Escrito: 1931.
Primera vez publicado: Revista Comunismo,
No. 7 (1931).
Fuente/Edición digital: La
Bataille Socialiste.
Esta edición: Marxists Internet Archive, agosto de 2010.
Cuando, después, de la dimisión de Maura y Alcalá Zamora, Azaña se encargó de la presidencia del Consejo de ministros, fueron muchos los que interpretaron la modificación ministerial como una evolución a izquierda.
Maurín llegó incluso a afirmar que el nuevo gobierno era “típicamente pequeño burgués”, y a equipararlo al “gobierno Kerenski”. Nosotros, por el contrario, sostuvimos desde el primer momento que la solución dada a la crisis significaba un paso adelante en el sentido de la consolidación de la gran burguesía y del bloque de ésta con los socialistas.
“En realidad [decíamos en el número 3 de El Soviet, que el gobernador de Barcelona, representante del pretendido “gobierno Kereski”, confiscó], el verdadero dueño de la situación es Lerroux, o sea la gran burguesía. Pero no ha llegado aún el momento de dar la cara, de tomar enteramente las riendas del poder en nombre de los que ven en Lerroux, como éste ha dicho en su discurso de Santander, “la boya en la cual ve el náufrago la esperanza de su salvación.”
Los hechos han demostrado, y siguen demostrando, que nuestra apreciación era justa. A la adopción de la “ley de defensa de la República” por la casi unanimidad de los diputados en las Constituyentes, ha seguido una política cada vez más acentuada, de represión contra la clase obrera y deestrangulamiento sistemático de la revolución democrática. Alentada por la debilidad de las organizaciones obreras, la incapacidad de los dirigentes anarcosindicalistas de la CNT, a los cuales la experiencia no ha enseñado nada, y la ausencia de un gran partido comunista, la burguesía va reforzando sus posiciones y acechando el momento oportuno para arrojar la careta democrática e implantar su dictadura descarada.
Hoy esto no es posible. Las ilusiones democráticas son aún muy vivas entre las masas pequeño burguesas y una gran parte de la clase obrera. La burguesía tiene necesidad de mantener temporalmente estas ilusiones sirviéndose de una fuerza política que no esté todavía completamente desacreditada entre las masas y que, por su significación nominal, represente una garantía de radicalismo. Esta fuerza política es el Partido
Socialista, cuyos dirigentes se muestran dispuestos a acudir en auxilio de la clase explotadora. Pero formar un gobierno exclusivamente socialista sería una aventura peligrosa. Este no haría más que continuar la política de la burguesía, y el Partido Socialista se desacreditaría a los ojos de las masas trabajadoras. Con ello, la burguesía se vería privada de una de sus más importantes armas de reserva. Los socialistas, que se dan perfectamente cuenta de ello, tienen un miedo atroz a tomar enteramente la responsabilidad del poder y se pronuncian por un gobierno de concentración, presidido por ellos. Largo Caballero se ha apresurado a manifestar que un gobierno tal, por su composición misma, se vería en la imposibilidad de realizar el programa del partido. Pero, éste, que según las declaraciones del ministro del Trabajo, “ha ofrecido más renunciamientos que nadie en bien de la República”, aceptaría este sacrificio por “interés nacional”. En estas condiciones, los socialistas, libres de toda responsabilidad por la política del gobierno, contribuirían a mantener las ilusiones democráticas de las masas y darían la posibilidad a la burguesía de consolidar definitivamente sus posiciones y preparar, tras de la mampara socialista, una auténtica dictadura fascista. El gobierno Azaña ha sido la primera etapa de este proceso; el gobierno presidido por los socialistas sería la segunda.
