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Primera vez publicado: En 19 , en idioma
frances.
Versión al castellano: Primera vez publicado en
castellano en .
Fuente de la presente edicion: Daniel Guerin, Rosa
Luxemburg y a espontaneidad revolucionaria. Ediciones Anarres,
Coleccion Utopia Libertaria, Buenos Aires - Argentina,
s/f. ISBN: 987-20875-1-2. Disponible en forma digital en: http://www.quijotelibros.com.ar/anarres.htm
Esta edición: marxists.org,
Derechos: © Anarres. "La reproducción de este
libro, a través de medios ópticos, electrónicos, químicos, fotográficos o de fotocopias son permitidos y alentados por los
editores."
1. Rosa Luxemburg, Masas y jefes
2. Rosa Luxemburg, Un nuevo tipo de organización
3. Rosa Luxemburg, Rusia 1905; el elemento espontáneo
4. Rosa Luxemburg, Discurso sobre el programa (1918)
5. Rosa Luxemburg, Controversia con los bonzos sindicales
6. Karl Kautsky, Un elemento importado de afuera
7. Lenin, La espontaneidad de las masas y la conciencia de la socialdemocracia
8. Lenin, Burocratismo y organización
9. Lenin. Respuesta a Rosa Luxemburg
10. León Trotsky, Defensa de Rosa
[...] Ese levantamiento de la masa proletaria contra casos aislados de corrupción entre “los universitarios” irrita profundamente a los burgueses porque perciben ahí el aspecto más pernicioso –para ellos– del movimiento obrero moderno, el cambio radical aportado por la socialdemocracia desde hace medio siglo en las relaciones entre la “masa” y los “jefes”.
La frase de Goethe sobre “la odiosa mayoría” que estaría compuesta por algunos conductores vigorosos, más una buena cantidad de tontos que se adaptan, débiles que se dejan asimilar y la “masa” que “trota detrás sin tener la menor idea de lo que quiere”, esa frase mediante la cual los plumíferos burgueses quisieran caracterizar a la masa socialista, es el esquema clásico de las “mayorías” para los partidos burgueses. En todas las luchas de clase del pasado, que fueron realizadas en el interés de minorías, cuando, para hablar con las palabras de Marx, “todo el desarrollo se efectuó en oposición a la gran masa del pueblo”, una de las condiciones esenciales de la acción era la inconciencia de la masa en cuanto a los verdaderos fines, al contenido material y a los límites de ese movimiento. Esta discordancia era, por otra parte, la base histórica específica del “papel dirigente” de la burguesía “instruida” al que correspondía el “seguidismo” de la masa.
Pero, como Marx ya lo dijo en 1845, “con la profundización de la acción histórica crecerá el volumen de la masa comprometida en esa acción”. La lucha de clases es la más “profunda” de todas las acciones históricas que se hayan producido hasta ahora, abarca la totalidad de las capas inferiores del pueblo y, desde que existe una sociedad dividida en clases, es la primera acción que responde al interés propio de la masa.
Por eso es que la inteligencia propia de la masa, en cuanto a sus tareas y medios, es para la acción socialista una condición histórica indispensable, en la misma medida que anteriormente la inconciencia de las masas fue la condición de la acción de las clases dominantes.
Por eso, la oposición entre los “jefes” y la mayoría que “trota detrás” está abolida, la relación entre la masa y los jefes se ha invertido. El único papel de los pretendidos “dirigentes” de la socialdemocracia consiste en esclarecer a la masa sobre su misión histórica. La autoridad y la influencia de los “jefes” en la democracia socialista se acrecienta proporcionalmente al trabajo de educación que cumplen en ese sentido. Dicho de otra manera, su prestigio y su influencia aumentan sólo en la medida que los jefes destruyan lo que hasta aquí fue la base de toda función directiva: la carencia de la masa; en la medida que se despojen a sí mismos de su calidad de jefes, en la medida que hagan de la masa la dirigente y de ellos mismos los órganos ejecutivos de la acción conciente de la masa.
[...] Sin duda, la transformación de la masa en “dirigente” segura, conciente, lúcida, la fusión soñada por Lassalle de la ciencia y la clase obrera, no es ni puede ser sino un proceso dialéctico, puesto que el movimiento obrero absorbe de manera ininterrumpida los elementos proletarios nuevos así como los desertores de otras capas sociales. Al menos ésa es y continuará siendo la tendencia dominante del movimiento socialista: la abolición de los “dirigentes” y de la masa “dirigida” en el sentido burgués, la abolición de ese fundamento histórico de toda dominación de clase.
[...] La conexión íntima del movimiento socialista con el progreso intelectual no se realiza por gracia de los desertores que nos vienen de la burguesía, sino gracias a la elevación de la masa proletaria. Esa conexión no se funda sobre una afinidad cualquiera de nuestro movimiento con la sociedad burguesa, sino sobre su oposición a esa sociedad. Su razón de ser es el objetivo final del socialismo, la restitución de todos los valores de la civilización a la totalidad del género humano.
“Esperanzas perdidas”, Neue Zeit, N° 2, 1903-1904, en francés, “Masses et chefs”, en Marxisme contre dictadure, Cahiers Spartacus, N° 7, julio 1946.
[...] En la historia de las sociedades de clases, el movimiento socialista fue el primero en contaç para todas sus fases y en toda su actividad, con la organización y la acción directa de las masas, siendo que de ellas extrae su propia existencia.
Bajo esa relación, la socialdemocracia crea un tipo de organización completamente diferente de aquellas de los movimientos socialistas anteriores, como por ejemplo las del tipo jacobino-blanquista.
Lenin parece subestimar este hecho cuando, en el citado libro, expresa la opinión de que el socialdemócrata revolucionario no sería otra cosa que “un jacobino indisolublemente ligado a la organización del proletariado, hecho consciente de sus intereses de clase”1. Para Lenin, la diferencia entre la socialdemocracia y el blanquismo se limita al hecho de la existencia de un proletariado organizado y penetrado de una conciencia de clase en lugar de un puñado de conjuros. Olvida que esto implica una revisión completa de las ideas acerca de la organización y en consecuencia una concepción completamente diferente de la idea del centralismo, así como de las relaciones recíprocas entre la organización y la lucha.
El blanquismo no tenía para nada en vista la acción inmediata de la clase obrera y podía entonces prescindir de la organización de las masas. Al contrario: como las masas populares no debían entrar en escena hasta el momento de la revolución, mientras que la obra de preparación correspondía sólo al pequeño grupo armado para el golpe de fuerza revolucionario, el éxito mismo del complot exigía que los iniciados se mantuviesen a distancia de la masa popular. Pero esto último era igualmente posible y realizable porque no existía ningún contacto íntimo entre la actividad conspirativa de una organización blanquista y la vida cotidiana de las masas populares.
Al mismo tiempo, tanto las tácticas como las tareas concretas de la acción, libremente improvisadas por inspiración y sin ningún contacto con el terreno de la lucha de clases elemental, podían ser planeadas en sus detalles más minuciosos y tomar la forma de un esquema previamente determinado. De ello resultaba, naturalmente, que los miembros activos de la organización se transformaban en simples órganos ejecutivos de las órdenes de una voluntad fijada previamente y fuera de sus campos propios de actividad, en instrumentos de un comité central. De ahí esta segunda particularidad del centralismo conspirativo: la sumisión absoluta y ciega de las secciones del partido a la instancia central, y la extensión dispositiva de esta última hasta la extrema periferia de la organización.
Radicalmente diferentes son las condiciones de actividad de la socialdemocracia. Ésta surge históricamente de la lucha de clases elemental, y se mueve dentro de aquella contradicción dialéctica consistente en que sólo en el curso de la lucha es reclutado el ejército del proletariado y en ella toma conciencia de los deberes de esa lucha. La organización, los progresos de la conciencia y el combate no son fases particulares, separadas en el tiempo y en el espacio, como en el movimiento blanquista, sino al contrario aspectos diversos de un solo y mismo proceso. Fuera de los principios generales de la lucha, no existe ninguna táctica ya elaborada en todos sus detalles que un comité central pueda enseñar a sus tropas como en un cuartel. Por otra parte, el proceso de la lucha que produce la organización determina incesantes fluctuaciones dentro de la esfera de influencia de la socialdemocracia.
De ello resulta que la centralización socialdemócrata no podría basarse ni sobre la obediencia ciega ni sobre la subordinación mecánica de los militantes a un poder central. Además, aquí no puede haber tabiques estancos entre el núcleo proletario consciente, que forma los cuadros sólidos del partido, y las capas circundantes del proletariado, ya entrenadas en la lucha de clases y dentro de las cuales la conciencia de clase se acrecienta día a día. El establecimiento de la centralización sobre esos dos principios: la ciega subordinación de todas las organizaciones, hasta el menor detalle, al centro que es el único que piensa, trabaja y decide por todos, y la separación rigurosa del núcleo organizado y el medio ambiente revolucionario –como lo entiende Lenin– nos parece, por tanto, una transposición mecánica de los principios blanquistas de organización de círculos de conjurados, al movimiento socialdemócrata de las masas obreras. Entendemos que Lenin define su punto de vista de una manera más impactante de lo que se hubiera atrevido a hacer ninguno de sus adversarios, desde el momento que describe su “socialdemócrata revolucionario” como un “jacobino ligado a la organización del proletariado consciente de sus intereses de clase”. La verdad es que la socialdemocracia no está ligada a la organización de la clase obrera, es el movimiento propio de la clase obrera. Es necesario, entonces, que el centralismo de la socialdemocracia sea de una naturaleza totalmente diferente del centralismo blanquista. No podría ser otra cosa que la concentración imperativa de la voluntad de la vanguardia consciente y militante de la clase obrera frente a grupos e individuos particulares. Es, por así decirlo, un “autocentralismo” de la capa dirigente del proletariado, es el reinado de la mayoría en el interior de su propio partido.
