OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

JOSE CARLOS MARIATEGUI

I

JOSE CARLOS, NIÑO

ES un chiquillo de unos nueve años, moreno, de grandes ojos, que parecen interrogar, cabeza cubierta de pelo lacio, cortado muy corto.

Lo han vestido con un terno "marinero" blan­co —seguramente su mejor traje— y el fotógrafo le diría que se estuviera muy serio, muy quietecito.

Se le ve, en el retrato, frágil, de estructura endeble —una pierna se advierte mal conformada— pero ¡cómo resplandece la inteligencia en ese rostro infantil tan candoroso y dulce! ¡Có­mo miran esos ojos, cómo interrogan, cómo inquieren!

Hay en el traje blanco toda la pulcritud que ponen las madres pobres cuando visten de fiesta a los hijos —el traje cotidiano está remendado, parchado, queda demasiado holgado o es muy estrecho; el muchacho ha crecido rápido— y la corbata es todo un símbolo de elegancia pueril y endomingada.

Al concluir la pose fotográfica —en aquellos tiempos de principio de siglo los fotógrafos no sabían de las veloces fotos de estos años del 45— el chiquillo no correría a jugar y a retozar con otros muchachos. El no podía correr, ni travesear mucho; un golpe recibido en la rodilla, lo había tornado casi en un pequeño inválido.

La madre lo había llevado donde un médico —ese médico se llamaba el Dr. Matos— y éste había hecho todo lo que podía por salvar de la invalidez al pequeño José Carlos. Pero la pier­na quedó como anquilosada, encogida, sin movi­miento y el niño fue señalado para toda su vida. Otro médico —el cirujano francés Dr. Larré— también intervendrá para Sanar al niño. En la "Maison de Sante" —clínica establecida en Li­ma por la Beneficencia Francesa— permanecerá por espacio de varios meses, inmóvil en una ca­ma, José Carlos. Su martirio ha comenzado muy temprano; a los siete años: Conoce, desde los siete años, el olor del cloroformo, la fría blan­cura de los cuartos de hospital, el doloroso pal­par de las manos de los médicos; la inmovili­dad, la soledad, el silencio. Aprende a mirar, en el rostro de su madre, el proceso de su mal; a adivinar, en el tono de su voz, el curso de su dolencia. La madre —tiene que trabajar— no puede ir mucho a verlo. Y el niño se pasa las horas solo en su lecho, esperando, sufriendo, aprendiendo a callar, a soportar la enfermedad. Pero lo que no puede soportar ya es el nauseabunda hedor del cloroformo, y un día que el médico se dispone a hacerle una intervención quirúrgica —cuántas veces se hundirá el bistu­rí en su pobre rodilla— pide que no, lo duerman. Estira sobre la mesa de operaciones la pierna, va­lientemente, como un hombre a quien no le im­porta sufrir. Tenía, entonces, nueve años.

Pero si el chiquillo no puede retozar y trave­sear, como los otros muchachos, sí puede, en cambio, encontrar alegría y regocijo en los libros. No son muchos los libros que están a su alcance; éstos son caros y su madre es pobre. Su in­teligencia vivaz y despejada asimila rápidamente —en los pocos volúmenes de que dispone— las lecturas; las comprende, las saborea. El mundo de las letras se ha abierto para él, amplio, cor­dial, amistoso y el niño enfermo, que ya fre­cuenta hospitales, tiene en los libros sus más constantes y leales compañeros.

En Lima, el 14 de Junio de 1895, nace José Carlos Mariátegui. Es el año de la revolución de Piérola. Su padre, don Francisco Mariátegui, era empleado en el Tribunal Mayor de Cuentas. Por su padre, José Carlos Mariátegui desciende de una figura ilustre de la historia peruana: Francisco Javier Mariátegui, que fuera secre­tario del primer Congreso Constituyente del Pe­rú, tribuno, periodista, escritor.

La madre, doña Amalia La Chita, pertenecía a una familia de la provincia de Huacho. Mestiza de ojos muy negros, nariz aguileña, tez cetrina, transmite a su hijo, José Carlos, los rasgos peculiares del mestizaje costeño peruano. En José Carlos revivirán la fineza, la agilidad men­tal, la gracia de la vieja raza que poblara las regiones costeñas del Perú. Y la energía, la vo­luntad, la tenacidad de la raza vasca —Mariáte­gui es un apellido vasco— se amalgaman con esa fineza, esa agudeza, esa agilidad de los pobladores del valle de Chancay, formando así la fiso­nomía espiritual, delicada y fuerte, de José Car­los Mariátegui.

Este hombre —a quien alguna vez se tachó de "europeizante"— fue un peruano de los más cabales; descendía, por su padre, de un tribuno y un político de los primeros años de nuestra Independencia y, por su madre, de una raza anterior a los Incas y sobre cuyo origen se extiende el hechizo de la leyenda y del mito. José Car­los era un mestizo —como Garcilaso, el primer prosador peruano—, en él se fundieron la sangre de los conquistadores y la de los primitivos ha­bitantes del antiguo Perú.

Tres hermanos más: Julio César, Guillermina y Amanda completan la familia. Amanda mue­re muy pequeña aún. El padre —los hijos están todavía en la primera infancia— es trasladado al Norte. Y los hijos no lo volverán a ver. La madre ha de educar sola a los muchachos. Como José Carlos es enfermizo y ella tiene parientes en Huacho —el clima de aquella pequeña pobla­ción es tónico, ofrece huertos sonrientes y una campiña con abundantes recursos para la vida material— se irán a Huacho. José Carlos entra a una escuelita y, allí, en esa escuelita, recibe el golpe en la rodilla, que se cree fue origen de su enfermedad. Después de un tiempo habrán de volver a Lima para someter al niño a un tratamiento más eficaz.

Hay pobreza, casi miseria, en el hogar de los Mariátegui. Del padre no se ha vuelto a tener noticias. La madre lucha para sostener a sus hi­jos; inclinada sobre la máquina de coser, trabaja en trajes y confecciones. A la caída de la tarde sale para entregar las obras a los clientes. José Carlos queda, a veces, encargado de prepa­rar el chocolate para la cena. Y, por cierto, que no es del todo hábil para esos menesteres de casa. Llega hasta derramar el chocolate y que­marse con el líquido caliente. Tragedia de un niño pobre que no tiene servidumbre que lo atienda.

No pudo doña Amalia pagarles el colegio de es­tudios secundarios a sus hijos. Y José Carlos, al cumplir los catorce años, comienza a trabajar para ayudar a los suyos.

¿En qué trabajará el adolescente moreno y frá­gil, de andares sin armonía, de mirada ardiente y un poco triste? ¿Qué puede hacer este mu­chacho, a quien se ve tan débil, tan sin energía física, pero que está animado de una poderosa energía espiritual? El periódico, la imprenta con sus máquinas que lanzan el pensamiento a los rincones y calles de la ciudad, el taller alum­brado, día y noche, por luz artificial, donde los obreros arman y componen columnas y páginas con las manos sucias de tinta; allí, a la impren­ta, irá a trabajar, a enfrentarse con la vida, a hacerse hombre, a aprender el oficio de periodista, el muchacho de catorce años que se llama José Carlos Mariátegui.

Entra como alcanza rejones al diario La Pren­sa, que dirigía don Alberto Ulloa.