Los acontecimientos de estos últimos días confirman plenamente esta apreciación. Mientras se prepara a la opinión para un gobierno Largo Caballero y se adormece la sensibilidad de las masas, Lerroux, en una interviú que le ha hecho un redactor del periódico reaccionario de Madrid, Ahora, expresa su convencimiento de que los socialistas en el poder, “lejos de ser una dificultad”, serían “una prudente colaboración”; y en unas palabras verdaderamente clásicas, pone al desnudo, sin ambages, el carácter de clase del régimen: “Yo puedo asegurar [dice] que estoy viendo realizada la profecía que hice durante tantos años cuando anunciaba [enopinión de algunos enfáticamente]: ‘Yo gobernaré’. Ahora puedo decir que yo estoy gobernando, porque una cosa es el gobierno y otra cosa es el poder. Se puede ser poder y no gobernar. Se puede ser gobierno y no ser poder. Yo gobierno y no soy poder”. Lerroux es el representante de la gran burguesía, el Miliukov español. Que no lo olviden los trabajadores.
Y que no olviden tampoco que el jefe del partido “radical” no es un hombre platónico. Mientras se entretiene a las masas con el sonajero del “gobierno socialista”, Lerroux se prepara seriamente, no sólo para gobernar entre bastidores, sino para ser poder, para convertirse en el instrumento directo de una sangrienta dictadura de tipo fascista.
La constitución, anunciada estos días, del partido nacionalista “Joven España”, es el primer paso importante en este sentido. Su organización, basada en una milicia de 500.000 hombres, que “llevarán un dispositivo
con los atributos de la legión, camisa gris de tono verdoso y cuello del mismo color”, está calcada de la del fascismo italiano. La advertencia de que “se abstengan de inscribirse”, hecha a “los temerosos y los cobardes, y los que no sean capaces de arrostrar todos los peligros de una batalla cruenta”, demuestra bien a las claras cuáles son sus propósitos.
El proletariado cometería un error, que podría ser de funestas consecuencias, si no concediese a este hecho toda la atención que merece y no viera en el propósito enunciado más que una simple manifestación de jactancia.
Es más que probable que la “Joven España” no conseguirá reclutar actualmente a esos 500.000 hombres que necesita para ahogar definitivamente la revolución democrática y aplastar al proletariado. Pero lo que hoy no tiene aún una fuerza orgánica real, puede convertirse mañana en una fuerza imponente. En 1920, y aun en 1921, los revolucionarios italianos consideraban con desdén a los fascistas, en los cuales no veían más que a “taifas de bandidos”, sin ninguna fuerza real. Esas “taifas de bandidos” tomaban el poder a fines de 1922 y arrastraban tras de sí a las grandes masas pequeño burguesas, esas mismas masas que habían seguido a los socialistas y que, decepcionadas ante el fracaso de la revolución proletaria, se arrojaban en brazos de Mussolini.
¿Existen en España factores susceptibles de favorecer el desarrollo de un gran movimiento fascista? Sin ningún género de duda. El primer factor, y el más importante, el de la pequeña burguesía. Como en Italia, la pequeña burguesía urbana y agraria constituye la inmensa mayoría de la población.
Por el papel mismo que desempeña en la vida económica del país (dependencia con respecto al gran capital) esa clase es incapaz de tener una política propia y vacila constantemente entre la gran burguesía y el proletariado. Conquistarla, o al menos neutralizarla, es de una importancia fundamental para la causa de la revolución. Después del fracaso de gran movimiento de la clase obrera de los años 1917-1920, apoyó de hecho la dictadura de Primo de Rivera. Pero como esta experiencia no le librara de las cargas onerosas que pesaban sobre ella, ni mejorara su situación, evolucionó hacia el republicanismo. Con la caída de la monarquía y la proclamación de la República, la pequeña burguesía dio rienda suelta a sus ilusiones democráticas y siguió, llena de esperanzas, a los demagogos de la izquierda. Pero las ilusiones van desvaneciéndose, y esas grandes masas fluctuantes e indecisas se verán irresistiblemente atraídas por la clase social que les ofrezca un programa claro y concreto y la decisión inquebrantable de llevarlo a la práctica. Esa clase no puede ser más que la gran burguesía o el proletariado.