[...] Se puede afirmar, por otra parte, que ese mismo fenómeno –el insignificante papel de la iniciativa consciente de los órganos centrales en la elaboración de la táctica– se observa en Alemania tan bien como en todas partes. En sus líneas generales la táctica de lucha de la socialdemocracia no es algo que se haya de “inventar”, es la resultante de una serie ininterrumpida de grandes acciones creativas de la lucha de clases, muchas veces elemental, que busca su camino.
Lo inconsciente precede a lo consciente y la lógica del proceso histórico objetivo precede a la lógica subjetiva de sus protagonistas. En esto, el papel de los órganos directivos del partido socialista reviste en amplia medida un carácter conservador.
Como lo demuestra la experiencia, cada vez que el movimiento obrero conquista un nuevo campo, esos órganos lo cultivan hasta sus rincones más remotos, pero al mismo tiempo lo transforman en un bastión contra ulteriores progresos de mayor envergadura.
[...] Al acordar al órgano directivo del partido poderes tan absolutos de un carácter negativo, como lo quiere Lenin, no se hace otra cosa que reforzar artificialmente y hasta un grado muy peligroso el conservatismo naturalmente inherente a ese órgano. Si la táctica del partido es el hecho, no del comité central, sino del conjunto del partido o, mejor aimn, del conjunto del movimiento obrero, es evidente que a las secciones y federaciones les es necesaria la libertad de acción que es lo imnico que permite utilizar todos los recursos de una situación y desarrollar la iniciativa revolucionaria. El ultracentralismo defendido por Lenin se nos aparece impregnado, no de un espíritu positivo y creador, sino del estéril del vigilante nocturno. Toda su preocupación tiende a controlar la actividad del partido, no a fecundarla; a restringir el movimiento más que a desarrollarlo; a yugularlo, no a unificarlo.
[...] De hecho, nada dejará librado tan fácil y seguramente un movimiento obrero al deseo de dominación de los intelectuales como obligarlo a entrar en la coraza de un centralismo burocrático que degradará al proletariado combatiente en una herramienta a las órdenes de un “comité”. Y, recíprocamente, nada preservará tan seguramente al movimiento obrero frente a todos los abusos oportunistas por parte de una intelligentsia ambiciosa, como la autoactividad revolucionaria de los obreros, el acrecentamiento, mediante la práctica, de sus sentimientos de responsabilidad política.
Questions d’organization de la socialdémocratie russe, 10 de julio de 1904, en Trotsky, Nos tâches politiques, Ed. Belfond, 1970, pp. 207-226.
[...] Ya vemos dibujarse aquí todos los caracteres de la futura huelga de masas: en primer lugar, la ocasión que desencadenó
el movimiento-fue fortuita, y aún accesoria, la explosión se produj o espontáneamente.
[...] Pero, tampoco aquí el movimiento fue producido a partir de un centro, según un plan previamente concebido: se desencadenó en diversos puntos por motivos diversos y bajo diferentes formas, para luego confluir.
[...] No se puede hablar ni de plan previo, ni de acción organizada, pues el llamamiento de los partidos apenas lograba seguir los levantamientos espontáneos de la masa, los dirigentes apenas tenían el tiempo para formular sus consignas, mientras la masa de los proletarios se lanzaba al asalto.
[...] El partido socialdemócrata ruso que, ciertamente, participó en la revolución, pero que no fue su autor, y cuyas leyes debió aprender en el curso de su desenvolvimiento, se encontró durante un tiempo algo desorientado por el reflujo aparentemente estéril de la primera oleada de huelgas generales.
[...] La huelga de masas, tal como nos la muestra la revolución rusa, es un fenómeno tan cambiante que refleja en él todas las fases de la lucha política, todos los estadios y todos los momentos de la revolución. Su campo de aplicación, su fuerza de acción, los factores de su desencadenamiento, se transforman continuamente. Abre repentinamente vastas y nuevas perspectivas a la revolución en el momento que ésta parece comprometida por un estancamiento. Se niega a funcionar en el momento que se creía poder contar con ella con la mayor seguridad. De pronto la marejada del movimiento invade todo el imperio, o se divide en una vasta red de rápidos torrentes, o se pierde en la arena.
[...] Huelgas económicas y políticas, huelgas de masas o parciales, huelgas de demostración o de combate, huelgas generales de sectores particulares o de ciudades enteras, luchas reivindicativas pacíficas o combates en las calles, luchas de barricadas. Todas esas formas de lucha se entrecruzan o son paralelas, se atraviesan o desbordan unas sobre las otras. Es un océano de fenómenos siempre nuevos y fluctuantes. La ley del movimiento de esos fenómenos aparece claramente: no reside en la huelga de masas misma, en sus particularidades técnicas, sino en la relación de fuerzas políticas y sociales de la revolución. La huelga de masas es simplemente la forma tomada por
la lucha revolucionaria, y cualquier desnivel en la relación de las fuerzas en presencia, en el desenvolvimiento del partido y la división de clases, en la posición de la contrarrevolución, todo eso influye inmediatamente sobre la acción de la huelga por mil caminos invisibles e incontrolables. Sin embargo, la acción de la huelga misma no se detiene prácticamente un instante. No hace más que revestir otras formas, modificar su extensión y sus efectos. Es la pulsación viva de la revolución, al tiempo que su más potente motor. En una palabra: la huelga de masas, tal como la revolución rusa nos ofrece el modelo, no es un medio ingenioso inventado para reforzar el efecto de la lucha proletaria, sino que es el movimiento mismo de la masa proletaria, la fuerza de manifestación de la lucha proletaria en el curso de la revolución.
[...] En una palabra, la lucha económica presenta una continuidad, es el hilo que reúne los diferentes nudos políticos; la lucha política es una fecundación periódica que prepara el terreno a las luchas económicas. La causa y el efecto se suceden y alternan incesantemente. El factor económico y el factor político, muy lejos de distinguirse completamente o aun de excluirse recíprocamente, como lo pretende el esquema pedante, constituyen en un período de huelga de masas dos aspectos complementarios de la lucha de clases proletaria en Rusia. Precisamente, es la huelga de masas la que constituye su unidad. La teoría sutil diseca artificialmente a la huelga de masas, con la ayuda de la lógica, para obtener una “huelga política pura”. Pero tal disección, como todas las disecciones, no nos permite ver el fenómeno vivo, nos entrega un cadáver.
[...] El elemento espontáneo juega, lo hemos visto, un gran papel en todas las huelgas de masas en Rusia, sea como elemento motor o como freno. Pero esto no proviene de que la socialdemocracia es en Rusia todavía joven y débil, sino del hecho de que cada operación particular es la resultante de tal infinidad de factores económicos, políticos, sociales, generales y locales, materiales y psicológicos, que ninguna de ellas puede ser definida ni calculada como un ejemplo aritmético. Aunque el proletariado, con la socialdemocracia a la cabeza, desempeña allí el papel dirigente, la revolución no es una maniobra del proletariado, sino una batalla que se desenvuelve mientras en derredor todas las bases sociales crujen, se derrumban y se desplazan sin cesar. Si el elemento espontáneo desempeña un papel tan importante en las huelgas de masas en Rusia, no es porque el proletariado ruso es “ineducado”, sino porque las revoluciones no se aprenden en la escuela.
Comprobamos en Rusia, por otra parte, que esta revolución que hace tan difícil a la socialdemocracia tomar la dirección de la huelga, y que tan pronto le tiende como le arranca la batuta de director de orquesta, resuelve en cambio, precisamente, todas las dificultades de la huelga, esas dificultades que el esquema teórico tal como se discute en Alemania considera la principal preocupación de la dirección: el problema de los “aprovisionamientos”, de los “costos”, de los “sacrificios materiales”. Sin duda, no los resuelve a la manera como, lápiz en mano, se las puede regular en el curso de una apacible conferencia secreta de las instancias superiores del movimiento obrero.
[...] La “regulación” de todos estos problemas se reduce a esto: la revolución hace entrar en escena masas tan enormes que cualquier tentativa de ordenar anticipadamente o de calcular los costos del movimiento –como se hace la estimación del costo de un pleito– aparece como una empresa sin esperanzas. Cierto, también en Rusia los organismos directores tratan de auxiliar lo mejor posible a las víctimas del combate. Así es como el partido ayudó durante semanas a las valientes víctimas del gigantesco lock-out producido en San Petersburgo, a consecuencia de la campaña por la jornada de ocho horas. Pero todas esas medidas son, para el inmenso balance de la revolución, como una gota de agua en el mar. En el momento que comienza un período de huelgas de masas de gran envergadura, todas las previsiones y cálculos de costos son tan vanos como la pretención de vaciar el océano con un dedal.
[...] Hemos visto que en Rusia la huelga de masas no es el producto artificial de una táctica impuesta por la socialdemocracia, sino un fenómeno histórico natural, nacido sobre el terreno de la actual revolución.
