizada.
Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hombres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo universo...¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril?
Como Cristo, doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres y los niños del Proletariado suben penosamente desde hace un siglo por el duro calvario del dolor; desde hace un siglo el trabajo forzado destroza sus huesos, mortifica sus carnes, atormenta sus músculos; desde hace un siglo, el hambre retuerce sus entrañas y alucina sus cerebros...¡Oh, pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!
Nuestros moralistas son gentes muy modestas; si bien inventaron el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, regocijar el espíritu y mantener el buen funcionamiento de los riñones y otros órganos; quieren experimentar su uso sobre el pueblo, in anima vili, antes de volverlo contra los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de excusar y autorizar.
Pero, filósofos a cuatro centavos la docena, ¿por qué se exprimen así los sesos para elucubrar una moral cuya práctica no se atreven a aconsejar a sus amos? ¿Quieren que se burlen de vuestro dogma del trabajo, del que tanto se ufanan? ¿Quieren verlo escarnecido? Veamos la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y de sus legisladores.
"Yo no sabría afirmar", dice el padre de la historia, Heródoto, "si los griegos han tomado de los egipcios el desprecio hacia el trabajo, porque encuentro el mismo desprecio establecido entre los tracios, los escitas, los persas, los lidios; en una palabra, porque en la mayoría de los pueblos bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas, e incluso sus niños, son vistos como los últimos de los ciudadanos...Todos los griegos han sido educados en estos principios, particularmente los lacedemonios"[22].
"En Atenas, los ciudadanos eran verdaderos nobles que no debían ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los cuales provenía su origen. Como debían entonces disponer de todo su tiempo para velar, debido a su fuerza intelectual y corporal, por los intereses de la república, cargaban a los esclavos con todo el trabajo. También entre los lacedemonios, las mismas mujeres no debían hilar ni tejer para no rebajar su nobleza"[23].
Los romanos conocían sólo dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas; todos los ciudadanos vivían por derecho a expensas del Tesoro, sin poder ser obligados a proveerse de su subsistencia por ninguna de las sordidae artes (llamaban así a los oficios) que correspondían por ley a los esclavos. Bruto el antiguo, para sublevar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino, el tirano, de haber convertido a ciudadanos libres en artesanos y albañiles[24].
Los filósofos antiguos discutían sobre el origen de las ideas, pero se ponían de acuerdo si se trataba de aborrecer del trabajo.
"La naturaleza", dice Platón, en su utopía social, en su República modelo, "la naturaleza no ha hecho ni zapateros ni herreros; ocupaciones semejantes degradan a quienes las ejercen, viles mercenarios, miserables sin nombre que son excluidos por su estado mismo de los derechos políticos. En cuanto a los comerciantes acostumbrados a mentir y a engañar, sólo se los soportará en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se envilezca por el comercio será perseguido por ese delito. Si es convicto, será condenado a un año de prisión. El castigo será doble cada vez que reincida"[25].
En su Económica, Jenofonte escribe:
"Las personas que se entregan a los trabajos manuales no son jamás elevadas en sus cargos, y con mucha razón. La mayoría, condenados a estar sentados todo el día, algunos incluso a soportar el calor de un fuego continuo, no pueden dejar de tener el cuerpo alterado y es muy difícil que el espíritu no se resienta".
"¿Qué puede salir de honorable de una tienda?", dice Cicerón, "¿y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que tenga que ver con el comercio es indigno de un hombre honesto [...], los comerciantes no pueden obtener ganancias sin mentir, ¿y qué es más vergonzoso que la mentira? Entonces, debe considerarse como bajo y vil el oficio de todos los que venden su trabajo y su industria; porque el que da su trabajo por dinero se vende a sí mismo y se coloca en la categoría de los esclavos"[26].
Proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, escuchen las palabras de estos filósofos, que se las ocultan con tanto celo: un ciudadano que entrega su trabajo por dinero se degrada a la categoría de los esclavos, comete un crimen, que merece años de prisión.