La gran burguesía, ese programa lo tiene: aplastamiento de las organizaciones obreras consolidación, por el hierro y por el fuego, de la dominación del capital. El instrumento para su realización lo está forjando Lerroux en su “Joven España”. Nada más fácil que atraer a las masas pequeño burguesas, decepcionadas con ese programa, convenientemente aliñado con una buena dosis de demagogia.
Pero hay un segundo factor no menos importante: el proletariado. Al proletariado se le ofrece una ocasión única para dar la batalla definitiva a la burguesía y tomar el poder. Las circunstancias objetivas no pueden serle más favorables en este sentido. Pero, subjetivamente, está desarmado.
Sindicalmente está dividido: los dirigentes de la UGT colaboran abiertamente con la burguesía, y los de la CNT, o caen en un reformismo que no tiene nada que envidiar al de Largo Caballero y compañía (Grupo Peiró-Pestaña), o en un aventurerismo (la FAI) que no puede conducir más que a un putsch sangriento y estéril. Faltan organizaciones de masa, tales corno los soviets, que agrupen a toda la masa trabajadora y se conviertan en el instrumento de la insurrección y de la toma del poder. Falta, sobre todo, un gran partido comunista, sin el cual la victoria es imposible.
Si la clase obrera es vencida sin combate o después de un putsch heroico e ineficaz, su abatimiento o su pasividad favorecerán la evolución de la pequeña burguesía hacia la derecha, y permitirán a la burguesía apoyarse en ella para asestar el golpe de gracia al proletariado. En esas circunstancias el fascismo hallaría una base magnífica para su desarrollo.
Esta perspectiva es posible, pero no inevitable, ni mucho menos. La clase obrera ha de tenerla presente en su espíritu, con el fin de prever todos los peligros y atacar al enemigo de un modo más certero y decidido. La
situación es netamente revolucionaria. La crisis capitalista se agrava de día en día. No tiene solución. La burguesía va consolidando sus posiciones en un esfuerzo desesperado, pero tropieza con dificultades inauditas para consolidarlas definitivamente. Con la constitución de un gobierno presidido por los socialistas, intenta ganar tiempo. La clase obrera ha de darse cuenta de ello y no permitir que la burguesía tenga un momento de respiro. En períodos revolucionarios como el que vivirnos, los acontecimientos se desarrollan con extraordinaria rapidez. Pero la conciencia revolucionaria de las masas progresa, asimismo, en proporción geométrica. Lo que falta es un partido que concrete en fórmulas precisas esa conciencia revolucionaria y organice a las masas para la acción. Este partido no existe aún, aunque hay potencialmente un intenso espíritu comunista en el país. Hay que dar a la clase obrera ese instrumento indispensable para su emancipación. Hay que forjar un gran partido revolucionario del proletariado unificando todas las fuerzas comunistas y dotándolas de un programa claro y preciso.
Las posibilidades de eficacia en la lucha contra el peligro fascista y por la constitución de un gran partido comunista dependerán, principalmente, de la medida en que se consiga poner término a la división sindical que desgarra a la clase obrera de nuestro país.
En este sentido, el Partido Comunista está llamado a desempeñar un papel de primordial importancia, combatiendo implacablemente a los escisionistas inveterados del campo anarquista y de la UGT, demostrando en la práctica al proletariado que desea sinceramente la unidad y luchando para conseguirla.
Por desgracia, el partido ha seguido en este terreno una política profundamente errónea, que culminó en la famosa Conferencia de Sevilla y en la constitución del Comité de reconstrucción, que ha creado una impopularidad merecida a los comunistas en el seno de la CNT y ha venido a ahondar todavía más la escisión: tres o cuatro meses atrás, la dirección del partido, ante el fracaso evidente de su política sindical, anunció un “viraje” en la misma. Se renunciaba a la táctica de escisión, que tan funestos resultados había dado, y se anunciaba la transformación del Comité de reconstrucción en Comité de unidad.