[...] En la revolución donde la propia masa aparece en la escena política, la conciencia de clase se hace concreta y activa. De esta manera, un año de revolución dio al proletariado ruso esa “educación” que treinta años de luchas parlamentarias y sindicales no pudieron otorgar artificialmente al proletariado alemán.
Grève de masses, parti et jndicats, 1906, Irene Petit (comp.), Maspero, 1969.
[...] El 9 de noviembre se produjo una revolución llena de insuficiencias y de debilidades. No hay por qué asombrarse. Fue la revolución sobrevenida después de cuatro años de guerra, después de cuatro años durante los cuales el proletariado alemán, gracias a la educación a la cual lo sometió la socialdemocracia y los sindicatos, ha dado muestras de tal miseria y de tal renegamiento de sus deberes socialistas que no podríamos hallar su equivalente en ningún otro país. Cuando nos colocamos en el terreno del desarrollo histórico –y eso es lo que hacemos, como marxistas y como socialistas–, en esta Alemania que ha ofrecido la horrible imagen del 4 de agosto y de los cuatro años siguientes, no podríamos esperar que el 9 de noviembre fuera una grandiosa revolución de clase, consciente de sus fines. Los acontecimientos del 9 de noviembre fueron en sus tres cuartas partes, no la victoria de un principio nuevo, sino el derrumbe del imperialismo existente.
Simplemente había llegado el momento en que el imperialismo, como un coloso con pies de barro, podrido por dentro, debía desplomarse. Debía sucederle un movimiento más o me- nos caótico, sin objetivos, apenas consciente, en el cual el principio de unidad, el principio constante y salvador se resumiera en la consigna: creación de los consejos de obreros y soldados. Ése hubiera sido el centro de convergencia de esta revolución que le habría dado el ritmo de una revolución socialista proletaria, a pesar de todas las insuficiencias y debilidades del primer momento.
Puesto que acaban de hablarnos con sarcasmo de los métodos rusos, de acusarnos de estar al arrastre de los bolcheviques, no debemos olvidarnos de responder a los obreros alemanes: ¡dónde habéis aprendido vosotros el a b c de vuestra revolución actual? Son los rusos quienes os lo enseñaron. Allí es donde aparecieron por primera vez los consejos de obreros y soldados.
Esos pequeños personajes que a la cabeza del gobierno alemán sediciente socialista, de acuerdo con el imperialismo inglés, consideran su misión aniquilar a los bolcheviques rusos, ellos también pretenden basarse formalmente sobre consejos de obreros y soldados, y deben reconocer que la revolución rusa es la que primero ha lanzado las consignas de la revolución mundial. Podemos decirles con toda seguridad, porque eso es lo que resulta de toda la situación, que cualquiera sea el país en el cual, después de Alemania, estalle la revolución, su primer gesto será la creación de consejos de obreros y soldados.
En esto, justamente, consiste el lazo de unión internacional de nuestro método, es el signo de reunión que distingue a nuestra revolución de todas las revoluciones burguesas anteriores. Un hecho muy característico para las contradicciones dialécticas en que se sumerge esta revolución, como por otra parte todas las revoluciones, es que, desde el 9 de noviembre, al lanzar su primer grito, su grito de nacimiento, por así decirlo, ha encontrado la consigna que nos conducirá al socialismo: el poder de los consejos proletarios.
[...] De esta manera quisiera resumir nuestras próximas tareas: ante todo es necesario perfeccionar y extender en todos los sentidos el sistema de los consejos de obreros. Lo que hemos emprendido el 9 de noviembre sólo es un débil inicio y no podemos quedarnos en ello. Durante la primera fase de la revolución, incluso hemos perdido grandes medios de poder que teníamos. Ustedes saben que la contrarrevolución ha emprendido un trabajo encarnizado para demoler el sistema de los consejos de obreros y soldados. En Hesse los consejos de obreros y soldados han sido suprimidos por el gobierno contrarrevolucionario, sabrá lo que hace. En cuanto a nosotros, debemos no sólo perfeccionar el sistema, sino introducir los consejos entre los obreros agrícolas y los campesinos pobres. Se habla de “tomar el poder”. Nosotros debemos plantear la cuestión de la toma del poder de esta manera: ¿qué hace, qué puede hacer, qué debe hacer cada consejo de obreros y soldados en toda Alemania?
Ahí reside el problema. Es necesario minar por la base al Estado burgués, sustraerle cada una de las funciones sociales, no separando sino uniendo en todas partes el poder ejecutivo, la legislación y la administración, poniéndolos en manos de los consejos de obreros y soldados.
Éste es un campo enorme que debe ser cultivado. Es necesario preparar las cosas desde abajo, darles a los consejos de obreros y soldados un poder tal que cuando el gobierno EbertScheidemann o cualquier otro gobierno parecido sea volteado, éste sea el último acto y el final del poder burgués. De esta manera, la conquista del poder no debe ser una acción única, sino una serie progresiva, de manera que nos infiltremos y sumerjamos dentro del poder burgués hasta tomar todas las posiciones, y defenderlas luego con nuestros dientes y uñas. Mi opinión y la de los camaradas del partido que me son más cercanos es que también la lucha económica debe ser conducida por los consejos obreros. La dirección de las luchas económicas y la ampliación de esas luchas por medios de creciente amplitud debe estar en manos de los consejos obreros. Debemos trabajar en esa dirección en el futuro inmediato y, si nos proponemos esa tarea, resulta de ello que debemos prever una colosal aceleración de la lucha. Pues se trata aquí de luchar hombro contra hombro en cada provincia, ciudad, aldea y comuna, para que todos los medios de acción que deben ser arrancados a la burguesía uno a uno, sean transferidos a los consejos de obreros y soldados. Pero, para eso, es necesario en primer lugar que nuestros camaradas de partido, los proletarios, estén educados. Aun allí donde existen actualmente consejos de obreros y soldados, falta todavía la conciencia de a qué están destinados esos consejos.
Es necesario primeramente educar a la masa y hacerle comprender que el consejo de obreros y soldados debe ser la palanca de la máquina social en todos sus aspectos, que el consejo debe apoderarse de todos los poderes y dirigirlos hacia la transformación socialista. Aun las masas obreras que ya están organizadas en los consejos de obreros y soldados están todavía a mil leguas de esta concepción, excepto naturalmente algunas pequeñas minorías de proletarios conscientes de sus tareas. Pero esto no es un defecto, al contrario, es normal. Tomando el poder es como la masa debe aprender a ejercerlo.
No existe ninguna otra manera de enseñárselo, pues hemos dejado atrás, felizmente, la época cuando se trataba de hacer la educación doctrinaria, teórica del proletariado. Esa época parece existir todavía para los marxistas de la escuela kautskista. Hacer la educación socialista de las masas proletarias, para ellos significa: darles conferencias y repartirles folletos y volantes. La revolución, la escuela práctica del proletariado, no necesita nada de eso. La revolución educa actuando.
Éste es el caso de decir: en el comienzo era la acción. Y la acción debe consistir en que los consejos de obreros y soldados se sientan llamados y aprendan a ser el único poder público en todo el país.
[...] Pienso que la historia no nos hace la tarea tan fácil como lo fue para las revoluciones burguesas. No basta con voltear el poder oficial en el centro y reemplazarlo por algunas docenas o algunos miles de hombres nuevos. Es necesario que trabajemos de abajo hacia arriba, y eso corresponde justamente al carácter masivo de nuestra revolución, cuyos objetivos apuntan a las bases de la constitución social. Eso se corresponde con el carácter de la actual revolución proletaria, es decir saber que debemos realizar la conquista del poder político, no desde arriba, sino desde abajo. El 9 de noviembre fue la tentativa de sacudir al poder público, la dominación de clase –tentativa frustrada, incompleta, caótica–. Lo que resta por hacer ahora es dirigir con plena conciencia la entera fuerza del proletariado contra los fundamentos de la sociedad capitalista. ¡En la base, donde el empresario particular está frente a su esclavo asalariado! ¡En la base, donde todos los órganos de ejecución de la dominación política de clase están frente al objeto de esta dominación, frente a las masas! Ahí es donde debemos arrancar a los jefes del gobierno sus instrumentos del poder sobre las masas, para liberarlos paso a paso y traerlos hacia nosotros
“Spartacus 1918-1919”, Masses, N° 15, 16 de agosto de 1934, y Cahiers Spartacus, 1949, 2ª serie, N° 15.
Desde que la socialdemocracia internacional se preocupa por la huelga de masas, el tema de base de los debates, el punto de partida de todas las discusiones sobre ese asunto, es la distinción que se debe hacer entre la huelga general política y la huelga general sindical, por una parte, y entre la concepción anarquista y la concepción socialdemócrata de la huelga general política, por la otra. La distinción entre esos distintos tipos fundamentales de huelgas de masas es esencial, no sólo en el plano teórico, sino porque está históricamente fundada. Cada uno de esos tipos de huelga han sido en su momento experimentados, con resultados variables, por el movimiento obrero internacional. El confundirlos equivale práctica y teóricamente a cometer el mismo error que cometen, con respecto al sindicalismo, algunos profesores burgueses que identifican a las coaliciones de trabaj adores y las asociaciones patronales en una sola y misma categoría de “instancias representativas de los intereses”. Quién no sabe distinguir entre la huelga general sindical y la huelga general política, y entre la huelga general anarquista y la huelga general socialdemócrata; quién no establece diferencias entre la idea de una huelga de solidaridad económica en apoyo de una lucha salarial determinada, y el levantamiento político de masas obreras con el fin de conquistar iguales derechos políticos para todos; quién es capaz de distinguir la huelga general de 1893 en Bélgica por la conquista del sufragio universal, o las actuales huelgas generales en Rusia, de la idea cara a los cabezas calientes al estilo de Bakunin y Nieuwenhuis, de instaurar el socialismo mediante una huelga general sorpresiva que se desataría respondiendo inmediatamente a la primera señal, muestra con toda evidencia que no ha entendido una palabra de esta cuestión. Es inútil discutir con él, a lo máximo se le puede aconsejar que comience por instruirse.
