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Escrito: No consta.
Digitalización: Por Koba, http://bolchetvo.blogspot.com.
Fuente: De la tempestad surgieron. Moscú, Editorial Progreso,
1973.
Esta edición: Marxists.org, Nov. 2009.
Todo el Smolny está profusamente iluminado. Una multitud excitada va y viene por los pasillos. En todas las habitaciones reina una agitación febril, pero el mayor torrente humano afluye, en verdaderos e impetuosos remolinos, al rincón del pasillo superior: allí, en la última habitación del fondo, se encuentra reunido el Consejo Militar Revolucionario. Unas cuantas muchachas, a pesar de estar rendidas de cansancio, saben hacer frente con heroísmo al fantástico embate de los que llegan a recibir aclaraciones y órdenes, a pedir algo o a quejarse de alguien.
Cuando uno caía en aquel torbellino, veía por todas partes rostros encendidos, manos que se tendían para tomar instrucciones o credenciales.
Encargos y nombramientos de enorme importancia hacianse allí mismo; allí mismo eran dictados a las máquinas de escribir, que tecleteaban sin pausa, y firmados con lápiz, apoyando el papel en la rodilla, mientras algún camarada joven, dichoso del trabajo encomendado, corría ya en automóvil a velocidad loca, rodeado de las tinieblas de la noche. En la última habitación del fondo, sin apartarse de la mesa ni un instante, unos cuantos camaradas enviaban sus órdenes, como raudales de energía eléctrica, a las ciudades sublevadas de Rusia, en todas direcciones.
No puedo recordar sin asombro ese pasmoso trabajo, y considero la actuación del Comité Militar Revolucionario en los días de Octubre como una de las muestras de la energía humana, demostrativa de las inagotables reservas que guarda un corazón revolucionario y de lo que es capaz éste cuando le llama la voz tonante de la revolución.
La sesión del II Congreso de los Soviets comenzó por la tarde, en la Sala Blanca del Smolny.
Entre los reunidos reinaba un ambiente solemne, de fiesta. La emoción era inmensa, pero no había ni el menor asomo de pánico, a pesar de que se combatía en torno al Palacio de Invierno y de que sin cesar llegaban noticias del carácter más alarmante.
Al decir que no había pánico, me refiero a los bolcheviques y a la inmensa mayoría del Congreso que sustentaba sus puntos de vista. Por el contrario, los elementos "socialistas" de derecha estaban llenos de pavor y rabia, desconcertados y nerviosos.
Cuando se abrió al fin la sesión, se puso completamente en claro cuál era el estado de ánimo del Congreso. Los discursos de los bolcheviques eran acogidos con desbordante entusiasmo. Con ardientes muestras de admiración fueron oídas las intervenciones de los valientes marineros que se habían presentado allí para contar la verdad acerca de los combates que tenían lugar en torno al Palacio de Invierno.
¡Con qué interminable y atronadora ovación fue recibida la noticia, tan largamente esperada, de que el Poder soviético había penetrado al fin en el Palacio de Invierno y los ministros capitalistas habían sido detenidos! Entretanto, el teniente Kuchin, un menchevique que desempeñaba un papel de gran importancia en la organización del Ejército de aquellos tiempos, subió a la tribuna y nos amenazó con traer inmediatamente a Petrogrado los soldados de su Frente. Leyó unas resoluciones contra el Poder soviético, adoptadas por los ejércitos 1°, 2°, 3º… -siguió enumerando hasta el 12°, incluyendo el especial- y terminó amenazando de modo directo a quienes se habían atrevido a emprender la "aventura" de Petrogrado.
Aquello no asustó a nadie. Como tampoco infundió miedo el anuncio de que el mar campesino se levantaría encrespado ante nosotros y nos tragaría a todos.
Vladímir Ilich se sentía como el pez en el agua: alegre, trabajaba sin descanso y ya había escrito en un rincón los decretos sobre el nuevo Poder, llamados a convertirse algún día -ahora nos hemos cerciorado de ello- en las más relevantes páginas de la historia de nuestro siglo.
Añado a estas líneas, trazadas a vuela pluma, mis recuerdos acerca de la designación del primer Consejo de Comisarios del Pueblo. Eso tuvo lugar en una habitacioncilla del Smolny, donde los abrigos y los gorros de invierno estaban tirados sobre las sillas y todo y todos se arremolinaban en torno a una mesa débilmente iluminada. Íbamos eligiendo a los dirigentes de la Rusia renovada. Y a mí me parecía que la elección era con frecuencia demasiado casual: temía de continuo que era excesivamente grande la falta de consonancia entre las gigantescas tareas y los hombres que se elegían para ellas, a quienes yo conocía bien y no me parecían preparados aún para el desempeño de una u otra especialidad. Lenin, con cierto aire de fastidio, se zafaba de mis observaciones al tiempo que me decía sonriente:
- Es de momento; luego, ya veremos; necesitamos gente de responsabilidad para todos los cargos; si no sirven, podremos sustituirlos.
¡Qué razón tenía! Unos, claro está, fueron sustituidos; otros quedaron en sus puestos. ¡Cuántos que habían emprendido no sin timidez el trabajo encomendado se mostraron luego, plenamente, a la altura del mismo! Algunos -no sólo de los espectadores, sino de los participantes en la revolución- sentían, como es lógico, vértigo ante las grandiosas perspectivas y dificultades que parecían insuperables. Lenin, con maravillosa serenidad de ánimo, examinaba las tareas a realizar y emprendía su cumplimiento como empuña el experto piloto el timón del enorme trasatlántico.