La Oposición Comunista española saludó con Satisfacción el “viraje”, que equivalía al reconocimiento implícito del acierto de sus críticas, pero incitaba al mismo tiempo a los comunistas a impedir que el viraje anunciado por el partido no quedase en el papel, como hacía temer la persistencia tenaz de este último en algunos de los errores fundamentales.
“Por lo que a la política sindical se refiere [decía el Comité central de la Oposición en la carta abierta dirigida a los miembros del partido], los síntomas son aún más inquietantes. Se han hecho proposiciones concretas
de frente único a la CNT, pero el Comité de reconstrucción… sigue funcionando; y aún después de la circular de la Secretaría política proclamando el viraje en la política del partido, ha publicado distintos manifiestos con su firma. El Comité ejecutivo, si sus deseos son sinceros, ha de demostrarlo en la práctica. Los miembros del partido han de imponer, en este sentido, su voluntad a los dirigentes”.
Nuestros temores eran más que justificados. El partido, lejos de orientarse sinceramente hacia la unidad, acentúa su política divisionista. Esta es la realidad. Su decisión de convocar una conferencia de unidad sindical (valiéndose, ¡como en 1925!, de la Federación de Sociedades Obreras de San Sebastián), no puede conducir más que a una segunda edición, corregida y aumentada, del Comité de Sevilla, es decir, a la creación de una tercera central.
Es de una evidencia incontestable que participará en dicha conferencia una minoría insignificante de sindicatos; que las grandes organizaciones de la CNT y de la UGT no mandarán sus delegados. En estas condiciones, ¿es que la Conferencia puede dar otro resultado que una nueva escisión?
La experiencia de estos últimos años demuestra que ese camino no es el más eficaz para llegar a la unidad anhelada; que con conferencias de unidad y proposiciones de congresos de fusión no se conseguirá absolutamente nada. La unidad hay que hacerla desde abajo, pasando previamente por la fase del frente único. La lucha contra la ofensiva patronal, los problemas que la revolución plantea, hacen aparecer diariamente a los ojos de la clase obrera la necesidad de coordinar y de unir sus esfuerzos.
No hay ningún obrero, por poco consciente que sea, que no comprenda la necesidad de formar un solo frente con los compañeros que trabajan con él en la misma fábrica, en el mismo taller, en la misma mina. El comité de fábrica, elegido por todos los trabajadores de una misma casa sin excepción, estén o no organizados sindicalmente, pertenezcan a la CNT o a la UGT, sea cual sea su filiación política, le ofrece la posibilidad efectiva de establecer esta unidad de acción. La lucha en favor de la unidad hay que iniciarla, pues, por la base, emprendiendo una campaña enérgica en favor de la constitución de comités de fábrica en todo el país. De este modo, una vez conseguida la unidad en la base, la clase trabajadora, impulsada por la lógica misma de la lucha, llegaría a la conclusión de la necesidad, no ya del frente único, sino de la unidad desde el punto de vista de organización, en el terreno nacional. Este camino es aparentemente más lento que el del congreso de fusión, preconizado como primera y última etapa; pero, en realidad, es mucho más rápido, y sobre todo infinitamente más eficaz.
La lucha por los comités de fábrica tiene, además, otras ventajas inapreciables. En primer lugar, ofrece al proletariado una ocasión magnífica para oponer el control revolucionario de la producción, ejercido por los mencionados comités, al proyecto de sedicente “control obrero”, elaborado por Largo Caballero, y que no es más que una forma descarada de colaboración de clases.
En segundo lugar, en el proceso de desarrollo de los acontecimientos revolucionarios de nuestro país, los comités de fábrica pueden servir de poderoso estímulo a la aparición de soviets, esos órganos insustituibles de la insurrección proletaria.
Abandonemos, pues, la propaganda vacua de la unidad sindical y las tentativas que ahondan aún más la escisión, y laboremos activa y decididamente por la verdadera e inmediata unidad de acción de la clase obrera, impulsando con la máxima energía la creación de comités de fábrica.