¿Qué escuchamos, sin embargo, en el congreso sindical de Colonia? El informante Bömelburg comienza por extenderse a lo largo y a lo ancho sobre el peligro general de las huelgas sindicales de solidaridad, luego, arrastrado por las olas impetuosas de su elocuencia, pasa sin transición del fracaso de la reciente huelga de los obreros del vidrio a la “huelga general social”. Sobre ese asunto, los dicharachos con que anonada en un melodrama típicamente anarquista, encantan al público y le valen un verdadero triunfo[2]. Luego de eso concluye, siempre sin transición, con una crítica de la huelga política defensiva que es lisa y llanamente puesta en la picota, gracias a retorcimientos oratorios de la más chata demagogia. El congreso “puntúa con sus aclamaciones prácticamente cada frase del orador hasta el final”, como lo expresa el informe publicado por Vorwärts.
El segundo adversario de la huelga general, Leimpeters, desenvuelve una argumentación todavía más notable. Éste se declara pura y simplemente “incapaz de hacer ninguna distinción entre la huelga general anarquista y la huelga de masas social y política”. Y en lugar de sacar de ello la única conclusión pertinente, que la cuestión merecería una más amplia discusión y que, dado el actual estado de cosas, cualquier decisión sería prematura, simplemente deduce de su propia ignorancia y carencia de discernimiento que toda forma de huelga general, sea cual fuere, debe ser proscripta.
A su turno, descargó una andanada de palos sobre el desdichado espantajo, ya en su enésimo descuartizamiento, de la huelga general anarquista, provocando entre el público con sus agudezas “una tumultuosa hilaridad” que no dejaba de recordar con inquietante claridad, en medio de un congreso obrero, los accesos de jocundidad de los parlamentarios burgueses en un debate sobre “el Estado socialista futuro”.
Robert Schmidt completó dignamente el trío al declarar por su parte: “Todas las experiencias demuestran que el uso de semejante medio de lucha sólo consigue, como el uso de la violencia, reforzar la reacción”.
“Todas las experiencias”... ¡mientras que las únicas experiencias que se hayan efectivamente realizado hasta hoy en el terreno de la huelga política de masas, la huelga general belga de 1893 y las recientes huelgas generales en Rusia han sido éxitos brillantes! (La huelga general de abril de 1902 en Bélgica evidentemente no puede ser tomada aquí en consideración, porque su fracaso nos enseña más sobre la manera de quebrar el espinazo de una huelga que sobre la manera de conducirla.)
No es posible admitir que tales hechos hayan permanecido ignorados por camaradas como Robert Schmidt, Bömelburg y
Leimpeters, que son los más activos entre los líderes sindicales. Ellos conocen muy bien esos hechos, que contradicen tan manifiestamente sus concepciones. Pero lo que les falta totalmente, a ellos y a la mayoría de los sindicalistas que aprobaron sus discursos de Colonia, es la comprensión profunda, el análisis serio y sin prejuicios de las lecciones suministradas por las huelgas generales realizadas en el extranjero. La experiencia belga les parece sin duda indigna de un estudio detenido, puesto que Bélgica es un país de origen latino, por tanto definido como afectado de “ligereza”, sobre el cual nuestros graves sindicalistas sólo se dignan echar una mirada condescendiente.
¿Entonces en Rusia, ese “país salvaje”, ese territorio del fin del mundo, que todavía no tiene cajas sindicales bien repletas, ni comisión general de los sindicatos, ni estado mayor lleno de funcionarios sindicales? ¿Cómo podría acudir al espíritu de nuestros sindicalistas alemanes, serios y llenos de “experiencia”, que sería absurdo tratar de emitir cualquier juicio sobre la huelga general en el preciso instante en que este método de lucha está adquiriendo en Rusia un aspecto y una amplitud insospechados, a punto de convertirse en ejemplar y en venero de enseñanzas para el entero mundo del trabajo?
Todos los adversarios de la huelga general han hablado hasta el cansancio de experiencias concretas, la “experiencia” era la nota dominante de los debates, el cerrojo puesto a los “teorizadores”, a los “literatos”, así como a los ejemplos extranjeros. Todo eso en virtud de las “experiencias” y de un país que nunca se encontró todavía en el caso de intentar la más mínima huelga general política.
En realidad, el rasgo dominante en todo ese debate sobre la huelga general no fue la experiencia, sino el triunfo de una estrechez de miras que en ninguno de los anteriores congresos sindicales realizados en Alemania se había manifestado con tanta evidencia como en Colonia. Fue el triunfo de una mediocridad complaciente, suficiente, radiante, segura de sí, que se gargariza y embriaga de sí misma hasta el punta de estimarse por encima de todas las experiencias del movimiento obrero internacional, las que por otra parte no ha comprendido para nada, y se cree autorizada a pronunciar juicios sobre un producto de la historia que no se cura de las decisiones de los congresos.
Esta misma mentalidad limitada estuvo a punto de sacrificar sin vacilaciones la idea de la fiesta del Primero de Mayo. Es la misma que además y para terminar afirmaba: “¡No nos inquietemos! La reacción nada puede contra nosotros. Aunque nos privara del derecho al voto, del derecho de coalición, de todos nuestros derechos, según su voluntad. Aun así seremos fuertes”. Si ésta no es una manera irresponsable de hacer naufragar a la clase obrera en el más peligroso adormecimiento, acuñándola con la autosatisfacción de su poder, quiere decir que la palabra demagogia carece de sentido.
Sí. ¡Somos una fuerza y venceremos! Desbarataremos todas las maniobras de la reacción, pero no lo lograremos dejándonos despojar deliberadamente de todos nuestros derechos ni sacrificando con aturdimiento medios de lucha tales como la fiesta del Primero de Mayo.
“Los debates de Colonia”, Sächsische Arbeiterzeitung, 30-3 1 de mayo de 1905.
Muchos de nuestros críticos revisionistas imputan a Marx la afirmación de que el desenvolvimiento económico y la lucha de clases, no sólo crean las condiciones de la producción socialista, sino que engendran directamente la conciencia de su necesidad. Luego esos críticos objetan que Inglaterra, país del desarrollo capitalista más avanzado, es el más ajeno a esa conciencia. El proyecto austríaco de programa también comparte ese punto de vista sedicente marxista ortodoxo, refutado por el ejemplo de Inglaterra. El proyecto dice: “Cuanto más aumenta el proletariado como consecuencia del desarrollo capitalista, más está obligado y más tiene la posibilidad de luchar contra el capitalismo. El proletariado llega a la conciencia de la posibilidad y la necesidad del socialismo”. Por tanto, la conciencia socialista sería el resultado necesario, directo, de la lucha de clases proletaria. Eso es enteramente falso.
Como doctrina, el socialismo tiene evidentemente sus raíces en las relaciones económicas actuales de la misma manera que la lucha de clases proletaria. Así como esta última, proviene de la lucha contra la pobreza y la miseria de las masas, engendradas por el capitalismo. Pero el socialismo y la lucha de clases no surgen uno del otro ni se engendran recíprocamente, provienen de premisas diferentes. La conciencia socialista actual sólo pudo surgir sobre la base de profundos conocimientos científicos. En efecto, la ciencia económica contemporánea es una condición de la producción socialista como, por ejemplo, la técnica moderna, y a pesar de todos sus deseos el proletariado no podría crear ni la una ni la otra, ambas surgen del conj unto del desarrollo social contemporáneo.
Luego, el portador de la ciencia no es el proletariado, sino los intelectuales burgueses. Es, en efecto, en el cerebro de algunos individuos de esa categoría donde ha nacido el socialismo contemporáneo, y por medio de ellos el socialismo ha sido comunicado a los proletarios intelectualmente más desarrollados, quienes lo introducen luego, donde las condiciones lo permiten, en la lucha de clases del proletariado. La conciencia socialista es, por tanto, un elemento importado desde afuera a la lucha de clases del proletariado y no algo que haya surgido de ella en su origen. Así el viejo programa de 1888 del partido decía muy justamente que la tarea de la socialdemocracia es la de introducir en el proletariado la conciencia de su situación y la conciencia de su misión. No habría ninguna necesidad de hacer eso si tal conciencia emanara por sí misma de la lucha de clases.
Neue Zeit, 1901-1902, XX, I, N° 3, p. 79.
[...] La cuestión de las relaciones entre la conciencia y la espontaneidad ofrece un inmenso interés general y requiere un estudio muy detallado.
En el capítulo precedente habíamos subrayado la infatuación general de la juventud rusa cultivada por el marxismo hacia 1895. Hacia la misma época, las huelgas obreras, luego de la famosa guerra industrial de 1896 en San Petersburgo, revistieron también un carácter general. Su extensión a toda Rusia atestiguaba claramente la profundidad del movimiento popular que crecía nuevamente, y si se quiere hablar del “elemento espontáneo”, ese movimiento huelguístico merece más que cualquier otro el nombre de espontáneo. Pero hay espontaneidad de distinto tipo. Hubo en Rusia huelgas, y en los años 70, y en los años 60 (y aun en la primera mitad del siglo XIX), huelgas acompañadas de destrucción “espontánea” de máquinas, etcétera. Comparadas con esos “motines” las huelgas posteriores a 1890 podrían hasta ser calificadas de “conscientes”, tanto ha progresado mientras el movimiento obrero.