La hipocresía cristiana y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a estos filósofos de las repúblicas antiguas; hablando para hombres libres, expresaban ingenuamente su pensamiento. Platón, Aristóteles, estos grandes pensadores -a los cuales nuestros Cousin, Caro, Simon no les llegan ni a la suela de sus zapatos poniéndose en puntas de pie-, querían que los ciudadanos de sus repúblicas ideales vivieran en el más grande ocio; porque, agregaba Jenofonte, "el trabajo ocupa todo el tiempo y con él no hay ningún tiempo libre para la república y los amigos". Según Plutarco, el gran mérito de Licurgo, "el más sabio de los hombres", para admiración de la posteridad, fue el de haber brindado ocio a los ciudadanos de la república prohibiéndoles todo oficio[27].
Pero, responderán los Bastiat, Dupanloup, Beaulieu y demás defensores de la moral cristiana y capitalista, estos pensadores, estos filósofos preconizaban la esclavitud. Perfecto, pero ¿podía ser de otro modo, dadas las condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades antiguas; el hombre libre debía consagrar su tiempo a discutir los asuntos del estado y a velar por su defensa; los oficios eran entonces demasiado primitivos y demasiado toscos para que, practicándolos, se pudiera ejercer a la vez el oficio de soldado y de ciudadano; para tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y legisladores debían tolerar a los esclavos en las repúblicas heroicas. Pero los moralistas y los economistas del capitalismo ¿no preconizan el trabajo asalariado, la esclavitud moderna? ¿Y a qué hombres la esclavitud capitalista proporciona ocio? A los Rothschild, a los Schneider, a las Madame Boucicaut, inútiles y perjudiciales, esclavos de sus vicios y de sus criados.
"El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Pitágoras y de Aristóteles", ha escrito alguno desdeñosamente; y sin embargo Aristóteles preveía que "si cada herramienta pudiera ejecutar por sí misma su función propia, como las obras maestras de Dédalo se movían por sí mismas, o como los trípodes de Vulcano se ocupaban espontáneamente de su trabajo sagrado; si, por ejemplo, las lanzaderas de los tejedores tejieran por sí mismas, el jefe del taller ya no tendría necesidad de ayudantes, ni el amo de esclavos".
El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, con miembros de acero, infatigables, con fecundidad maravillosa e inagotable, desempeñan dócilmente ellas mismas su trabajo sagrado; y sin embargo el genio de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del trabajo asalariado, la peor de las esclavitudes. Todavía no comprenden que la máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre de las sordidas artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la libertad.
[1] Descartes, René; Las pasiones del alma.
[2] Doctor Beddoe; Memoirs of the Anthropological Society; Darwin, Charles; Descent of Man.
[3] Los exploradores europeos se detienen sorprendidos ante la belleza física y el aspecto orgulloso de los hombres de los pueblos primitivos, no manchados por lo que Paeppig llamaba el "hálito envenenado de la civilización". Refiriéndose a los aborígenes de las islas de Oceanía, lord George Campbell escribe: "No hay pueblo en el mundo que sorprenda más a primera vista. La piel lisa y de un tono ligeramente cobrizo, los cabellos dorados y ondulados, su bella y alegre figura, en una palabra, toda su persona, formaban un nuevo y espléndido ejemplar del genus homo; su apariencia física daba la impresión de tratarse de una raza superior a la nuestra". Los civilizados de la antigua Roma, los César, los Tácito, contemplaban con la misma admiración a los germanos de las tribus comunistas que invadían el imperio romano. Al igual que Tácito, Salvino, el cura del siglo V que es llamado el maestro de los obispos, ponía como ejemplo a los bárbaros ante los civilizados y los cristianos: "Somos impúdicos entre los bárbaros, que son más castos que nosotros. Más aún, los bárbaros se sienten ofendidos por nuestras impudicias; los godos no sufren el hecho de que haya entre ellos libertinos de su nación; sólo los romanos, por el triste privilegio de su nacionalidad y de su nombre, tienen el derecho de ser impuros. (La pederastia estaba de moda entonces entre los paganos y los cristianos...). Los oprimidos se van con los bárbaros en busca de humanidad y protección". (De Gubernatione Dei). La vieja civilización y el cristianismo naciente corrompieron a los bárbaros del viejo mundo, como el viejo cristianismo y la civilización capitalista corrompen a los salvajes del nuevo mundo.
