COMO era de esperarse, la reapertura de las sesiones parlamentarias, no obstante su desusada solemnidad, puesto que con la primera ha entrado la ley de la autonomía irlandesa en su fase decisiva, hubo de contar el inevitable incidente sufragista, si bien provocado esta vez por los diputados conservadores. Las intrépidas propagandistas del voto femenino, evidentemente eliminadas por la coladera policial, no tuvieron ocasión de exhibir sus energías. Pero ellas andan manifestándose por esas calles y paseos, con la agresiva vivacidad de costumbre. Esta persistencia, comunica al movimiento un carácter de seriedad que es imposible desatender y que ciertamente le asegura el triunfo, tan luego como un político inteligente comprenda su importancia regeneratriz ante el progresivo desprestigio del sufragio. Aquí está la coyuntura favorable que un día u otro convertirá en ley esas aspiraciones, comportando, sin duela, el desengaño habitual, pero señalando también con ello la adhesión de tales energías, hoy extraviadas, al gran movimiento de transformación social cada vez más emancipado de la tramoya política. Cuando voten las mujeres que desean votar, adquiriendo, así, la experiencia negativa del voto, pues ello es inevitable, su esfuerzo dejará de gastarse en la rotación de ese volante al vacío, y su descontento, bien explicable a decir verdad, engrosará la imponente masa cuya resistencia pasiva aisla pulatinamente a los gobiernos en un círculo vicioso de impotencia y de inutilidad.
Entretanto, cometen desórdenes, embarrullan, comprometen la quietud de los privilegiados: y mientras éstos llegan a comprender el precioso refuerzo que esa nueva masa de electores comporta en su misma aparente hostilidad, el castigo suministra a la causa los mártires necesarios rodeándola de la simpatía que suscita como una protesta natural, todo esfuerzo injusto o excesivamente perseguido.
Así sucede con las sufraguistas condenadas a trabajos forzados por tentativa de incendio y vías de hecho contra dos ministros, sentencia excesiva, como todas aquellas que castigan intenciones, y agravada hasta la crueldad por la alimentación forzosa de los reos, decididas a hacer la huelga del hambre, mientres no se las traslade de la prisión donde están mezcladas con asesinos y prostitutas.
Tratándose de gente honesta, condenada por delitos de opinión, aquella identidad con semejantes perdidas, es atroz y desesperante. Pero los defensores del orden, no saben ni pueden distinguir. La rebelión es para ellos el crimen supremo, sobre todo cuando alardean de demócratas y campeones de la justicia social, no habiendo, como es sabido, cuña peor que la del mismo palo. Agentes de un dogma que establece la diferencia social y política de la mujer por imposición de obediencia, no como resultado natural de una conformación distinta, niéganse a ver en este movimiento, extraviado sin duda, una consecuencia de la iniquidad social y como de ésta viven y prosperan a fuer de gobernantes, castigan como rebelión contra un orden de cosas para ellos naturalmente ventajoso, lo que no es sino un fenómeno enfermizo de aquella misma iniquidad.
El hogar desordenado por la explotación capitalista de que los gobiernos son humildes servidores, ha lanzado al mundo una enorme masa de mujeres, las cuales, substraídas a la maternidad y al trabajo doméstico, que en toda sociedad bien organizada compensa la actividad exterior del hombre, asegurando la estabilidad de la familia así constituída, por el rendimiento equivalente de uno y otro sexo, afirman su derecho a la vida, siquiera sea defectuosa y antisocial, ejercitando actividades anormales, desde que presuponen una competencia artificial con las masculinas. Este desarrollo unilateral de las energías humanas, es la causa del desequilibrio que nos trastorna. Fuera necio pensar que la mujer, llamada a instruirse, no aplicará al mejoramiento de su vida los resultados de aquella instrucción. Cuando el destino de los sexos se completa en la integración de la familia que imperiosamente tienden a constituir, la mujer aplica esos conocimientos al desarrollo de su actividad normal: quiere instruirse para ser mejor esposa y mejor madre. Alcanzado este objeto, nada más desea; pues el concepto de la felicidad, estriba para cada ser en el desarrollo normal de sus actividades. El hombre procede, necesariamente, del mismo modo. Y así es como la determinación recíproca de los sexos en el desarrollo de sus actividades peculiares, somete toda la vida humana a la ley de amor cuyo imperio constituye la dicha individual y social en un común resultado de armonía. Fuera de esto, no hay sino egoísmo y esterilidad: vida inútil, como lo es toda fuerza obligada a actuar en círculo vicioso. La mujer competidora del hombre, es un contrasentido, según lo demuestran las mismas consecuencías de esa pretendida emancipación. El movimiento feminista, blasona de hostilidad contra el hombre, el aislamiento sexual, la capacidad quimérica de vivir sin su concurso, es decir, el suicidio de la especie como término de tan absurda evolución.