Eso nos muestra que el “elemento espontáneo” no es en el fondo otra cosa que la forma embrionaria de lo consciente. Los motines primitivos manifestaban ya cierto despertar de la conciencia: los obreros perdían su fe secular en la estabilidad inquebrantable del orden social que los aplastaba; comenzaban, no diría a comprender, sino a sentir la necesidad de una resistencia colectiva, y rompían resueltamente con la sumisión servil a las autoridades. Sin embargo, se trataba mucho más de manifestaciones de desesperación y de venganza que de una lucha. En las huelgas posteriores a 1890 aparecen muchos más relámpagos de conciencia: los huelguistas formulan reivindicaciones precisas, tratan de prever el momento más favorable, discuten casos y ejemplos de otras localidades, etcétera. Si los motines eran simplemente la revuelta de gente oprimida, las huelgas sistemáticas eran ya embriones, pero nada más que embriones, de la lucha de clases. Tomadas en sí mismas, esas huelgas eran una lucha tradeunionista, pero no todavía socialdemócrata; marcaban el despertar del antagonismo entre obreros y patrones, pero los obreros no tenían ni podían tener conciencia de la oposición irreductible entre sus intereses y todo el orden político y social existente, es decir la conciencia socialdemócrata. En ese sentido, las huelgas de 1890, a pesar del inmenso progreso que representaban en relación a los “motines”, seguían siendo un movimiento puramente espontáneo.
Hemos dicho que los obreros no podían tener aun la conciencia socialdemócrata. Ésta no les podía llegar sino del exterior. La historia de todos los países demuestra que con sus solas fuerzas la clase obrera puede llegar sólo a la conciencia tradeunionista, es decir a la convicción de que es necesario unirse en sindicatos, pelear contra los patrones, reclamar al gobierno tales leyes necesarias para los obreros, etcétera. En cambio la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por los representantes ilustrados de las clases propietarias, los intelectuales. Los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, eran, por su situación social, intelectuales burgueses. Lo mismo en Rusia, la doctrina socialdemócrata surgió de una manera totalmente independiente del crecimiento espontáneo del movimiento obrero, como el resultado natural e ineluctable del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas. En la época de la que hablamos, es decir hacia 1895, esta doctrina era no sólo el programa perfectamente establecido del grupo “Emancipación del trabajo”, sino que había ganado la adhesión de la mayoría de la juventud revolucionaria en Rusia.
De manera que aparecían al mismo tiempo un despertar espontáneo de las masas obreras a la vida y la lucha conscientes, y una juventud revolucionaria que, armada con la teoría socialdemócrata, ardía por unirse a los obreros. Respecto de ello, importa particularmente establecer el hecho a menudo olvidado (y relativamente poco conocido) de que los primeros socialdemócratas de ese período, quienes se lanzaron ardientemente a la agitación económica, teniendo en relación a ello estrictamente en cuenta las indicaciones verdaderamente útiles del folleto De la agitación, todavía manuscrito entonces, y que lejos de considerar esa agitación como su única tarea, asignaron desde el inicio a la socialdemocracia rusa los mayores objetivos históricos en general, y la misión del derrocamiento de la autocracia en particular.
[...] No nos viene siquiera a la mente la idea de reprochar a los militantes de entonces su carencia de preparación. Pero, para sacar provecho de la experiencia del movimiento y deducir lecciones prácticas, es necesario comprender plenamente las causas y la importancia de tal o cual derrota. Por eso importa sobre todo establecer que una parte, quizá la mayoría, de los militantes socialdemócratas de 1895-1898 consideraban con justa razón posible, en esa época, en el comienzo mismo del movimiento “espontáneo”, preconizar un programa y una táctica de la mayor amplitud. Luego, la falta de preparación de la mayoría de los revolucionarios, siendo un fenómeno perfectamente natural, no podía dar lugar a reservas especiales de ninguna clase. Desde el momento que la definición de objetivos era correcta y que se disponía de la energía suficiente para tratar repetidamente de llevarlos a cabo, los fracasos momentáneos no eran un mal total. La experiencia revolucionaria y la habilidad organizativa se aprenden.
[...] Pero el casi mal se convierte en un mal verdadero cuando esa conciencia comienza a oscurecerse (aunque, sin embargo, era muy vívida entre los militantes de los grupos mencionados más arriba), cuando aparece gente, y aun organismos socialdemócratas, prontas a erigir los defectos en virtudes y que hasta tratan de justificar teóricamente su culto servil a la espontaneidad. Es ya tiempo de hacer el balance de esa tendencia, muy inexactamente caracterizada por el término de “economismo”, que es demasiado estrecho para representar el contenido.
[...] En lugar de convocar al avance, a consolidar la organización revolucionaria y a extender la actividad política, se hizo el llamamiento de volver atrás, hacia el mero tradeunionismo. Se proclamó que “la perpetua insistencia en el ideal político dejaba en las sombras los fundamentos económicos del movimiento”, que la divisa del movimiento obrero es “la lucha por la situación económica” (!) o, mejor aún, “los obreros para los obreros”. Se declaró que las cajas de huelga “valen más para el movimiento que un centenar de otras organizaciones”. [...] Las fórmulas del género: Es necesario poner en primer plano, no a la “crema” de los obreros, sino al obrero “medio”, el obrero de fila, o “Lo político sigue siempre dócilmente a lo económico”, etc., etc., se pusieron de moda y adquirieron una irresistible influencia sobre la masa de jóvenes atraídos hacia el movimiento que, en su mayoría, sólo conocían del marxismo algunos fragmentos bajo su versión legal.
Esto es el aplastamiento total de la conciencia por la espontaneidad, por la espontaneidad de los “socialdemócratas” [...], la espontaneidad de los obreros seducidos por el argumento de que el aumento de un kopek por rublo les concernía más que cualquier socialismo y cualquier política, que debían “luchar sabiendo que lo hacían, no para vagas generaciones futuras, sino para ellos mismos y sus hijos”.
[...] Los partidarios del “movimiento puramente obrero”, los adeptos a la ligazón más estrecha y más “orgánica” con la lucha proletaria, los adversarios de cualquier intelligentsia no obrera, así fuese socialista, están obligados para defender su posición a recurrir a los argumentos de los “puros tradeunionistas” burgueses [...] Eso muestra [...] que todo culto de la espontaneidad del movimiento obrero, toda disminución del papel del “elemento consciente, del papel de la socialdemocracia, significa por eso mismo, quiérase o no, eso no cambia nada, un reforzamiento de la influencia de la ideología burguesa sobre los obreros. Todos aquellos que hablan de “sobreestimación de la ideología”, de la exageración del papel del elemento consciente, etc., se figuran que el movimiento puramente obrero es capaz de elaborar por sí mismo, y que así lo hará, una ideología independiente, a condición solamente de que los obreros “arranquen su suerte de manos de los dirigentes”. Pero éste es un profundo error.
¿Qué hacer? (1902).
[...] Pasemos a otra resolución, firmada por cuatro miembros de la antigua redacción, con el camarada Axelrod a la cabeza. Volvemos a encontrar aquí todas las principales acusaciones contra la “mayoría” más de una vez enumeradas en serie en los diarios. Sería más cómodo analizarlos justamente en la formulación de los miembros del círculo relacional. Las acusaciones apuntan al “sistema de gestión autócrata burocrático del partido”, el “centralismo burocrático” que, a diferencia del “centralismo verdaderamente socialdemócrata” se define así: “no pone en primer plano la unión interna, sino la unidad exterioç formal, realizada y protegida por medios puramente mecánicos, aplastando sistemáticamente las iniciativas individuales y las actividades sociales”, y también “por su propia esencia es incapaz de reunir orgánicamente a los elementos constitutivos de la sociedad”.
De qué sociedad hablan aquí el camarada Axelrod y Cía., sólo Alá lo sabe. Evidentemente, el camarada Axelrod no sabía muy bien si redactaba una comunicación de zemstvo sobre reformas deseables en la gestión o si dejaba de ahogar las penas de la “minoría”. ¡Qué puede querer decir el “autocratismo” en el partido, denunciado por los “redactores” descontentos? El autocratismo es un poder supremo, sin control, sin responsabilidad, el poder de una sola persona no elegida. Los escritos de la “minoría” testimonian muy bien que es a mí solo a quien tienen por tal autócrata, y a ningún otro. En el momento que se redactaba y adoptaba la resolución comentada, Plekhanov y yo formábamos parte del órgano central. En consecuencia, el camarada Axelrod y Cía. expresan su convicción de que Plekhanov y todos los demás miembros del comité central “dirigían el partido” según la voluntad del autócrata Lenin, y no según sus criterios para el bien de la causa. La acusación de autocratismo conduce necesaria e infaliblemente a considerar a todos los otros integrantes de la dirección, excepto el autócrata, como simples instrumentos en manos ajenas, como peones, agentes de ejecución de la voluntad de otro. Preguntamos una y otra vez: ¿Es ésa verdaderamente la “divergencia de principio” del muy honorable camarada Axelrod?