El señor F. Le Play, cuyo talento para la observación debe reconocerse, así como deben rechazarse sus conclusiones sociológicas, contaminadas de proudhonismo filantrópico y cristiano, dice en su libro Los obreros europeos (1885): "La propensión de los Bachkirs por la pereza [los Bachkirs son pastores seminómades de la ladera asiática de los Urales], los ocios de la vida nómade, los hábitos de meditación que hacen nacer en los individuos mejor dotados, otorgan a menudo a éstos una distinción de maneras, una agudeza de inteligencia que raramente se observa en el mismo nivel social en una civilización más desarrollada...Lo que más les repugna son los trabajos agrícolas; hacen cualquier cosa antes que aceptar el oficio de agricultor". La agricultura es, en efecto, la primera manifestación del trabajo servil que conoció la humanidad. Según la tradición bíblica, el primer criminal, Caín, era un agricultor.
[4] Hay un proverbio español que dice: Descansar es salud.
[5] "Oh Melibea, un dios nos dio esta ociosidad"; Virgilio; Bucólicas. (Ver Apéndice)
[6] Evangelio según San Mateo, capítulo VI.
[7] Discurso pronunciado en la Sociedad Internacional de Estudios Prácticos de Economía Social de París, en mayo de 1863, y publicado en El economista francés de la misma época.
[8] Villermé, L. R.; Descripción del estado físico y moral de los obreros en las fábricas de algodón, de lana y de seda, 1848. Si los Dollfus, los Koechlin y otros fabricantes alsacianos trataban así a sus obreros, no era porque fueran republicanos, patriotas y filántropos protestantes; Blanqui, el académico, Reybaud, el prototipo de Jerome Paturot y Jules Simon, el maestro Juan Político, constataron las mismas amenidades para la clase obrera entre los muy católicos y muy monárquicos fabricantes de Lille y de Lyon. Estas son virtudes capitalistas que se armonizan a las mil maravillas con todas las convicciones políticas y religiosas.
[9] Los indios de las tribus belicosas de Brasil matan a sus enfermos y a sus viejos; testimonian su amistad poniendo fin a una vida que ya no se regocija con los combates, las fiestas y los bailes. Todos los pueblos primitivos han dado a los suyos estas pruebas de afecto: los masagetas del Mar Caspio (Heródoto), así como los Wens de Alemania y los celtas de la Galia. En las iglesias de Suecia, incluso hasta no hace mucho, se conservaban las mazas llamadas mazas familiares, que se utilizaban para librar a los padres de las tristezas de la vejez. ¡Cuán degenerados están los proletarios modernos como para aceptar con paciencia las espantosas miserias del trabajo fabril!
[10] En el Congreso Industrial celebrado en Berlín el 21 de enero de 1879, se estimó en 568 millones de francos las pérdidas sufridas por la industria del hierro alemana durante la última crisis.
[11] La Justicia, de Clemenceau, en su sección financiera, decía el 6 de abril de 1880: "Hemos oído sostener la opinión de que, aun sin Prusia, Francia hubiera perdido de todas maneras los miles de millones que perdió en la guerra de 1870, bajo la forma de empréstitos emitidos periódicamente para equilibrar los presupuestos extranjeros; tal es también nuestra opinión". Se estima en cinco mil millones la pérdida de los capitales ingleses en los empréstitos a América del Sur. Los trabajadores franceses no sólo han producido los cinco mil millones pagados a Bismarck, sino que siguen pagando los intereses de la indemnización de guerra a los Ollivier, a los Girardin, a los Bazaine y otros portadores de títulos de renta que han causado la guerra y la derrota. Sin embargo, les queda un pequeño consuelo: esos miles de millones no ocasionarán ninguna guerra de recuperación.