Pero la superioridad de la especie humana, consiste en que ella es voluntaria y racionalmente capaz de vivir para un ideal desinteresado, en ese sacrificio permanente del bienestar individual a la felicidad colectiva, que es el fundamento del progreso social. Así vive la mujer para el hijo y el hombre para la patria; así es como únicamente pueden ambos vivir, en el concepto humano de esta palabra, sin estar sometidos a la fatalidad del instinto. Por lo mismo que el ser humano puede, con su voluntad y su inteligencia, modificar el resultado de sus actos a semejanza del animal, la diferencia entre éste y aquél es absoluta. De ahí proviene la responsabilidad en cuya virtud somos provechosos o nocivos a la especie, según sacrifiquemos o no a las satisfacciones egoístas nuestra propia actividad.
La sociedad actual padece y se desmorona porque ha erigido en ley suprema el egoísmo. El error del movimiento feminista, estriba en la creencia de que la emancipación impuesta a la mujer, su expulsión del hogar mejor dicho, la desintegración de la familia engendrada por una explotación feroz, comporta un progreso. La mujer que acepta ese resultado y lo fomenta y propaga como un bien, autoriza su propia degradación. Mas fuera soberanamente injusto echar sobre ella sola toda la responsabilidad. Ella es, por el contrario, la menos responsable. No ha hecho más que seguir el ejemplo pernicioso del egoísmo masculino, aceptar las consecuencias de una situación que no ha creado. Al faltarle el hogar y el hombre, su vida carece de objeto. Entonces entra a competir en el único género de actividad que le resta. La ley del egoísmo, que impera con terrible simplificación, ha convertido el mundo en un inmenso rebaño de siervos explotado por unos cuantos pastores. Hogar, creencias, esperanzas, están sacrificados a la ley inexorable de vivir aquellos como las bestias de labor, costeando con un máximun de actividad una existencia reducida al mínimun de las satisfacciones puramente orgánicas, para que los otros, los privilegiados, gocen correlativamente hasta un exceso nunca visto. Y la mujer ha caído víctimna de esta fatalidad, como que al no existir hogar, creencias ni esperanzas, su divina misión de fecundidad y de consuelo, concluye sobre la tierra.
He aquí otro de los grandes crímenes del orden que los gobiernos representan, pues aquél consiste, como es sabido, en el sostén de los privilegios cuya subsistencia determina la constitución de la sociedad actual. La mujer arrojada de su paraíso conviértese en el elemento de disolución y de dolor que preveía la terrible leyenda; entonces el demonio del orden, monstruo de egoísmo, como que es la expresión y el guardián celoso de aquella calamidad, castiga en la pobre extraviada las consecuencias de su propio crímen. La encarcela y martiriza en esta Inglaterra de los gentlemen, en esta tierra de libertad, en esta patria de aquel único William Shakespeare, la cuya dulce magia eternizáronse en belleza el amor y la piedad, que personifican como suaves perlas de dolor Desdémonas y Julietas. Estúpida como siempre, la bestia autoritaria empéñase todavía en justificar la empresa quimérica, en agrandar el abismo de aislamiento que separa los sexos y va convirtiendo la sociedad en una casa de fieras, inferiores a aquellas mismas del bosque. Porque leones y tigres están sujetos a la ley de amor, renegada por los humanos como si fuera un principio de esclavitud, un consentimiento de oprobio. No comprende que en esa aceptación de su aislamiento, la mujer sométese todavía a la fatalidad de las instituciones tiránicas, que esa lucha por los derechos político es un acto de fe en la miserable comedia parlamentaria, una alianza implícita con el orden; y lejos de apreciarlo así, empéñase en desengañar a la víctima, en precipitarla hacia los desenlaces que no busca y que están naturalmente fuera del orden como todas las actuales aspiraciones de libertad.