Parece evidente que las lamentaciones sobre el famoso burocratismo tienden simplemente a disimular el descontento contra los integrantes de los organismos centrales; que se trata de una hoja de parra destinada a velar las infracciones a las promesas solemnemente hechas al congreso. Tú eres un burócrata, porque tú has sido designado por el congreso contra mi voluntad; tú eres un formalista, porque te apoyas en las decisiones formales del congreso, y no sobre mi acuerdo; tú actúas de una manera groseramente mecánica, porque perteneces a la mayoría “mecánica” del congreso del partido y no tienes en cuenta mi deseo de ser cooptado; tú eres un autócrata, porque no quieres remitir el poder a manos de la vieja y buena compañía que defiende tanto más enérgicamente la “continuidad” de su espíritu de camarilla cuanto su desautorización directa por el congreso le es desagradable.
No hay ni habrá jamás ningún contenido real en esas lamentaciones sobre el burocratismo que él ya ha indicado3. Justamente ese procedimiento de lucha es lo que muestra una vez más la inconstancia intelectual de la minoría. Ésta quisiera convencer al partido que ha elegido mal sus organismos centrales. ¿Convencer, pero cómo? ¿Criticando al Iskra, cuya dirección desempeñamos Plekhanov y yo? No, ellos no tienen las fuerzas necesarias para hacerlo, tratan de convencer mediante la negativa de una fracción del partido a trabajar bajo la dirección de un centro abominable. Pero ningún organismo central de ningún partido del mundo podría demostrar su capacidad de dirigir a quienes se niegan a someterse a la dirección. Negarse a someterse a la dirección de los organismos centrales es negarse a ser miembro del partido, es destruir el partido. Éste no es un medio de persuasión, es un medio de destrucción. Sustituir la persuasión con la destrucción es mostrar la carencia de firmeza en los principios, la ausencia de fe en las propias ideas.
Se habla de burocratismo. El burocratismo puede traducirse al ruso con la palabra precedencia. El burocratismo es la sumisión de los intereses de la causa a los intereses de la carrera, es reservar una atención sostenida a las sinecuras y desconocer al trabajo, es acollararse para la cooptación en lugar de luchar por las ideas. Tal burocratismo es, en efecto, absolutamente indeseable y pernicioso para el partido, y dejo tranquilamente al lector el trabajo de juzgar cuál de las dos fracciones actualmente en conflicto dentro de nuestro partido es la responsable de ese burocratismo. Se habla de procedimientos de unión groseramente mecánicos. Sin duda, los procedimientos groseramente mecánicos son nocivos, pero también aquí dejo al lector el cuidado de juzgar si se puede imaginar un medio más grosero y mecánico de lucha entre la nueva orientación y la antigua que la introducción de personas en los organismos del partido antes que se haya convencido a éste de la justeza de las nuevas concepciones, antes de que se hayan expuesto al partido tales concepciones.
[...] Cuántas veces el camarada Martov y todos los otros “mencheviques” se dedicaron de una manera no menos infantil a reprocharme la “contradicción” siguiente: Se toma una cita de ¿Qué hacer? o de Cartas a un camarada, donde se habla de la acción ideológica, de la lucha por la influencia, etc. y se les opone la acción “burocrática” basada en los estatutos, la tendencia “autocrática” a apoyarse en el poder, etc. ¡Gente inocente! Ya se han olvidado que en otros tiempos nuestro partido no era un todo formalmente organizado, sino sólo una suma de grupos particulares, lo que hacía que entre esos grupos no pudiera haber otras relaciones que la acción ideológica. Ahora nos hemos convertido en un partido organizado. Esto significa la creación de un poder, la transformación del prestigio de las ideas en el prestigio del poder, la subordinación de las instancias inferiores a las instancias superiores del partido. Verdaderamente, hasta resulta molesto machacarles a viejos camaradas estas verdades elementales, sobre todo cuando uno se da cuenta que se trata simplemente de la negativa de la minoría a someterse a la mayoría en el problema de las elecciones. Pero, en principio, todos sus esfuerzos por reprocharme contradicciones se reducen enteramente a una frase anarquista. La nueva Iskra no desdeñaría disponer del título y el derecho de organismo del partido, pero no tiene el deseo de someterse a la mayoría del partido.
Si existe un principio en las frases sobre burocratismo, si no son una negación anárquica del deber de la parte de someterse al todo, estamos entonces en presencia de un principio de oportunismo que trata de disminuir la responsabilidad de algunos intelectuales frente al partido del proletariado, disminuir la influencia de los organismos centrales, acentuar la autonomía de los menos firmes elementos del partido, reducir las relaciones orgánicas a un reconocimiento verbal puramente platónico.
[...] Otra referencia de Axelrod, a los “jacobinos” esta vez, es todavía más instructiva. Axelrod no ignora, presumiblemente, que la división de la actual socialdemocracia en un ala revolucionaria y un ala oportunista ha dado lugar, hace ya mucho tiempo y no solamente en Rusia, a “analogías históricas prestadas de la época de la gran revolución francesa”. Axelrod no ignora, presumiblemente, que los girondinos de la actual socialdemocracia recurren siempre y en todas partes a los términos de “jacobinismo”, “blanquismo”, etc., para caracterizar a sus adversarios.
[...] Las “palabras terribles” de jacobinismo, etc., no significan absolutamente nada, sino el oportunismo. El jacobino indisolublemente ligado a la organización del proletariado consciente en adelante de sus intereses de clase, es justamente el socialdemócrata revolucionario. El girondino que suspira a la zaga de los profesores y los escolares, que le teme a la dictadura del proletariado, que sueña con el valor absoluto de las exigencias democráticas, es justamente el oportunista. Sólo los oportunistas pueden todavía, en nuestra época, ver un peligro en las organizaciones conspirativas, cuando la idea de reducir la lucha a la proporción de un complot ha sido mil veces refutada en los escritos, refutada y descartada desde hace mucho por la vida, cuando la importancia cardinal de la agitación política de masas ha sido explicada y machacada hasta la náusea. El verdadero motivo de ese miedo a la conspiración, al blanquismo, no es tal o cual aspecto del movimiento práctico (como Bernstein y Cía. tratan, en vano, de hacer creer desde hace tiempo), sino la timidez girondina del intelectual burgués cuya mentalidad aflora tan a menudo entre los actuales socialdemócratas.
[...] El sectarismo en materia de organización es un producto natural e inevitable de la psicología del individualista anarquista, que trata de erguir en sistema de concepciones, en divergencias de principio, particulares sus desviaciones anarquistas (que al principio pueden ser accidentales). En el congreso de la liga, hemos observado los comienzos de ese anarquismo. En la nueva Iskra, vemos tentativas de erigirlo en un sistema de concepciones. Tales tentativas confirman admirablemente la opinión ya expuesta en el congreso del partido sobre las diferencias de enfoques entre el intelectual burgués que se alinea con la socialdemocracia, y el proletario que toma conciencia de sus intereses de clase. Así el mismo Praktik de la nueva Iskra, con la profundidad espiritual que le conocemos, me acusa de concebir el partido como una “inmensa fábrica” con un director a la cabeza: el comité central (Nº 57, suplemento). El Praktik, no sospecha siquiera que esa terrible frase traiciona de un golpe la psicología del intelectual burgués, que no conoce ni la práctica ni la teoría de la organización proletaria. Esa fábrica, que para algunos parece ser nada más que un espantajo, es la forma superior de la cooperación capitalista, que agrupó y disciplinó al proletariado, le enseñó la organización, lo puso a la cabeza de todas las otras categorías de la población laboriosa y explotada. El marxismo, ideología del proletariado educado por el capitalismo, ha enseñado y enseña a los intelectuales inconstantes la diferencia entre el aspecto explotador de la fábrica (disciplina basada en el temor de morir de hambre) y su aspecto organizativo (disciplina basada en el trabajo en común, resultante de una técnica altamente desarrollada). La disciplina y la organización, que al intelectual burgués le cuesta tanto llegar a adquirir, son asimiladas muy fácilmente por el proletariado, gracias justamente a esa “escuela” de la fábrica.
El mortal temor por esa escuela, la incomprensión absoluta de su importancia como elemento de organización, son característicos del modo de pensamiento que refleja las condiciones de existencia pequeñoburguesas, engendra ese aspecto del anarquismo que los socialdemócratas alemanes llaman Edelanarchismus, es decir el anarquismo del señor “distinguido”, el anarquismo del gran señor, diría yo. Ese anarquismo de gran señor es especialmente propio del nihilismo ruso. La organización del partido le parece una monstruosa “fábrica”; la sumisión de la parte al todo y de la minoría a la mayoría se le aparece como un “avasallamiento” (cf. los folletines de Axelrod); la división del trabajo bajo la dirección de un centro le hace lanzar clamores tragicómicos contra la transformación de los hombres en “engranajes y resortes” (y ve una forma particularmente intolerable de esta transformación en la de los redactores en colaboradores); el mero recuerdo de los estatutos de la organización del partido provoca en ellos una mueca de desprecio y la observación desdeñosa (a beneficio de los “formalistas”) de que se podría prescindir totalmente de estatutos.
Es increíble, pero es así, y tal es la edificante observación que me dirige el camarada Martov en el Nº 58 de la Iskra al invocar, para mayor peso, mis propias palabras de la Carta a un camarada. ¿No es éste el “anarquismo de gran señor”? ¿No es practicar el “sectarismo” el justificar, mediante ejemplos tomados de la época de la dispersión de los círculos, la conservación y la glorificación del espíritu de círculo y de anarquía en una época cuando ya está constituido el partido?