[12] Bajo el Antiguo Régimen, las leyes de la iglesia garantizaban al trabajador 90 días de descanso (52 domingos y 38 feriados), durante los cuales estaba estrictamente prohibido trabajar. Era el gran crimen del catolicismo, la causa principal de la irreligiosidad de la burguesía industrial y comercial. Bajo la Revolución, cuando ésta se hizo dominante, abolió los días feriados y reemplazó la semana de siete días por la de diez. Liberó a los obreros del yugo de la iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo.
El odio contra los días feriados no apareció hasta que la moderna burguesía industrial y comercial tomó cuerpo, entre los siglos XV y XVI. Enrique IV pidió su reducción al Papa, pero éste se rehusó porque "una de las herejías más corrientes hoy en día es la referida a las fiestas" (carta del cardenal d'Ossat). Pero en 1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprimió 17 feriados en su diócesis. El protestantismo, que era la religión cristiana adaptada a las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, fue menos celoso del descanso popular; destronó a los santos del cielo para abolir sus fiestas sobre la tierra.
La reforma religiosa y el libre pensamiento filosófico no eran más que los pretextos que permitieron a la burguesía jesuita y rapaz escamotear al pueblo los días de fiesta.
[13] Esas fiestas pantagruélicas duraban semanas. Don Rodrigo de Lara gana a su novia expulsando a los moros de Calatrava la Vieja, y el Romancero narra que:
Las bodas fueron en Burgos,
Las tornabodas en Salas:
En bodas y tornabodas
Pasaron siete semanas.
Tantas vienen de las gentes,
Que no caben en las plazas...
[en español en el original] Los hombres de esas bodas de siete semanas eran los heroicos soldados de las guerras de independencia.
[14] Marx, Karl; El Capital, libro I, capítulo XV, punto 6.
[15] "La proporción en que la población de un país está empleada como doméstica, al servicio de las clases acomodadas, indica el progreso de ese país en lo que respecta a riqueza nacional y civilización". (Martin, R. M.; Ireland before and after the Union, 1818). Gambetta, que negaba la cuestión social desde que dejó de ser el abogado pobre del Café Procope, quería sin duda hablar de esta clase doméstica en constante crecimiento cuando reclamaba el advenimiento de nuevas clases sociales.
[16] Dos ejemplos: el gobierno inglés, para complacer a los países indios que, a pesar de las hambrunas periódicas que asolan el país, se obstinan en cultivar amapolas en vez de arroz o trigo, ha debido emprender guerras sangrientas a fin de imponer al gobierno chino la libre introducción del opio indio. Los salvajes de la Polinesia, a pesar de la mortalidad que ello trajo como consecuencia, debieron vestirse y embriagarse a la inglesa para consumir los productos de las destilerías de Escocia y de las tejedurías de Manchester.
[17] Leroy-Beaulieu, Paul; La cuestión obrera en el siglo XIV; 1872.
[18] He aquí, según el célebre estadístico R. Giffen, de la Oficina de Estadística de Londres, la progresión creciente de la riqueza nacional de Inglaterra y de Irlanda: en 1814 era de 55 mil millones de francos; en 1865, era de 162,5 mil de millones de francos; en 1875, 212,5 mil millones de francos.
[19] Reybaud, Louis; El algodón: su régimen, sus problemas; 1863.
[20] "Simulan ser Curius y viven como Bacanales" (Juvenal).
[21] Pantagruel, libro II, capítulo LXXIV.
[22] Heródoto; Tomo II de la traducción Larcher, 1876.
[23] Biot; De la abolición de la esclavitud antigua en Occidente; 1840.
[24] Tito Livio; Libro Primero.
[25] Platón; La República, Libro V
[26] Cicerón; Los oficios [De los deberes], I, título II, capítulo XLII.
[27] Platón; La República, V, y Las Leyes, III; Aristóteles; Política, II y VII; Jenofonte; Económica, IV y VI; Plutarco; Vida de Licurgo.