Yo no soy un feminista, desde luego. Entiendo que esta doctrina, lejos de procurar la dignificación de la mujer, sistematiza el desalojo de su posición augusta, obligándala a entrar en competencias imposibles cuyo resultado es la corrupción y la miseria. Por lo mismo que le atribuyo una importancia tan grande, corno que sin ella no hay a mi modo de ver, familia ni patria, su pretensión de convenirse en una especie de semihombre, inferior desde luego a su dechado masculino, me parece la más deplorable de las quimeras. Conforme en que luche por mejorar su lamentable estado pero de acuerdo con el hombre que padece análoga injusticia, y no para dejar de ser mujer, sino para serlo conforme a la ley de armonía natural violada por una sociedad inicua. El feminismo es una enfermedad social, un mero agente de destrucción. La mujer no padece por falta de igualdad ni de derechos políticos que el hombre posee sin ser más feliz con ello. Lo que causa su desventura, es, por el contrario, la igualdad ante la miseria, ante los trabajos de competencia masculina, ante deberes que no le incumben. Cuando ella trabaja en el hogar, como esposa y como madre, hace la parte de labor que le concierne, en su máxima expresión de rendimiento útil; porque el hogar así formado, es el fundamento de la civilización y de la patria. Sus derechos son de carácter interno, por que no le compete la vida exterior. Pero en su santuario cerrado, ella gobierna, que es decir, dirige, con tanta eficacia como el hombre. El hogar es más necesario que el parlamento, porque sin parlamento se puede vivir, pero sin familia no.
Mas con esto no se niega a la mujer el derecho de discutir. Como todo ser inteligente, la libertad de pensar, de propagar, de equivocarse también, que sólo errando se aprende a salir del error, es inherente a su condición humana.
De aquí que toda violencia contra ese derecho, merezca la más enérgica condenación. La lucha por la libertad, es respetable hasta en sus mayores extravíos pues la aspiración que la engendra existe en todos los corazones como un gérmen de distintiva nobleza humana; y después de todo, la mujer no deja de ser tal por el hecho de querer convertirse en hombre.
El gobierno liberal, que tolera ahora mismo la incitación a la guerra civil predicada por los legisladores unionistas, se muestra implacable con esas pobres mujeres cuyo delito consiste en querer votar sometidas a la ley, como cualquier ciudadano obediente y tranquilo. Es que aquello forma parte de la política, vale decir del orden de cosas que los gobernantes explotan en su provecho, y que por lo tanto les resulta infinitamente respetable; pues de este modo es como entienden los políticos la consabida cantilena del bien público.
Todo ello no será obstáculo para que las sufraguistas consigan su propósito. Esto nada remediará, pero es ciertamente inevitable. Tengo observado que entre los propagandistas dominicales del Hyde Park, sus oradoras reunen el auditorio más nutrido. El día que puedan votar, sus adherentes, desengañadas de la falacia política, habrán consumado el desengaño público respecto a ese ídolo infantil y vano cuyo vientre inflado de boletas pare siempre el mismo ratón. Bajo este concepto, es preferible que lo consigan cuanto antes. La política se pondrá más divertida, lo cual no es poco decir, tratándose de profesión tan ingrata para el pueblo que la costea.
Londres. 1913