¿Por qué anteriormente no necesitábamos estatutos? Porque el partido estaba formado por círculos aislados, que no tenían entre ellos ninguna ligazón orgánica. Pasar de un círculo a otro dependía únicamente de “la buena voluntad” de un individuo que no tenía tras de sí ninguna expresión definida de la voluntad de un todo. Las cuestiones controvertidas, en el interior de los círculos, no eran resueltas según estatutos, sino “por la lucha y la amenaza de retirarse ”, como escribía en Carta a un camarada, apoyándome en la experiencia de una serie de círculos en general, y en la de nuestro grupo de seis redactores, en particular. En la época de los círculos, la cosa era natural e inevitable, pero a nadie se le ocurría enorgullecerse por ello, ni ver en eso un ideal. Todos se lamentaban de esa dispersión, todos sufrían y esperaban con impaciencia la fusión de los círculos disociados en un partido organizado. Ahora, que la fusión se ha realizado, nos tiran hacia atrás, nos sirven, bajo el pretexto de principios superiores de organización, una fraseología anarquista. A la gente acostumbrada a la amplia robe de chambre y las pantuflas de la cómoda y familiar existencia de un círculo, los estatutos formales les resultan mezquinos, molestos, aplastantes, subalternos, burocráticos, avasallantes y asfixiantes para el libre “proceso” de la lucha ideológica. El anarquismo de gran señor no comprende que los estatutos for- males son necesarios, precisamente, para reemplazar los estrechos lazos de los círculos con la amplia relación del partido. El vínculo, en el interior de los círculos o entre ellos, no debía ni podía revestir una forma precisa, pues estaba fundado en el espíritu de camaradería o sobre una “confianza” incontrolada e inmotivada. El vínculo del partido no puede ni debe basarse sino en estatutos formales, redactados “burocráticamente” (desde el punto de vista del intelectual disciplinado), cuya estricta observancia es lo único que nos protege contra la arbitrariedad y los caprichos de los círculos, contra las eternas disputas de círculos llamadas libre “proceso” de la lucha ideológica.
[...] El proletario que asistió a la escuela de la “fábrica” puede y debe darle una lección al individualismo anárquico. El obrero consciente hace mucho que salió de los pañales, ya no estamos en el tiempo cuando huía del intelectual como tal. El obrero consciente sabe apreciar ese mayor bagaje de conocimientos, ese más vasto horizonte político que encuentra en los intelectuales socialdemócratas. Pero, a medida que se forma entre nosotros un verdadero partido, el obrero consciente debe aprender a distinguir entre la psicología del verdadero combatiente del ejército proletario y la del intelectual burgués que hace alarde de la fraseología anarquista. Debe aprender a exigir el cumplimiento de las obligaciones inherentes a los miembros del partido, no sólo de los simples afiliados, sino también de la “gente de arriba”. Debe aprender a aplastar con su desprecio al sectarismo en las cuestiones de organización, como lo hizo antes en las cuestiones de táctica.
El único intento de analizar la noción de burocratismo proviene de la nueva Iskra (Nº 53), que opone el “principio democrático formal” (es el autor quien subraya) al “principio burocrático formal”. Esta oposición (desgraciadamente tan poco desarrollada y explicada como la alusión a los no iskristas) encierra un grano de verdad. El burocratismo versus democratismo es el del centralismo versus el autonomismo; es el principio de organización de la socialdemocracia revolucionaria en relación del principio de organización de los oportunistas de la socialdemocracia. Este último tiende a elevarse de la base a la cúspide, y por eso defiende donde le es posible, y mientras le es posible, el autonomismo, el “democratismo” que llega (entre quienes se exceden en su celo) hasta el anarquismo. El primero tiende a descender de la cúspide a la base, preconizando la extensión de los derechos y plenos poderes del centro en relación a las partes. Durante el período de la dispersión y los círculos, esa cúspide, que la socialdemocracia revolucionaria quería convertir en su punto de partida dentro del campo de la organización, era necesariamente uno de los círculos más influyentes por su actividad y su constancia revolucionaria (en este caso, la organización de la Iskra). En la época del restablecimiento de la organización verdadera del partido y de la disolución de los círculos dentro de esta unidad, tal cúspide es necesariamente el congreso del partido, su organismo supremo. El congreso reúne en la medida de lo posible a todos los representantes de las organizaciones activas y, al designar a las instituciones centrales (a menudo de manera de satisfacer a los elementos avanzados más que a los elementos retardatarios del partido, más bien al gusto del ala revolucionaria que del ala oportunista), constituye la cúspide hasta el congreso siguiente. Así es al menos entre los socialdemócratas de Europa, aunque poco a poco, no sin penas, no sin luchas, no sin chicanas, esta costumbre, fundamentalmente odiosa para los anarquistas, comienza a extenderse igualmente entre los socialdemócratas de Asia.
[...] Un paso adelante, dos pasos atrás. Esto ocurre en la vida de los individuos, en la historia de las naciones y en el desarrollo de los partidos. Sería la más criminal de las cobardías dudar un instante del triunfo cierto y completo de los principios de la socialdemocracia revolucionaria, de la organización proletaria y de la disciplina del partido. Tenemos ya en nuestro activo muchas consecuencias de ello, debemos continuar la lucha sin dejarnos amilanar por los reveses; luchar con firmeza y despreciar los procedimientos pequeñoburgueses de las chicanerías de círculo; hacer todo lo que esté a nuestro alcance por preservar el vínculo que une en el partido a todos los socialdemócratas de Rusia, vínculo establecido al precio de tantos esfuerzos. Mediante un trabajo obstinado y sistemático, debemos dar a conocer plenamente y a conciencia, a todos los miembros del partido, y principalmente a los obreros, las obligaciones de los miembros del partido, las luchas producidas en el segundo congreso del partido, todas las causas y peripecias de nuestras divergencias, el rol funesto del oportunismo que, en el campo de la organización como en el que concierne a nuestro programa y nuestra táctica, se bate en retirada. Impotente frente a la psicología burguesa, adopta sin espíritu de crítica el punto de vista de la democracia burguesa y mella el arma de lucha de clases del proletariado.
El proletariado no dispone de otra arma que la organización en su lucha por el poder. Dividido por la concurrencia anárquica que reina en el mundo burgués, agobiado por su labor servil para el capital, rechazado constantemente hacia “los bajos fondos” de la negra miseria, de una salvaje incultura, de la degeneración, el proletariado puede convertirse, y se convertirá inevitablemente, en una fuerza invencible por la sola razón de que su unión ideológica basada en los principios del marxismo se cimenta en la unidad material de la organización que agrupa los millones de trabajadores en un ejército de la clase obrera. Frente a este ejército no podrán resistir ni el poder decrépito de la autocracia rusa, ni el poder en decadencia del capital internacional. Este ejército estrechará sus filas de más en más, a pesar de todas las sinuosidades y retrocesos, a pesar de la fraseología oportunista de los girondinos de la actual socialdemocracia, a despecho de las loas, llenas de suficiencia, prodigadas al espíritu retrógrado de círculo, a despecho del oropel y el autobombo del anarquismo de intelectual.
Un paso adelante, dos pasos atrás (1904).
El artículo de la camarada Rosa Luxemburg [...] es un análisis y una crítica de mi libro sobre la crisis de nuestro partido.
No puedo dejar de agradecer a los camaradas alemanes por seguir con tanta atención los escritos de nuestro partido y esforzarse por llevarlos al conocimiento de la socialdemocracia, pero debo decir que el artículo de Rosa Luxemburg publicado por Neue Zeit no hace conocer a los lectores mi libro, sino una cosa muy diferente. Eso es lo que resulta de los ejemplos que voy a mostrar.
La camarada Luxemburg dice notablemente que mi libro es la expresión clara y terminante, en tanto que tendencia, de un “centralismo que no respeta nada”. Ella supone, de esta manera, que yo me hago el defensor de una forma de organización frente a otra. En realidad eso no es exacto. A todo lo largo del libro, de la primera a la última página, defiendo los principios elementales de cualquier modo de organización concebible para nuestro partido. Mi libro no examina la diferencia que hay entre tal forma de organización y tal otra, sino de qué manera conviene apoyar, criticar o corregir cualquiera de esas formas sin ir en contra de los principios del partido.
La camarada Rosa Luxemburg confunde dos cosas diferentes: 1°) confunde el proyecto relativo a las cuestiones de organización que yo había redactado con el que adoptó la comisión después de haberlo modificado, y confunde ese proyecto con los estatutos aprobados por el congreso; 2°) confunde un párrafo de los estatutos que defendí con cierto vigor (en todo caso no es exacto que al defender ese párrafo yo no haya respetado nada, puesto que en el congreso no objeté las modificaciones aportadas por la comisión) con la tesis (verdaderamente “ultracentralista”) que he sostenido, a saber: que los estatutos adoptados por el congreso deben ser aplicados mientras no sean modificados por otro congreso. Esta tesis (puramente blanquista, como cualquier lector puede verlo a primera vista) la defendí en mi libro, en efecto, sin tener en cuenta ninguna otra cosa.
La camarada Luxemburg declara que según yo “el comité central es el único núcleo activo del partido”. En realidad eso no es exacto. Nunca sostuve esa opinión. Al contrario, mis adversarios (la minoría del segundo congreso) me reprocharon en sus escritos no defender suficientemente la soberanía del comité central y someterlo demasiado al comité de redacción de nuestro órgano central en el extranjero y al consejo del partido. Respondí en mi libro a ese reproche que: cuando la mayoría hizo prevalecer su punto de vista en el consejo, nunca trató de restringir la soberanía del comité central, pero eso es lo que ha ocurrido desde que el consejo del partido se convirtió en un instrumento de lucha en manos de la minoría.
La camarada Rosa Luxemburg pretende que nadie, dentro de la socialdemocracia rusa, duda de la necesidad de un partido unificado, y que la discusión gira en torno de la cuestión de un mayor o menor centralismo. En realidad eso no es exacto. Si la camarada Rosa Luxemburg se hubiese tomado el trabajo de tomar conocimiento de las resoluciones enviadas por los numerosos comités locales del partido que forman la mayoría, habría comprendido inmediatamente (esto surge claramente de mi libro) que la discusión se refirió sobre todo a la cuestión de saber si el comité central y el órgano central del partido deben o no reflejar la tendencia de la mayoría del congreso. Nuestra estimada camarada no dice una palabra de esta concepción “ultracentralista” y puramente “blanquista”, prefiere extender- se en consideraciones contra la sumisión mecánica de la parte al todo, contra la obediencia servil, ciega, y otros horrores de ese género.
Le estoy muy agradecido a la camarada Rosa Luxemburg de las aclaraciones que suministra sobre esa idea profunda de que la sumisión ciega sería mortal para el partido. Pero yo quisiera saber si esta camarada encuentra normal, si juzga admisible, si ella vio en algún otro partido, que la minoría de un congreso retenga la mayoría en las organizaciones centrales, que se presentan como organismos del partido. La camarada Rosa Luxemburg pretende que yo pienso que existen en Rusia todas las condiciones requeridas para organizar un gran partido obrero ultracentralizado. Nuevamente los hechos desmienten ese alegato. En ninguna parte de mi libro defiendo ni manifiesto ese punto de vista. He señalado que actualmente están reunidas las condiciones para que sean aceptadas y aplicadas las resoluciones del congreso, y que ya ha pasado el tiempo en que se podía sustituir la dirección colectiva del partido por un círculo privado.
Demostré que algunos “antiguos” de nuestro partido han dado pruebas de su falta de lógica y firmeza y que no tienen derecho de hacer responsable al proletariado ruso de su propia falta de disciplina. Los obreros rusos, varias veces y en diversas ocasiones, han reclamado, en efecto, que fueran respetadas las decisiones del congreso. Es simplemente ridículo que la camarada Luxemburg pueda calificar esta manera de ver de “optimista” (¿no sería mejor tratarla de pesimista?) y al mismo tiempo pasar en silencio mi propia posición al respecto.
La camarada Luxemburg escribe que yo proclamo el valor educativo de la fábrica. Eso es inexacto, no soy yo, sino mi adversario quien pretende que asimilo el partido a una fábrica. Yo lo ridiculicé convenientemente, valiéndome de sus propios términos para demostrar que confunde dos aspectos de la disciplina de la fábrica, lo que desgraciadamente es también el caso de la camarada Luxemburg.
La camarada Luxemburg declara que, al presentar al socialdemócrata revolucionario como un jacobino ligado a los obreros organizados y animados por el espíritu de clase, he dado una definición muy característica de mi punto de vista, mejor de lo que podría hacerlo cualquiera de mis adversarios. Nuevamente, aquí hay un error. No soy yo, sino Axelrod, quien primero habló de jacobinismo. Axelrod fue el primero que comparó nuestros grupos con los de la revolución francesa. Yo me limité a señalar que no se puede hacer ese paralelo, salvo que se admita que la división de la socialdemocracia en nuestros días en dos tendencias, oportunista y revolucionaria, se corresponde en alguna medida a la división entre montañeses y girondinos. La antigua Iskra hizo a menudo ese paralelo. Al admitir la existencia de ese paralelo, Iskra, reconocida como órgano por el congreso, lisa y llanamente combatía contra el ala oportunista de nuestro partido [...] Rosa Luxemburg confunde aquí con sus identificaciones la correlación entre una corriente revolucionaria del siglo XVII y otra del siglo xx. Si declaro, por ejemplo, que comparar el pequeño Scheidegg con la Jungfrau es como comparar una casa de dos pisos con otra de cuatro, no significa que para mí la montaña Jungfrau y una casa de cuatro pisos son una y misma cosa.
La camarada Luxemburg olvida completamente que hubiera debido basar su análisis sobre el hecho real constituido por las diversas tendencias de nuestro partido. Luego, justamente, yo consagro más de la mitad de mi libro a ese análisis, apoyándome en las actas del congreso y, en el prefacio, lo señalo expresamente. Rosa Luxemburg pretende hablar del estado actual del partido y pasa en silencio nuestro congreso, el que, a decir verdad, le ha dado una base real al partido. Confieso que ésa es una empresa riesgosa. Tanto más riesgosa cuanto que, como lo indico varias veces en mi libro, mis adversarios no están al corriente de lo que pasó en el congreso, lo que explica que sus alegatos carezcan de fundamentos.
La camarada Luxemburg comete el mismo error. Se limita a repetir frases huecas sin tratar de darles un sentido. Agita espantajos sin ir al fondo del debate. Me hace decir lugares comunes, ideas generales, verdades absolutas, y se esfuerza por permanecer muda acerca de verdades relativas que se apoyan en hechos concretos que me limito a señalar. Llega hasta a lamentarse de mis simplezas y recurre para ello a la dialéctica de Marx. Sin embargo, el artículo de nuestra estimada camarada no contiene justamente más que cosas triviales e imaginarias y está en contradicción con el a b c de la dialéctica. Ese a b c establece que no existen verdades abstractas y que una verdad debe ser siempre concreta.
La camarada Luxemburg ignora soberanamente nuestras luchas de partido [...].
Septiembre de 1904, en Trotsky, “Nos tâches politiques”, Belfond, 1970, pp. 227- 237.
Rosa Luxemburg comprendió y comenzó a combatir mucho antes que Lenin el papel de freno del aparato osificado del partido y los sindicatos. Al tener en cuenta la inevitable agravación de los antagonismos de clases, profetizó siempre la inevitable entrada en escena, autónoma y elemental, de las masas en oposición a la voluntad y el itinerario fijado por las instancias oficiales. En las grandes líneas, en relación con la historia, Rosa tuvo razón. La revolución de 1918 fue efectivamente “espontánea”, es decir que fue llevada a cabo por las masas contra todas las previsiones y las disposiciones de las instancias del partido. Pero, por otra parte, toda la posterior historia de Alemania pro- bó ampliamente que la espontaneidad sola está lejos de ser suficiente. El régimen de Hitler es un argumento aplastante contra la afirmación de que no hay salvación fuera de la espontaneidad.
Rosa misma, nunca se acantonó en la teoría pura de la espontaneidad, a la manera de Parvus, que más tarde cambió su fatalismo social-revolucionario por el oportunismo más repugnante. Contrariamente a Parvus, Rosa Luxemburg se aplicó a la educación previa del ala revolucionaria del proletariado y a unirla en lo posible en una organización. Ella construyó en Polonia una organización independiente muy rígida. Se podría decir a lo máximo que, en la concepción histórico-filosófica del movimiento obrero de Rosa, la selección preliminar de la vanguardia, en relación con las acciones de masas esperadas, no halló su razón. Mientras Lenin, sin dejarse consolar por acciones prodigiosas por venir, se dedicaba a soldar entre sí a los obreros avanzados incesantemente, infatigablemente, legal o ilegalmente, en organizaciones de masas o clandestinas, en células sólidas, mediante un programa sólidamente trazado.
La teoría de la espontaneidad de Rosa fue un arma saludable contra el mohoso aparato del ref ormismo. Al volverse algunas veces contra el trabajo emprendido por Lenin en el terreno de la construcción de un aparato revolucionario ella revelaba, aunque sólo de una manera embrionaria, sus rasgos reaccionarios. En Rosa misma, eso no ocurrió sino episódicamente. Era demasiado realista, en el sentido revolucionario, para deducir de los elementos de su teoría de la espontaneidad un sistema metafísico acabado. Prácticamente, repitámoslo, ella minaba esa teoría en cada uno de sus pasos. Después de la revolución de 1918 emprendió apasionadamente el trabajo de reunión de la vanguardia revolucionaria. A pesar de su folleto escrito en la prisión, pero no publicado, teóricamente muy débil, sobre la revolución soviética [...], Rosa se acercaba día a día a las ideas de Lenin, rigurosamente equilibradas desde un punto de vista teórico, sobre la dirección consciente y la espontaneidad. (Por cierto, es también esa circunstancia la que le impidió publicar su escrito de que más tarde se abusó vergonzosamente contra la política bolchevique.)
[...] Rosa Luxemburg tenía perfecta razón contra los filisteos, los caporales y los cretinos del conservatismo burocrático “coronados de victorias”, marchando recta delante de ellos.
Rosa Luxemburg et la IVè. International, en Trotsky, op. cit.
NOTAS
[ 1] ¿Qué hacer?
[ 2] Arnold Roller.
[ 3] Basta recordar que el camarada Plekhanov dejó de ser para la minoría un partidario del “centralismo burocrático” después que realizó la saludable cooptación.
[ 4] Respuesta al artículo Problemas de organización de la socialdemocracia rusa. Problemas y querellas de interpretación